Al poco rato, se presentó Otto Skorzeny, el liberador de Mussolini de su prisión del Gran Sasso tras una brillante operación aerotransportada, y que estaba considerado por los Aliados como “el hombre más peligroso de Europa”. Ambos dejaron que el Ejército resolviese sus asuntos dentro de su propio cuartel. Quizás pensaron que era mejor permitir ese purificador primer baño de sangre antes de que los hombres de las SS irrumpiesen en el Bendlerblock para tomar el mando de la situación.
Albert Speer, el ministro de Armamento, llegó hasta esos dos hombres en un pequeño coche deportivo, acompañado por Remer, a quien Hitler debía el aplastamiento del golpe [22].
– Acabamos de estar con el doctor Goebbels. Venimos a detener el consejo de guerra convocado por el general Fromm.
– Nosotros no queremos mezclarnos en las cosas del Ejército dijeron casi al unísono Kaltenbrunner y Skorzeny-, además, seguramente todo ha terminado ya.
De todos modos, Speer avanzó en la penumbra, dirigiéndose con paso firme hacia la entrada del Bendlerblock. Un visiblemente nervioso Fromm recibió con incomodidad al ministro:
– El levantamiento ha sido aplastado. Acabo de impartir las órdenes necesarias a todos los cuerpos del área de los cuarteles generales… Durante horas me he visto privado de ejercer mi mando sobre el Ejército del Interior, incluso me encerraron en una habitación.
– ¿Y bien? -le interpeló Speer.
– En mi condición de autoridad designada, mi deber era celebrar de inmediato un consejo de guerra sumario a todos los implicados en la sublevación. El general Olbricht y mi jefe de personal, el coronel Stauffenberg, ya han sido ejecutados.
– Hubiera sido más conveniente para usted no haberlo hecho. Hitler le destituyó a las seis de la tarde, para sustituirle por Himmler. Desde ese momento carecía de cualquier autoridad para fusilarlos. La rapidez con la que los ha ajusticiado, Fromm, le deja en una posición sospechosa. Acompáñeme a mi Ministerio y pensaremos cómo puede salir de ésta.
Kaltenbrunner se acercó e intercambió un frío saludo con Fromm, mientras Skorzeny se mantenía alejado, por si debía actuar ante alguna maniobra desesperada de Fromm para escapar a su negro destino. Fromm declinó el ofrecimiento de Speer:
El general de las SS Ernst Kaltenbrunner participó en la represión de los implicados en el golpe.
– No, gracias. Tengo que llamar al Führer y ver al doctor Goebbels. Después me marcharé a casa a descansar, ha sido un día muy duro.
Es probable que en ese momento Fromm ya fuera consciente de que sus prisas por suprimir incómodos testigos no habían servido para nada. Había eliminado a los principales cabecillas del complot, pero ya no tendría tiempo de ajusticiar de forma sumaria a la segunda línea de implicados. En esos momentos, otros compañeros de Stauffenberg, como su propio hermano Berthold, Peter Yorck o Bernardis, permanecían arrestados, a la espera de correr la misma suerte que los que acababan de caer bajo las balas del pelotón de fusilamiento.
Sobre la una de la madrugada, Otto Skorzeny se decidió a entrar en el edificio del Bendlerblock, con una potente fuerza de miembros de las SS, que ocuparon todas las oficinas y montaron guardia en todas las salidas. Aunque los conjurados habían hecho lo posible por quemar los documentos comprometedores, no habían podido abrir la gran caja fuerte del despacho de Olbricht, que contenía información que resultaría especialmente suculenta para los sabuesos de la Gestapo.
Skorzeny, conduciéndose con corrección, se dirigió personalmente a los conspiradores arrestados. Les informó de que no serían juzgados sumariamente como sus compañeros. Registró personalmente a cada uno de ellos, y procedió a arrancarles las condecoraciones con las manos, arrojándolas en un casco de acero vuelto del revés.
De fondo, por un receptor de radio, se oía por primera vez desde el atentado la voz del Fürher, al que Fromm pretendía apelar en busca de un más que improbable gesto de perdón. Era la 1.30 de la madrugada.
-Deutsche Volksgenossen und Volksgenossinnen! [23]
Hitler, en tono que ya anunciaba la terrible venganza que se iba a abatir sobre los implicados en el complot, achacó el atentado a “una insignificante camarilla de oficiales ambiciosos, sin honor y de una criminalidad estúpida”. En su alocución explicó algunos detalles del atentado: “Una bomba colocada por el coronel conde Stauffenberg ha estallado a dos metros de mí, a mi derecha, y ha herido gravemente a varios de mis fieles colaboradores. Uno de ellos ha muerto. Yo estoy absolutamente indemne. Sólo he sufrido ligeras erosiones, contusiones y quemaduras”. Y señaló a la Providencia como su salvadora, confirmándose así que se le había confiado una importante misión, que debía seguir adelante [24].
Pero la frase más significativa fue: “Esta vez ajustaremos las cuentas como nosotros, los nacionalsocialistas, tenemos costumbre de hacerlo”. Era el anuncio de una venganza brutal e implacable, como pocas veces se ha dado en la historia.
Capítulo 16 La calma llega a París
La llamada telefónica de Stauffenberg al coronel Hans-Otfried Von Linstow, que dirigía en París las operaciones desde el Hotel Continental, para comunicar que la situación en la Bendlerstrasse era ya desesperada, cayó como un mazazo entre los participantes en el levantamiento. A pesar de que el futuro se presentaba bastante sombrío para ellos, optaron por esperar el regreso de Stülpnagel de la reunión con Von Kluge en el castillo de La Roche-Guyon.
Cerca de la medianoche, en el Hotel Rafael se celebraba con gran alboroto la detención de los miembros de las SS. El champagne corría entre los oficiales, ajenos al fracaso del levantamiento.
En ese momento entró Stülpnagel en el salón; se hizo entonces el silencio, a la espera de sus palabras. Stülpnagel se limitó a sonreír nerviosamente y a decir que Von Kluge no había resuelto nada aún, y que su respuesta se demoraría hasta las nueve de la mañana, así que la celebración podía continuar.
Hitler se dirige por radio al pueblo alemán en la madrugada del 21 de julio, desde un barracón de la Guarida del Lobo. El mensaje desactivó por completo el levantamiento en París.
Los oficiales siguieron bebiendo champagne despreocupadamente, hasta que la radio del vestíbulo, que hasta ese momento estaba emitiendo música, anunció que Hitler iba a hablar en breves minutos. Todos se acercaron al aparato, con los vasos en la mano. Cuando estaban arremolinados en torno a la radio, expectantes, se escucharon por el altavoz del aparato las mismas palabras que en ese momento retumbaban también en el patio del Bendlerblock:
– Deutsche Volksgenossen und Volksgenossinen!
A los oficiales que hasta ese momento estaban celebrando su victoria sobre los odiados jefes de las SS se les heló la sonrisa y es posible que a alguno se le cayese la copa de las manos. Hitler detalló los poderes que, ante la situación de emergencia que vivía el país, había dado al jefe máximo de las SS, Heinrich Himmler. Con toda seguridad, a todos les entró un sudor frío cuando escucharon al dictador proclamar amenazadoramente:
– Esta vez ajustaremos las cuentas como nosotros, los nacionalsocialistas, tenemos la costumbre de hacerlo.
Los oficiales reunidos en el Hotel Rafael comprendieron al momento que habían estado luchando en el bando equivocado. Stülpnagel y Von Hofacker fueron conscientes también de que la batalla en la que tantos esfuerzos habían vertido estaba ya totalmente perdida.
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