Jesús Hernández - Operación Valkiria

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Año 1943. El coronel Claus Schenk von Stauffenberg acababa de ser trasladado a Berlín bajo las órdenes del general Friedrich Olbricht, miembro de un comité de resistencia que empieza a maquinar un plan para dar muerte a Hitler.
Olbricht ya tiene entrelazados a más de 200 implicados en distintos estratos de la sociedad alemana e incluso de la sección de inteligencia y contraespionaje. El objetivo es eliminar a Hitler, Goering y Himmler, neutralizar a las SS e instalar un gobierno provisional que intentaría hacer las paces con occidente y detener la guerra. Von Stauffenberg, a pesar de sus lesiones de guerra (ha perdido un ojo y varios dedos de la mano), quiere realizar el atentado. Los conspiradores dudan. ¿Tendrá capacidad para activar la bomba? Finalmente aceptan porque entienden que su invalidez es la coartada perfecta y que no levantará sospechas. El coronel Von Stauffenberg intenta varias veces cumplir su misión, pero no consigue nunca encontrar juntos a los que deben morir. Finalmente, el 20 de julio de 1944 se da la ocasión perfecta. El alto mando se reúne en el cuartel general de Hitler, ubicado cerca de Rastenburg. Von Stauffenberg
porta un maletín con un explosivo inglés de 1 kg que se activa mediante un detonador químico absolutamente silencioso. Todo es perfecto. Se sienta junto al líder nazi. Solo queda esperar el momento…

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El general Olbricht, con gesto apesadumbrado, se dirigió a los oficiales:

– Caballeros, durante largo tiempo hemos observado el desarrollo de la situación militar con gran ansiedad. Nos encaminamos indudablemente hacia una catástrofe. Ha sido necesario tomar medidas… y dichas medidas se están llevando a cabo en este momento. Solicito su apoyo. Eso es todo.

Estas palabras ya no dejaban lugar a dudas:

– ¡Estamos ante un alzamiento! -exclamó el coronel Herner. Los oficiales, apartando momentáneamente su atención de Olbricht, comenzaron a hablar entre ellos. Todos coincidían en que, ante la evidencia de que estaban inmersos en una conspiración, lo que debían hacer era desvincularse rápidamente de ella si no querían correr la misma suerte de los sublevados.

La mejor manera de apartarse del complot era actuar decididamente contra él. El grito de guerra lo dio uno de los oficiales:

– ¡El juramento! ¡Están contra el Führer! Los oficiales leales al gobierno exigieron a Olbricht poder hablar con Fromm, y Olbricht les dijo que estaba recluido en su apartamento. Un grupo salió del despacho y se dirigió rápidamente a liberarlo; blandiendo sus armas, iban preguntando a todos los que se cruzaban con ellos:

– ¿Con el Führer o contra el Führer? Obviamente, todas las respuestas eran afirmativas y el grupo de fieles a Hitler fue creciendo por momentos. Cuando llegaron al apartamento de Fromm, la guardia que estaba encargada de su vigilancia ya se había esfumado y Fromm fue liberado.

Mientras tanto, Olbricht intentaba todavía convencer a los oficiales que el Führer al que permanecían leales ya no vivía:

– Se ha recibido un informe de la muerte de Hitler -explicó el general-. Pero también hay noticias en sentido contrario -acabó por admitir Olbricht, tras una pausa-, la situación es enormemente compleja.

Olbricht no tuvo éxito en su empeño en sembrar la duda entre sus interlocutores y fue detenido sin que opusiese resistencia.

Una secretaria que se dirigía al despacho de Olbricht vio como apuntaban al general. Se detuvo y dio la voz de alarma:

– ¡Problemas! ¡Apuntan a Olbricht! Los gritos atrajeron a algunos oficiales favorables a los conjurados, entre ellos Stauffenberg. Acudieron corriendo, pero se detuvieron en seco al escuchar disparos procedentes del despacho. Los oficiales leales al gobierno les estaban tiroteando, en medio de una confusión terrible.

– ¡Debajo de la mesa! -gritó alguien a las secretarias, que se hallaban en la línea de fuego.

Stauffenberg resultó herido en el brazo, pero aun así pudo amartillar la pistola y disparar.

El coronel retrocedió corriendo y subió al piso superior, hacia el despacho de Fromm, en donde se encontraba el “jefe de Estado” Beck y su amigo Ali Von Quirnheim, además del general Hoepner. Stauffenberg había ido dejando tras de sí un rastro de sangre.

Desde el despacho de Fromm, el coronel que había sido el alma del levantamiento telefoneó una vez más, la última, en este caso al coronel Von Linstow, que se había sumado al golpe en París:

– Todo se ha perdido, todo ha terminado -lamentó Stauffenberg-. Yo mismo he recibido una bala en el brazo.

Luego, Von Linstow oyó a través del auricular ruido de lucha y disparos. Finalmente volvió a escuchar la voz de Stauffenberg, sin aliento, entrecortada:

– ¿Me oye? Mis asesinos están ahí fuera, en el pasillo… Después se hizo el silencio. El propio Stauffenberg u otro había colgado el teléfono. Como veremos después en detalle, el general Stülpnagel, jefe de la conjura en París, al conocer el dramático fracaso de la sublevación en Berlín por boca de Von Linstow, se vería obligado a interrumpir la marcha de la misma en su circunscripción.

El general Fromm formó un consejo de guerra sumarísimo y ordenó el fusilamiento - фото 68

El general Fromm formó un consejo de guerra sumarísimo y ordenó el fusilamiento de los principales implicados la misma noche del 20 de julio.

FROMM TOMA EL CONTROL

Fue en ese momento cuando el general Fromm, flanqueado por oficiales fieles al gobierno y ansioso de revancha, se presentó en la puerta del despacho del que había sido desalojado unas horas antes. Ahora el corpulento Fromm tenía ante sí a los golpistas, pero en una actitud muy diferente a la que mostraban en el momento de su arresto. Estaban abatidos, conscientes de que habían luchado por una causa perdida.

– Bien, caballeros -proclamó ampulosamente Fromm-. Ahora les haré yo a ustedes lo que esta tarde me hicieron ustedes a mí. Depongan inmediatamente las armas.

No obstante, la afirmación de Fromm no se correspondería con la realidad. Los conjurados se habían limitado esa tarde a destituirle y a encerrarle en su apartamento, proporcionándole un tentempié y algo de vino. Quizás, en un primer instante, la intención de Fromm era recluirlos a la espera de poder ser entregados a las autoridades militares correspondientes, pero es muy probable que enseguida se diese cuenta de que en ese caso los conjurados no tardarían en implicarle en el complot. Aunque Fromm no había participado en él, tenía conocimiento de su existencia y siempre había mantenido una ambigüedad que no le iba a ayudar ahora a mostrarse totalmente ajeno a la conspiración.

– Han sido atrapados en un acto de traición -prosiguió Fromm-. Serán inmediatamente juzgados por un consejo de guerra que ahora convoco.

A Fromm no le quedaba otra opción que garantizarse el silencio eterno de aquellos hombres. Es probable que los sublevados comprendiesen de inmediato el dilema al que se enfrentaba Fromm y, por lo tanto, lo que significaba en realidad ese “consejo de guerra”.

– ¡Abajo las armas! -ladró Fromm-. ¡Se lo digo por segunda vez!

Stauffenberg accedió a entregar su pistola, pero Beck repuso:

– No le permito que me dé una orden a mí, que he sido su superior. Sacaré la conclusión que crea oportuna de esta desgraciada situación…

Fromm, intemperante, añadió:

– Muy bien, haga usted después lo que le parezca. Pero ahora cumpla lo que le ordeno.

– Le ruego que me permita conservar mi pistola para fines personales -suplicó Beck-. Espero que no privará a un viejo camarada de un antiguo privilegio.

Todos los presentes comprendieron al momento lo que esa petición suponía. Beck quería ser él mismo el que pusiera fin a su vida. Fromm, incómodo, accedió con un gesto:

– Bien, pero mantenga la pistola apuntada hacia sí mismo. Beck intentó diferir patéticamente el momento de dispararse en la cabeza:

– En un momento como éste recuerdo los viejos tiempos, cuando… Fromm le interrumpió:

– No nos interesa oír eso ahora. Le ruego que deje de hablar y haga lo que tenga que hacer ¡Vamos! ¡Dese prisa!

Era lógico que Fromm acuciase a Beck para que se disparase. Sabía que si las SS irrumpían en el edificio, se harían cargo de los prisioneros y no les costaría arrancar de ellos una confesión en la que él aparecería de un modo u otro involucrado en el golpe. Sus prisioneros debían estar muertos antes de que eso sucediese.

Beck, tras dirigir una mirada desesperada a todos los presentes, condujo lentamente la pistola hacia la sien izquierda y apretó el gatillo. Sonó la detonación, pero el general no se desplomó. En el último instante había dirigido el cañón hacia arriba, por lo que la bala ni tan siquiera le rozó.

– ¿No lo he hecho bien? -preguntó el suicida con voz trémula.

Fromm se dirigió entonces a un capitán:

– ¡Ayude al viejo! -gritó-. Quítenle la pistola.

– ¡No! -exclamó Beck-, por favor, permítame intentarlo de nuevo. Esta vez no fallaré.

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