Louis Claude Fillion - Vida de Jesucristo

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Esta obra de Fillion está considerada una de las mejores biografías de Jesucristo. Ofrece una visión serena y atractiva de la figura de Jesús, descrita con rigor científico y expuesta desde la fe de un gran exégeta, profesor de Sagrada Escritura y consultor de la Pontificia Comisión Bíblica de Roma. Publicada por primera vez en 1922, ha alcanzado numerosas ediciones tanto en castellano como en otros idiomas y sigue despertando interés en nuestros días.
En esta nueva edición, Rialp reúne los tres volúmenes con un índice unificado, a la vista de su enorme valor exegético, histórico, teológico y patrístico.

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La superficie total de Palestina, incluyendo los distritos transjordánicos, apenas pasa de 25.000 kilómetros cuadrados. La población actual es difícil de evaluar con certeza, por falta de censos fidedignos en el Imperio turco.

Si Palestina no es más que un exiguo país cuando se la considera como patrimonio y morada del pueblo de Dios, la porción de la provincia que fue teatro directo de la historia del Salvador aún queda reducida a proporciones mucho más pequeñas. En suma, si dejamos a un lado las dos ciudades en que tuvo lugar el nacimiento y la vida oculta del Salvador, Belén, Nazaret, y prescindimos también de algunos viajes que emprendió Jesús en dirección del Noroeste, hacia Tiro y Sidón, y del Norte, hacia Cesarea de Filipo, el ministerio de Cristo se centraliza en dos sitios muy distintos, bastante alejados uno de otro: al Norte, Cafarnaún y sus alrededores; al Sur, Jesusalén.

Echando una ojeada sobre el mapa que represente la parte de Asia bañada por el Mediterráneo, notamos, entre la bahía de Isso, situada al Sudeste de la península del Asia Menor y el golfo que se extiende al Norte de la península del Sinaí, a la entrada de Egipto, una larga cadena de montañas, que une el monte Amano con la Arabia Petrea. Esta banda de tierra, seis o siete veces más larga que ancha, forma una especie de istmo entre el mar y el desierto siro-árabe.

Coloquémonos hacia el centro de este istmo, en la vasta planicie de Celesiria. Allí tienen su origen cuatro ríos, célebres en otro tiempo, que se alejan unos de otros tomando cuatro direcciones distintas. El Oronte va derechamente al Norte, y desemboca en el Mediterráneo, después de haber atravesado la ciudad de Antioquía; el Barada se dirige hacia el Este, pasa por Damasco y va a perderse en el fondo del desierto; el Leontés, ya mencionado, se lanza primero en dirección del Sur, como torrente furioso, y toma en seguida bruscamente la del Oeste, para ir a desembocar en el Mediterráneo, un poco más arriba de Tiro; en fin, el Jordán, que constantemente corre en dirección del Sur, termina en el mar Muerto, después de haber recorrido la Palestina en toda su longitud. El Oronte era el río de la Siria del Norte; el Barada, el de la Siria damascena; el Leontés, el de la Fenicia; el Jordán ha quedado como el río por excelencia de la Tierra Santa, a la que ha contribuido a dar un aspecto particular.

Formando parte del istmo que une la cadena del Tauro con el macizo del Sinaí, Tierra Santa es por eso mismo, en su conjunto, no sólo un país montañoso, sino un verdadero bloque de montañas. Al Sur de la Celesiria, u Hondonada de Siria[4], el Líbano —el Lebanon o monte »Blanco» de los hebreos— y el Anti-Líbano van bajando gradualmente conforme se acercan a Palestina, cuyo territorio invaden casi por completo con sus contrafuertes y ramificaciones. Sin embargo, a la altura de Damasco, el Anti-Líbano se yergue de repente, para formar el Gran Hermón, que es un poco menos elevado, aunque casi tan grandioso como el Líbano[5]. Su cumbre, que se divisa desde lejos, está, como la del Líbano, casi siempre cubierta de nieve.

Al Oeste del Jordán, en la porción de Palestina que más nos interesa en la vida del Salvador, el bloque montañoso toma con frecuencia una forma de género especial. Se la ha comparado a un miriápodo gigantesco, en cuyo dorso figuraría la arista central, en tanto que sus patas, extendidas a cada lado, representarían con los intersticios que las separan, las aristas y valles laterales, que, descendiendo por el Oeste en pendientes moderadas, acaban al borde del Mediterráneo, mientras que, por el Este, descienden más rápidamente al lecho del Jordán[6]. La comparación no deja de ser exacta, pues tanto del lado del mar como de la parte del Jordán, el suelo se eleva gradualmente hasta llegar a la altitud media de quinientos a seiscientos metros, y de ochocientos en la parte meridional. De todas partes, de la Arabia Petrea por el Sur, del Mediterráneo por el Oeste, del valle del Jordán por el Este y de la planicie de Esdrelón por el Norte, es menester subir para ganar la meseta central, donde fueron construidas las ciudades de Hebrón, Belén, Jerusalén, Betel, Samaria y otras.

Siempre por esta misma parte occidental se distinguen en las montañas que forman el esqueleto del país tres macizos particulares, de composición principalmente calcáreo-cretácea. El del Norte, el macizo de Galilea, es el de mayor relieve; se extiende desde el Nahr-el-Kasimiyeh hasta la llanura de Esdrelón. El macizo de Samaria —«los montes de Efraim», como los llamaban los hebreos[7]— y el macizo de Judea, o las «montañas de Judá»[8], sólo están separados entre sí por una línea imaginaria, que servía de límite a las dos provincias. El segundo es notable por el carácter más compacto de sus montañas, mientras el primero se hiende con bastante frecuencia, para formar valles regados por arroyuelos. En cuanto a los montes de Galilea están mucho más espaciados y su as pecto recordaría el de varias de nuestras regiones, si aquéllos fueran más frondosos y estuvieran más habitados.

Al lado oriental del Jordán las montañas que se alzan en pendientes rápidas y escarpadas sobre el lado de Tiberíades y el valle encajonado del río forman, al juntar sus vértices, amplia meseta, de altura media de 800 metros, con cimas dispersas y aisladas. Inmensos campos de arena volcánica y vastas extensiones pedregosas alternan con tierras de pan llevar y abundosos pastos.

Si, como se ve, las montañas ocupan una parte considerable en la configuración física de la Palestina, también tienen importancia en la vida de Cristo. Sus ojos reposaron con frecuencia sobre ellas; y sus pies divinos por ellas subieron muchas veces. Así, los evangelistas se complacen en mostrárnosle, ya sobre la «alta montaña» de la tentación[9], ya sobre la que le sirvió de admirable pedestal para el mayor de sus discursos[10], ya sobre aquella otra de su oración íntima y solitaria[11], ya sobre el monte de la Transfiguración[12], ya sobre la montaña de Galilea, donde Jesús se apareció a numerosos discípulos entre su resurrección y su ascensión[13], ya, en fin, en el monte de los Olivos, de cuya cumbre se elevó majestuosamente para volver al Cielo[14].

Pero descendamos de la cresta central que domina todo el país situado al Oeste del Jordán y que señala la línea divisoria de las aguas. A orillas del Mediterráneo nos hallamos con lo que suele llamarse llanura marítima. La playa, cuya orla de arena blanquecina y roja contrasta con el azul oscuro de las aguas, es en general bastante monótona. Forma una línea casi recta de Sur a Norte, doblándose, sin embargo, sensiblemente hacia el Este, en su parte superior. Hasta el promontorio del Carmelo, que está como a medio camino, no se encuentra ningún golfo, ningún abrigo seguro para los navíos. En la región del Sur el puerto principal, Jaffa, es casi inaccesible a causa de las rocas que obstruyen gran parte de su entrada. Al Norte del Carmelo se extiende la graciosa bahía de San Juan de Acre; después, subiendo aún más al Norte, en la costa fenicia, se nota la presencia de ensenadas y de puertos más hospitalarios, que infundieron a los habitantes de Tiro y Sidón y sus contornos, hace ya millares de años, aquellos gustos marítimos y comerciales que tanta gloria y tanta riqueza les procuraron.

Donde la llanura que se extiende a lo largo del Mediterráneo alcanza sus mayores dimensiones es en su parte meridional. En el antiguo territorio de los filisteos, entre Gaza y Jaffa, llevaba en otro tiempo el nombre de Sefeláh, que quiere decir país «bajo», por contraste con las montañas de Judea, que la dominan al Este. Entre Jaffa y Cesarea se llamaba la llanura de Sarón. Su anchura disminuye a medida que avanza hacia el Norte. Enfrente, y al Sur de Jaffa, es de unos veinte kilómetros; de trece solamente cerca de Cesarea. No es una llanura del todo continua. Se eleva poco a poco hacia el Este, hasta alcanzar la altura de sesenta metros cuando llega al pie de la montaña. Está además sembrada de altozanos.

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