El juez Roland Freisler recibió indicaciones expresas de Hitler para que humillara sin límite a los acusados.
El Tribunal Popular se creó en 1934 como un órgano judicial especial encargado del enjuiciamiento y condena de los actos de traición contra el Estado Nacionalsocialista cometidos en Berlín. Dos años más tarde, en 1936, se convirtió en un órgano judicial común y plenamente integrado en la planta jurisdiccional alemana. Los acusados no contaban con una defensa efectiva, se vulneraban las mínimas garantías de imparcialidad y las penas solían ser extremadamente severas; no era infrecuente que un pequeño robo fuera castigado con la pena de muerte.
Freisler accedería a la presidencia del Tribunal Popular en agosto de 1943. Una estadística muy significativa es que el número de sentencias de muerte dictadas por el Tribunal del Pueblo en el año 1941 fueron 102, mientras que en 1944, con Freisler al frente, pasaron a 2.097.
Las actuaciones de Freisler poco tenían que ver con las propias de un juez. Solía dirigirse de manera humillante a los encausados, que normalmente se
Roland Freisler, al inicio de una de las sesiones del Tribunal del Pueblo.
veían obligados a sujetarse los pantalones con una mano, pues tenían prohibido usar cinturón. El acusado carecía del elemental derecho de libre designación de su abogado defensor. El escrito de acusación de la Fiscalía solamente se daba a conocer al acusado y a su abogado unas pocas horas antes del inicio de las sesiones del juicio oral. Era frecuente prohibir todo contacto entre abogado y cliente antes del juicio, de modo que éstos se conocían por primera vez en la misma sala. En los casos de traición y alta traición, el penado no tenía derecho a recibir una copia de la sentencia, sino únicamente a leerla bajo la vigilancia de un funcionario de la Administración de Justicia. Además, era indudable la maestría de Freisler en el manejo de los textos legales, su deslumbrante agilidad mental y, por supuesto, su fuerza verbal abrumadora, unas aptitudes con las que lograba aplastar sin piedad cualquier intento del encausado de demostrar su inocencia.
Una prueba de la catadura moral del hombre que debía juzgar a los encausados por el complot del 20 de julio es que llegó a participar como representante del Ministerio de Justicia en la tristemente célebre Conferencia de Wannsee, donde se decidió llevar a cabo la “Solución Final” del problema judío en Europa, lo que iba a suponer el exterminio de millones de personas.
En febrero de 1943, tal como vimos en el capítulo correspondiente, Freisler dirigió los juicios contra los jóvenes estudiantes de la Rosa Blanca, ordenando la ejecución sumaria de los hermanos Sophie y Hans Scholl, así como de los demás miembros de esta organización disidente. Fue Freisler el que exigió que las ejecuciones fueran llevadas a cabo de inmediato en la guillotina.
Con estos antecedentes, es fácil imaginar lo que le esperaba a los implicados en la conspiración para matar al Führer. Pero, tal como se apuntaba, existía un obstáculo legal que impedía a la mayoría de los implicados en la conjura ser juzgados por el Tribunal del Pueblo: su pertenencia al estamento militar. Este impedimento quedó borrado al instante cuando Hitler ordenó que fueran sometidos a un “proceso de honor”, por el que quedaron expulsados de las Fuerzas Armadas. El tribunal estaría presidido por el mariscal de campo Von Rundstedt, siendo vocales el teniente general Guderian y los generales Schoth, Specht, Kriebel, Burgdorf y Maisel [26].
El 4 de agosto, los miembros de este “tribunal de honor” expulsaron del Ejército, de forma vergonzosa, a veintidós oficiales, entre ellos un mariscal de campo y ocho generales, sin ni siquiera tomar declaración a los interesados. El ser expulsados les situaba ya fuera del ámbito de la jurisdicción militar, por lo que quedaban ya en manos de Roland Freisler.
Si ya se ha apuntado que no conocemos cómo fue la conversación entre el dictador alemán y el juez Freisler, tampoco conocemos en detalle como discurrió el diálogo de Hitler con el verdugo pero, teniendo en cuenta el modo inhabitual como se produciría la ejecución, es seguro que le expresó su deseo de que los condenados fueran colgados como reses en una carnicería. De todos modos, el hecho de que, antes del juicio, el autócrata ya estipulase la manera cómo debían ser ejecutados los acusados no dejaba dudas de la naturaleza fraudulenta del juicio.
El propio Goebbels también intervino en el dibujo de los detalles del proceso contra los implicados en el intento de golpe de Estado. Se reunió con Hitler y ambos decidieron que las sesiones no fueran públicas; el ministro de Propaganda se encargaría de que estuviesen presentes en los juicios periodistas leales que escribiesen reportajes sobre las sesiones para el público en general. Goebbels estaba también muy interesado en que se mantuviese la ficción de que los conjurados habían sido sólo una pequeña camarilla, para no involucrar al conjunto del Ejército, con el que se esperaba ajustar cuentas en una fecha posterior.
LAS SECUELAS DEL ATENTADO
La crueldad que desataría Hitler contra los implicados en el golpe llegaría a sorprender incluso a los que lo conocían mejor. Hasta entonces, el dictador había demostrado sobradamente su afición por la venganza y la represalia, tanto contra personas concretas como contra ciudades y comunidades. Pero su reacción contra los que participaron de un modo u otro en la gestación o la puesta en práctica del levantamiento superaría, tal como veremos, esas cotas de iniquidad.
Algunos han explicado ese ensañamiento por una reacción psicológica a consecuencia del atentado. Según testigos, como el general Heinz Guderian, tras ese día su desconfianza casi enfermiza, habitual en él, se tornó en odio profundo. Además, pasó cada vez más de la aspereza a la crueldad, de la inclinación a engañar con falsas apariencias, a la falta de veracidad; a menudo decía mentiras, sin darse cuenta, y presuponía que los que le rodeaban querían engañarle continuamente.
Por orden suya, se comprobaban las medicinas y los alimentos que tomaba para ver si contenían veneno Los alimentos que le regalaban, como chocolate o caviar -que le gustaba mucho-, se destruían todos inmediatamente. Las medidas de seguridad, pese a que se incrementaron, no pudieron modificar en nada la profunda conmoción que le causó el hecho de que algunos de sus generales se hubiesen vuelto contra él. El trato con Hitler, que antes ya era bastante difícil, se convirtió progresivamente en un tormento. Su lenguaje fue haciéndose más violento, perdía a menudo el dominio de sí mismo y se dejaba llevar por sus impulsos.
Además de daños psicológicos, la bomba de Stauffenberg también le dejó secuelas físicas. Pese a la euforia del primer momento al ver que había podido escapar casi ileso del atentado, el paso de los días y los meses demostró que esa primera apreciación era precipitada. Dos semanas después, aún se filtraba sangre a través de las vendas de las heridas de la pierna. Sufría dolores fuertes, sobre todo en el oído derecho, y perdió audición. Se tuvo que recurrir a los servicios de dos médicos especialistas en garganta, nariz y oídos, los doctores Giesing y Von Eicken, pero no pudieron evitar que los tímpanos rotos siguieran sangrando durante varias semanas. Se llegó a pensar que del oído derecho no se recuperaría nunca. Las lesiones en el oído interno afectaron a su sentido del equilibrio, lo que le hacía desviar los ojos hacia la derecha y también inclinarse a la derecha al caminar. No podía permanecer de pie mucho tiempo, temía un ataque repentino de mareo y le preocupaba también no poder caminar erguido.
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