El capitán llevó a Beck a un sillón. Allí, entre sollozos, Beck dirigió nuevamente la pistola a la sien, pero falló otra vez en su propósito. En esta oportunidad la bala sí que le rozó, por lo que comenzó a manar de su cabeza un fino reguero de sangre, pero el disparo no había sido mortal. Beck fue entonces conducido por un sargento a una habitación contigua y los presentes escucharon a los pocos segundos el tiro de gracia.
Todos los conjurados fueron conscientes de que su destino no iba a diferir mucho del que acababa de sufrir el “jefe del Estado”.
– Muy bien -dijo Fromm fríamente-. Si quieren poner algo por escrito, aún les quedan unos minutos.
Con ese gesto, Fromm daba a entender que el resultado de ese consejo de guerra estaba ya más que establecido.
– Sí -respondió Olbricht-, quisiera escribir algo.
El general Hoepner también señaló su deseo de escribir y Fromm invitó a ambos sentarse junto a una mesa redonda. Fromm abandonó el despacho junto a algunos oficiales para representar la farsa de que iban a deliberar, constituidos en un tribunal sumarísimo encargado de juzgar la insurrección.
Al cabo de unos minutos, que seguramente Fromm aprovechó para impartir las órdenes necesarias para organizar la inmediata ejecución de los implicados, éste regresó al despacho. Hoepner colocó su escrito sobre la mesa y Olbricht pidió un sobre y guardó en ella la carta, cerrándolo personalmente.
Ludwig Beck, quien debía haberse convertido en Jefe del Estado, optó por el suicidio, pero falló dos veces y tuvo que ser rematado.
Entonces, Fromm se dispuso a pronunciar la “sentencia”:
– En nombre del Führer, un consejo de guerra sumario convocado por mí ha llegado al siguiente veredicto: el coronel del Estado Mayor General Mertz von Quirnheim, el general Olbricht, el coronel… -hizo un gesto como si no recordase el nombre de Stauffenberg-, y el teniente Von Haeften son condenados a muerte.
– Hay una cosa que quiero decir en mi defensa -dijo sorprendentemente el general Hoepner, que no había sido incluido en el cuarteto de condenados a la pena máxima-. Yo no tuve nada que ver con todo esto.
– Asumo la responsabilidad de todo -dijo, en cambio, Stauffenberg-. Quienes están aquí han actuado como soldados y subordinados. Lo único que han hecho es cumplir órdenes. De ningún modo son culpables.
Fromm simuló no haber oído estas alegaciones. Se dirigió a uno de los oficiales leales, el teniente Schlee, señalando con el dedo a los cuatro que iban a ser fusilados:
– Este caballero, el coronel; el general con la Cruz de Caballero; este coronel del Estado Mayor General y su teniente. La sentencia del tribunal se cumplirá de inmediato en el patio, a tiro de fusil.
– Y escolte a este oficial -señaló a Hoepner- a la prisión militar de Lehrter Strasse -concluyó Fromm.
– ¡No, no soy un canalla! -protestó Hoepner, pese a haberse librado de la ejecución-, ¡no lo soy!
– Lléveselo ahora -ordenó Fromm.
Pasaban unos minutos de la medianoche cuando los cuatro condenados fueron conducidos al muro posterior del patio del mismo bloque de la Bendlerstrasse. Stauffenberg, que aún perdía sangre por la herida en el brazo, fue ayudado por dos hombres.
Cuando llegaron al patio, cuyo suelo estaba salpicado de ladrillos rotos y trozos de pizarra por el efecto de los bombardeos, quedaron deslumbrados por la tétrica luz de los faros de los vehículos del Batallón de Guardia, que habían sido colocados en semicírculo para iluminar el lugar de la ejecución; un montículo de arena extraído de una excavación en el patio.
Placa que recuerda hoy los cuatro ejecutados en el patio del Bendlerblock: Olbricht, von Quirnheim, Von Stauffenberg y Von Haeften, además del general Beck.
– ¡De prisa! -dijo alguien-, acaba de sonar la alarma de un ataque aéreo.
Los pusieron a todos en un costado; serían fusilados de uno en uno. Dos suboficiales adelantaron a Olbricht unos metros hasta situarlo ante el pelotón de ejecución. Este, deslumbrado totalmente por los faros de los vehículos, entornó los ojos para distinguir a sus verdugos.
En el patio resonó una orden y los soldados dispararon sobre Olbricht, que fue impulsado hacia atrás, quedando apoyado su cuerpo contra el montón de arena. A continuación, los dos suboficiales buscaron a Stauffenberg y lo condujeron al mismo punto, sin llegar a tocarle, quizás por consideración hacia su sangrante herida.
Stauffenberg ya estaba delante del pelotón y unos instantes antes de que le disparasen gritó con todas sus fuerzas:
– ¡Viva la sagrada Alemania! [21]Justo en el momento en el que los soldados apretaban los gatillos, su fiel Haeften se arrojó ante Stauffenberg en un gesto instintivo para interceptar el camino de las balas. Ambos cayeron a la vez bajo el fuego del pelotón.
Mertz Von Quirheim fue el cuarto y último en verse deslumbrado por los focos de los coches antes de seguir el mortal destino de sus compañeros. Cuatro tiros de gracia certificaron el cumplimiento de la condena. Pasaban veintiún minutos de las doce de la medianoche. Todo había terminado.
Capítulo 15 La voz del Führer
Cuatro de los principales implicados en el golpe, Olbricht, Von Quirnheim, Haeften y el propio Stauffenberg, además del frustrado suicida Beck, ya habían pagado con la vida su intento de derrocar el criminal régimen nazi. Sus cadáveres fueron a parar al cementerio de Mattäikirche, cargados en un camión conducido por un sargento.
El sargento encontró cerrada la puerta del cementerio. Fue a casa del sacristán, lo despertó y le dijo:
– Cinco cadáveres. Me han ordenado oficialmente que los entierre aquí. No se mencionarán nombres y nadie debe saber dónde está la fosa.
Al poco rato, el sargento, un soldado y tres policías locales estaban cavando un agujero en el suelo del cementerio, a la luz de las linternas. Después, los cadáveres fueron arrojados a la fosa y la sepultura fue tapada a toda prisa. El camión regresó a la Bendlerstrasse.
Sólo dos horas más tarde, llegó al cementerio el general de las SS Rolf Stundt con la orden de desenterrar los cadáveres. El sacristán abrió la puerta del camposanto y los soldados que acompañaban a Stundt comenzaron la exhumación de los cuerpos. Con las primeras luces del alba, tomaron fotografías con flash de cada uno de ellos y después fueron enviados a un crematorio. Himmler había ordenado que los cuerpos de los traidores fueran quemados y sus cenizas esparcidas.
Ese fue el triste destino que tuvieron los cinco conjurados víctimas del general Fromm y su intento desesperado por desligarse del complot. Lo que no podían imaginar los que se libraron de esa primera ola de castigo es que acabarían envidiando la suerte de sus compañeros.
Pero retrocedamos al momento en el que los cadáveres de los cuatro fusilados en el patio del Bendlerblock se encontraban derrumbados, como muñecos rotos, sobre el montón de arena. De inmediato fueron arrastrados a un lado. Sobre ellos arrojaron el cuerpo también sin vida del suicida Beck. El general Fromm, encaramado a un camión, arengó brevemente a los soldados, concluyendo con tres atronadores Sieg Heil.
Mientras, a la vuelta de la esquina, el jefe de la Gestapo, Ernst Kaltenbrunner, charlaba con sus subordinados bajo los árboles. Su misión era detener a los participantes en la conjura, pero, inexplicablemente, permaneció imperturbable mientras se oían los disparos de los fusilamientos.
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