Ante la amenaza de que las tropas de la Marina y la Luftwaffe destinadas en París, totalmente leales a Hitler, se enfrentasen al Ejército, los conjurados decidieron arrojar la toalla. Había que aceptar las órdenes oficiales.
Cerca de las dos de la madrugada, el general Linstow cursó la orden de poner en libertad a los detenidos. Oberg, el jefe de los servicios de Seguridad que había sido encerrado en una sala del Hotel Continental, fue liberado. Ante la lógica demanda de una explicación por la detención de que había sido objeto, Oberg fue conducido a la presencia de Stülpnagel; éste le dijo que todo era fruto de una confusión, lo que obviamente, no fue aceptado por el indignado Oberg. Pero las dotes diplomáticas del embajador Abetz, presente en el encuentro, lograron convencer al jefe de los servicios de Seguridad que Stülpnagel había obrado de buena fe, pero que había sido confundido por los mensajes contradictorios que le habían estado llegando de Berlín y Rastenburg.
Oberg se declaró satisfecho por las excusas de Stülpnagel e hizo correr entre sus compañeros liberados la explicación de que todo el embrollo había resultado ser un simulacro, pero puesto en práctica con demasiado realismo.
Aunque pueda resultar increíble, la explicación fue aceptada por los jefes de las SS detenidos y liberados; al cabo de unos minutos, ya se pudieron ver a varios de ellos compartiendo una copa en el salón del Hotel Rafael junto a los oficiales del Ejército, que tres horas antes habían participado en su detención.
Sobre las tres de la madrugada, el efecto del alcohol y el cansancio acumulado por tan intensa jornada hizo que la mayoría de los oficiales fueran regresando a sus acantonamientos. Poco después, la tranquilidad en las calles de París ya era absoluta.
Pero al amanecer, un telegrama firmado por el mariscal Keitel ordenaba al general Von Stülpnagel que se presentase de inmediato en Berlín. La metódica venganza a sangre fría contra los participantes en el complot del 20 de julio había comenzando a desatarse.
En los días siguientes a la dramática jornada del 20 de julio de 1944, la sede central de la Gestapo en Berlín, en el número 8 de Prinz Albrecht Strasse, se convirtió en un infierno para los sospechosos de haber estado implicados en el complot. Las salas de interrogatorios, situadas en el tercer piso, se utilizaban las veinticuatro horas del día. Los gritos de dolor se podían escuchar hasta en las celdas del sótano, en donde decenas de hombres y mujeres esperaban su turno.
El jefe de las SS, el abyecto Heinrich Himmler, extendió la persecución no sólo a los conspiradores, sino a sus familiares. El 3 de agosto, en una reunión de gauleiters celebrada en Posen, Himmler declaró: “Introduciremos una responsabilidad absoluta de parentesco. Nosotros ya hemos procedido en consecuencia y nadie debe venir y decirnos que es algo propio de los bolcheviques. No, esto no es cosa de bolcheviques, sino algo muy antiguo y muy usual entre nuestros antepasados. Para convencerse, sólo es preciso que lean las viejas sagas. Cuando proscribían a una familia y la declaraban fuera de la ley, o si existía en una familia la venganza de sangre, se era del todo consecuente. Si la familia era declarada fuera de la ley y proscrita, decían: “Este hombre ha cometido una traición; la sangre es mala, en ella hay traición y ha de ser exterminado”. Y en las venganzas de sangre se eliminaba hasta el último eslabón de todo el parentesco. Así pues, la familia del conde Stauffenberg será exterminada hasta el último eslabón”. [25]
Hitler, en una fotografía captada al día siguiente del atentado. Aunque aparentemente salió ileso, el dictador sufriría secuelas tanto físicas como psíquicas.
En un primer momento, Hitler expresó también su deseo de desatar una venganza bárbara y cruel sobre los participantes en el complot: “Se debe expulsar y exterminar a todas esas vulgares criaturas que jamás en la historia han llevado el uniforme de soldados”.
Hitler visita en el hospital al general Schmundt, que fallecería pocos días más tarde a consecuencia de las heridas. El atentado provocó en el Führer una insaciable sed de venganza.
El deseo de revancha de Hitler contra los conspiradores no tenía límites. Aseguraba que los “barrería y erradicaría a todos”. Según dejó escrito Goebbels en su diario el 23 de julio, refiriéndose a un encuentro con Hitler celebrado el día anterior: “El Führer está muy furioso con los generales, sobre todo con los del Estado Mayor General. Está absolutamente decidido a dar un ejemplo sangriento y a erradicar a la logia masónica que ha estado oponiéndose a nosotros todo el tiempo y que sólo esperaba su oportunidad para apuñalarnos por la espalda en el momento más crítico. El castigo que se debe imponer ahora debe tener dimensiones históricas. El Führer está decidido a extirpar de raíz a todo el clan de los generales que se han opuesto a nosotros para derribar el muro que esa camarilla de generales ha erigido artificialmente entre el Ejército, por una parte, y el partido y el pueblo por la otra”.
Pero enseguida el dictador nazi se dispuso a diseñar con frío cálculo la representación de su venganza:
“Esta vez el proceso será muy corto. Estos criminales no deben ser juzgados por un consejo de guerra, ante el que se hallan sentados sus ayudantes y donde sufren retrasos los procesos. Todos ellos deberán ser expulsados de la Wehrmacht y comparecerán ante un tribunal popular. Ellos no se han hecho merecedores de una bala de fusil honrada: ¡serán colgados como vulgares traidores! Un tribunal de honor deberá expulsarlos de la Wehrmacht, y entonces podrán ser considerados como civiles, para no ensuciar el nombre del Ejército. Deben ser procesados con la rapidez del relámpago, sin consentirles que hablen. ¡Y a las dos horas de dictarse la sentencia, ésta se cumplirá! Han de colgarlos inmediatamente, sin compasión alguna. Y lo más importante es que no se les conceda tiempo para que puedan hablar. Pero Freisler ya se encargará de todo”.
Hitler llamó a la Guarida del Lobo a dos personajes siniestros. Uno era el juez en el que él confiaba para llevar adelante el proceso; Roland Freisler, el presidente del Tribunal del Pueblo. El otro era Röttger, el verdugo que iba a encargarse de ajusticiar a los primeros condenados.
No sabemos lo que el autócrata dijo a Freisler, pero en vista a cómo se desarrollaron los juicios, es de suponer que le dio carta blanca para ridiculizar, injuriar y degradar a los acusados aún más de lo que hacía habitualmente. De todos modos, no era necesario que Freisler fuera motivado por Hitler para actuar así, pues a lo largo de su infame carrera había dado suficientes ejemplos de cómo se podía reducir a un acusado al silencio más vergonzante.
Roland Freisler, nacido en 1893, había sido militante comunista, hasta que se integró en el partido nazi. Hitler solía referirse a él como den alten Bolschewiken (ese antiguo bolchevique) y también como “mi Wyschinski”, en referencia al implacable juez soviético que dictaba las penas de muerte durante las purgas stalinistas.
Quizás por ese pasado comunista, del que deseaba hacerse perdonar mostrando la fe del converso, Freisler era visto con cierto desprecio por los jerarcas nazis, pero éstos también eran conscientes de que no encontrarían a nadie mejor como Presidente del Volkergerichtshof o Tribunal Popular. Esta institución, cuya relación con la justicia tal como la entendemos nosotros sólo es nominal, fue utilizada por el régimen nazi para dar una pátina de legalidad a sus actuaciones descarnadamente arbitrarias.
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