Hitler pasó a tener la presión arterial muy alta y a padecer malestar y mareos frecuentes. Los que le vieron en las semanas siguientes al atentado coincidían en que parecía viejo y enfermo. En el mes de agosto, el dictador le confesaría a Morell, su médico, que aquellas semanas transcurridas desde el atentado habían sido “las peores de su vida”, aunque tampoco habría que tomarlo al pie de la letra, ya que Hitler solía expresar afirmaciones de este tipo a menudo. Curiosamente, el temblor que tenía antes en su pierna había desaparecido con la explosión, pero a mediados de septiembre el temblor había vuelto.
Pero posiblemente, la secuela más grave del atentado, y más perjudicial para el futuro de los alemanes, fue el reforzamiento de su idea de que era el destino el que le guiaba. Estaba convencido de que la Providencia estaba de su parte; el haberse salvado suponía para él la garantía de que iba a cumplir, pese a todo, su misión histórica. Ese mesianismo le llevó a afirmar en una charla informal ante sus secretarias:
Esos criminales que querían acabar conmigo no tenían ni idea de lo que le habría sucedido al pueblo alemán. No conocen los planes de nuestros enemigos, quieren aniquilar a Alemania para que no vuelva a levantarse nunca. Si las potencias occidentales creen que pueden mantener a raya al bolchevismo sin Alemania se engañan. Yo procuraré que nadie pueda frenarme o eliminarme. Soy el único que conoce el peligro y el único que puede impedirlo.
Pero antes de centrar sus esfuerzos en vencer en los campos de batalla a los enemigos de Alemania, su atención estaba centrada en urdir su venganza contra sus enemigos personales, los que habían intentado apartarle violentamente del poder el 20 de julio. Y el primer acto de esa venganza estaba a punto de representarse, en forma a la vez de farsa y tragedia, en la sede del Tribunal del Pueblo, muy cerca de la céntrica Postdammer Platz berlinesa.
El Tribunal del Pueblo entró en funciones el 7 de agosto de 1944 para juzgar a ocho encausados por el complot del 20 de julio. Estos eran Witzleben, Stieff, Von Hase, Hagen, Bernardis, Klausing, Yorck y Hoepner. Ese caluroso día, a media mañana, los acusados fueron arrastrados por parejas de policías por la larga sala rectangular en donde se iba a desarrollar el juicio, adornada por los bustos de Hitler y de Federico el Grande, y tres grandes banderas con la esvástica. Debido al calor, las cinco ventanas altas de una de las paredes estaban completamente abiertas.
Freisler, envuelto en una voluminosa toga color burdeos, observó con una media sonrisa la entrada de esos ocho hombres que ofrecían un estado deplorable, en raídas ropas de paisano y sin afeitar. En la sala había ocho abogados de la “defensa” con togas negras. Unos doscientos espectadores, en su mayoría funcionarios, así como los periodistas escogidos por Goebbels, serían testigos de la farsa de juicio que estaba a punto de iniciarse.
Imagen de uno de los numerosos juicios contra los implicados en el golpe.
Esta corresponde a uno celebrado en septiembre de 1944.
Después de llegar al sitio que debían ocupar durante la sesión, cada acusado tenía que adelantarse para ser identificado, escoltado por sus dos policías. El mariscal Witzleben fue el primero; en cuanto oyó su nombre se levantó de su asiento y de forma mecánica esbozó un saludo con la mano derecha. Freisler no tardó ni un segundo en estrenarse en su misión de humillar a los acusados:
– ¿Qué derecho tiene usted, dada su situación, a usar el sagrado saludo de la causa que ha traicionado?
Witzleben, confuso, no supo responder nada. Los demás, conforme se fueron identificando, fueron recibiendo sendos comentarios vitriólicos del juez, destinados a minar su ya escasa moral.
El primero en ser interrogado por el juez fue Stieff. Su aspecto era penoso; sin corbata ni cinturón y el pelo echado hacia atrás pegado por el sudor. Su rostro denotaba el desgaste padecido por los largos interrogatorios; estaba demacrado y tenía los ojos hundidos y su nuez subía y bajaba nerviosamente. Las ardientes lámparas situadas en la sala para las cámaras cinematográficas, y que le enfocaban directamente, le forzaban a entornar los ojos.
Reseñar el inicio de su interrogatorio es suficiente para ilustrar hasta qué punto Freisler estaba dispuesto a satisfacer a Hitler, reduciendo a los acusados a carne picada:
– Supongo que no exagero -dijo Freisler- si afirmo que todo lo que dijo en principio a la policía era mentira. ¿Es así?
– Bueno, yo…
– ¿Sí o no? -rugió el juez-. ¡Responda a eso!
– No mencioné ciertas cuestiones… -admitió Stieff.
– ¿Sí o no? ¿Mintió o dijo la verdad? -Freisler hizo una pausa-. ¿Está despierto?
– Dije toda la verdad… posteriormente -contestó Stieff sin dar muestras de nerviosismo.
– ¡Le he preguntado si dijo toda la verdad durante el primer interrogatorio policial!
– En esa ocasión -acabó por admitir Stieff- no dije toda la verdad.
– Muy bien, entonces -sonrió Freisler triunfante-. Si usted, Stieff, tuviera algo de valor, me habría respondido directamente: “Les dije una sarta de mentiras”.
El diálogo entre juez y acusado siguió la misma dinámica, en la que Freisler aprovechó cualquier pequeña oportunidad para ridiculizar e insultar a Stieff. Freisler reprochó duramente a Stieff “no haber derribado de un puñetazo” al primer conspirador que le habló del complot. De todos modos, Stieff conseguiría mantenerse erguido y hasta cierto punto desafiante ante los cada vez más estentóreos bramidos del juez, que provocaron que el cámara tuviera que advertirle que estaba destrozando la banda sonora de la grabación.
Después de verter sobre Stieff todo tipo de groserías y sarcasmos, Freisler concluyó repentinamente, despidiendo al acusado como indigno de seguir siendo interrogado.
HUMILLADOS ANTE EL ESTRADO
El siguiente fue Hagen, que admitió haber entregado el explosivo a Stauffenberg, sufriendo también los crueles comentarios de Freisler, quien lo calificó de “imbécil”, preguntándose “cómo era posible que hubiera aprobado los exámenes de Derecho”.
El mariscal Witzleben ofrecería la imagen más patética. En todo momento debía sujetarse los pantalones, demasiado grandes, al no tener ni siquiera un botón. Además, le habían privado de su dentadura postiza. Su aspecto no recordaba en nada a aquella altiva y uniformada figura, cubierta de medallas y condecoraciones, que irrumpió en la Bendlerstrasse en la tarde del 20 de julio, recriminando a Stauffenberg la pésima dirección del golpe. Ahora, delante de Freisler, era un anciano desvalido, listo para ser insultado y degradado.
– ¿Por qué se tienta la ropa? ¿No tiene botones? ¿Ningún botón? -le espetó Freisler.
Witzleben se limitó a encogerse de hombros y mascullar un casi inaudible “yo…”. A partir de ahí, ante las aceradas preguntas del juez, el mariscal contestó sólo con monosílabos, lo que enfureció a Freisler. Esta provocación del acusado excitaría, más si cabe, la inquina del juez:
– Usted padecía de úlcera, ¿verdad? Y también de hemorroides… ¡Oh, pobre! ¿Estaba usted muy enfermo, ¿no?
– Sí -contestó Witzleben mientras se sujetaba con pantalones-.
– Así que estaba usted enfermo para comandar un ejército, pero no lo estaba para meter las narices en esa conspiración, ¿verdad?
Witzleben, consciente de que cualquier respuesta no haría otra cosa que empeorar las cosas, bajó los párpados. Freisler siguió golpeándole con un torrente de acusaciones hasta que el mariscal, sorprendentemente, reunió fuerzas para preguntarle:
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