Al lado de vegetales útiles o simplemente agradables, Tierra Santa los produce también nocivos, entre los cuales hay un número extraordinario de plantas espinosas. Abundan en tal forma, que el texto hebreo de la Biblia emplea para designarlas hasta veintisiete expresiones diferentes. Si no se las persigue encarnizadamente, pronto invaden los campos y ahogan la buena semilla.
La fauna palestina no ha debido de modificarse mucho desde la época del Salvador. No nos ocuparemos aquí de ella sino en cuanto guarda relación con la historia evangélica. Entre los animales domésticos, el ganado mayor no parece ser en la actualidad muy abundante en el país. En cambio, se ven por todas partes en los campos rebaños de ovejas y cabras. Las ovejas son de ordinario blancas; la mayoría de las cabras son negras. El camello ya no se ve entre los judíos. Solamente en Jordania o entre los beduinos del desierto. Algunas veces le enganchan —en pareja asaz chocante— con el asno, que si no tiene en Palestina la elegante apostura de su congénere de Egipto, aventaja por su aspecto exterior al asno de nuestros países. Es la cabalgadura familiar del país. Más de una vez ocurre pensar en la Sagrada Familia, cuando alguna vez se ve a un hombre del pueblo caminando a pie, apoyado en un bastón y llevando de la brida a un asno, sobre el que se sienta una joven con un niño en sus brazos.
En la Tierra Santa vive gran número de cuadrúpedos salvajes. Los principales son: el perro, el lobo, el chacal, la zorra, la hiena y el leopardo, que vagan por parajes desiertos y cuyos ladridos y aullidos resuenan durante toda la noche. Desde hace ya tiempo desapareció del país el león; pero todavía en las montañas del Líbano y Anti-Líbano habita el oso pardo de Siria.
Las aves mencionadas por los evangelistas, como en general por los escritores sagrados, son las que se ven con más frecuencia en el país de Jesús. Hay pájaros de toda especie, que viven en los campos y en las espesuras. Se encuentran pichones y palomas, gallos y gallinas, cuervos, «que no siembran ni siegan, que no tienen despensa ni granero»[28], pero que son azote de los agricultores. Hay también un ejército abigarrado y terrible de aves de rapiña, que acuden, como está escrito en el Evangelio[29], dondequiera que se encuentra un cadáver.
Los judíos fueron siempre muy aficionados al pescado, y aún hoy preciso es que sean muy pobres para privarse de este manjar en la comida principal del sábado. Desde este punto de vista, los compatriotas del Salvador pueden considerarse afortunados en Palestina, donde el Jordán, y sobre todo el lago Tiberíades, abundan en peces de todas clases. Tampoco son raros los reptiles venenosos en este cálido país. Tienen por refugio los zarzales espinosos, las hendiduras de las rocas, los montones de piedras y los agujeros de los paredones.
En fin, abundan igualmente en esta región los insectos, tanto los útiles como los nocivos. La abeja vive por lo común en estado silvestre; pero los campesinos se apoderan hábilmente de su miel áspera y perfumada. La langosta hace de vez en cuando terribles incursiones en el país, talando en pocas horas todo lo verde. Los escorpiones, cuya picadura es a veces mortal, son tan numerosos que en la época de los calores casi no se puede levantar piedra sin encontrar alguno. La polilla se multiplica asimismo rápidamente en esta región cálida, y si no se tiene cuidado deteriora en poco tiempo las más bellas telas y las más hermosas pieles[30].
No insistiremos más en estos diversos pormenores. Los que hemos apuntado darán al lector suficiente idea de la Palestina para que pueda acompañar al Divino Maestro en sus correrías apostólicas. Por lo demás, los completaremos a medida que la ocasión se nos presente.
III. LAS CUATRO PROVINCIAS Y LAS POBLACIONES PRINCIPALES DE PALESTINA EN TIEMPO DE NUESTRO SEÑOR
En la época que intentamos describir, a la división de la Tierra Santa en doce tribus había sucedido hacía tiempo otra división administrativa. El país estaba dividido entonces en cuatro provincias, de las cuales tres estaban situadas al lado de acá del Jordán, y una sola al otro lado. Las tres primeras eran: Judea, al Sur, Samaria, en el centro, y Galilea, al Norte. La cuarta se llamaba Perea. Los Evangelios nos muestran al Salvador recorriendo ya una, ya otra de estas cuatro regiones. Sin embargo, fueron breves y transitorias sus relaciones con Samaria y Perea, donde sólo hizo fugaces estancias. En cambio, en Judea y en Galilea, sobre todo en esta última, le veremos ejercer su ministerio público y conquistar la mayoría y los más fieles de sus partidarios.
1. De estas cuatro provincias, la Judea representaba entonces, sin género de duda, el papel más importante, puesto que para los judíos era el centro religioso, el centro político y, hasta cierto punto, el centro intelectual de Palestina. Allí habían tenido lugar, en el curso de los tiempos, muchos de los más notables sucesos de la historia israelita. Allí radicaba Jerusalén con su glorioso Templo, con el sanedrín, con los jefes de las grandes academias rabínicas y los miembros más influyentes de la raza sacerdotal y de la secta farisaica. Judea era por excelencia, según se complacían en decir los rabinos, el país de la Schekinah, es decir, de la divina presencia. Tenía razón ciertamente el geógrafo romano Estrabón al afirmar[31] que nadie habría soñado en emprender la guerra únicamente por apoderarse de este país, cuya riqueza material era tan escasa. Pero los habitantes de Judea se enorgullecían, con razón, de poseer tesoros mucho más preciosos que los bienes puramente terrenales. Lo que expresaba el Talmud diciendo[32]: «Quien desee adquirir la ciencia vaya hacia el Sur (de Palestina); quien quiera ganar riquezas vaya hacia el Norte (la Galilea).» De hecho, los habitantes de la Judea eran mucho más versados que los otros judíos en la ciencia religiosa y no dejaban de envanecerse de ello.
En la época del Salvador el territorio de esta provincia correspondía, poco más o menos, al del reino de la Judea antes del destierro. Sus límites eran: al Sur, el desierto de la Arabia Pérsica; al Oeste, el Mediterráneo; al Este, el Jordán y el mar Muerto; al Norte, la Samaria. El Talmud la divide en tres distritos: las montañas —la «Montaña real», según su enfático lenguaje—, la llanura (marítima) y el valle (del Jordán).
El viajero que hubiera seguido la costa del Mediterráneo del Sur al Norte, durante el período a que se refiere este estudio, habría encontrado en ella las ciudades siguientes: Gaza y Ascalón, dos ciudades célebres de los filisteos, y que fueron por lo mismo objeto de grande aversión para los judíos; Jamnia, llamada en otro tiempo Jebneel[33] o Jabnia[34], que, después de la destrucción de Jerusalén, fue durante algún tiempo residencia del sanedrín y centro de la enseñanza rabínica; más al norte, y a bastante distancia de la costa, Lydda, la antigua Lod, plaza entonces muy comercial, y situada a una jornada de camino de Jerusalén. Volviendo a orillas del mar, se encontraba el puerto de Jaffa, donde el profeta Jonás se embarcara en otro tiempo[35]; después, tierra adentro, al Nordeste, Antípatris, que formaba, según los talmudistas, el límite septentrional de Judea en esta dirección.
En la montaña llamada real, a la que el Talmud, con la exageración que acostumbra, atribuye proporciones casi gigantescas, habrían existido desde el siglo que precedió a la Era Cristiana «sesenta miríadas de ciudades», conteniendo cada una de estas ciudades «un número de almas igual al de los hebreos cuando salieron de Egipto»[36]. A esta extraña aserción respondía irónicamente cierto rabino: «Yo he visto esta región y apenas he hallado sitio para sesenta miríadas de cañas.» Pero al menos había en el macizo montañoso de Judea poblaciones importantes. Además de Jerusalén, que merece descripción aparte, se hallaba, al Sur, Hebrón, que existía ya en tiempo de Abraham, y que se honra todavía con poseer su sepulcro[37]; más al Norte, Belén, la ciudad de David y, sobre todo, lugar de nacimiento del Mesías; más al Norte todavía, después de haber pasado Jerusalén, se encontraba Betel, donde Jacob tuvo su visión profética, y Silo, donde residió el arca largos años. Al Nordeste de Jerusalén estaba la Nicópolis de los romanos, que una tradición antigua identifica con la Emaús del Evangelio. En fin, en el valle del Jordán, a unos veinticinco kilómetros de la capital, se levantaba Jericó, milagrosamente conquistada por Josué, y considerada, con mucha razón, como la llave de Palestina por el lado del Oriente; por eso los macabeos y los romanos la fortificaban sucesivamente, mientras que Herodes el Grande se complació en embellecerla.
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