Todavía más al Norte la llanura marítima se estrecha notablemente. Después de haber pasado el promontorio del Carmelo, que avanza hasta el borde de las olas, se ensancha de nuevo entre Haifa y San Juan de Acre, en el sitio en que desemboca el gran valle del Esdrelón, que viene del Este. Cerca de las Escalas de Tiro está cerrada completamente por un promontorio rocoso, que es preciso atravesar, subiendo por una escalera toscamente tallada en la roca. Allí comenzaba en otro tiempo la Fenicia. La llanura vuelve a comenzar al Norte de Tiro, conservando aproximadamente el mismo carácter que en su sección meridional; es decir, que está compuesta de una franja de arena y de un terreno a propósito para el cultivo, que llega suavemente hasta el pie de las montañas.
Acabamos de explorar rápidamente tres de las zonas longitudinales de que se compone la Palestina: la región montañosa del Este, la del Oeste y la llanura a orillas del mar. La cuarta está formada por el valle del Jordán, que, atravesando el país de Norte a Sur, es en cierto modo su arteria. El río corre paralelamente a las dos cadenas de montañas enhiestas a derecha e izquierda. Es único en el mundo, pues ofrece el fenómeno extraordinario de que su fuente principal, al pie del Gran Hermón, está a 563 metros sobre el nivel del mar, mientras que, al desembocar en el mar Muerto, tiene 392 por bajo del mismo nivel. Lo cual da una diferencia de casi 1.000 metros entre su origen y su desembocadura, para salvar una distancia relativamente corta, de menos de 150 kilómetros, a vuelo de pájaro. Pero esta distancia se alarga de tal manera por infinitos meandros, sobre todo después que el río sale del lago de Tiberíades, que, si bien entre este lago y el mar Muerto no hay más que 100 kilómetros en línea recta, el Jordán, por sus caprichosos rodeos, recorre más de 300. Se comprende con lo dicho la rapidez con que se precipita en la enorme hendidura que le sirve de lecho. Su nombre[15] significa precisamente «el que desciende».
A lo largo de su curso forma tres lagos de diferentes dimensiones: al Norte, el llamado en otro tiempo Merón, y que los árabes designan hoy con el nombre de Huléh; más abajo, el célebre de Tiberíades, o mar de Galilea, admirable balsa de agua, célebre en la vida pública de Jesús, y que describiremos más adelante; al Sur se halla el mar Muerto, donde el río desaparece. En su orilla izquierda recibe dos afluentes principales: el Hieromax o Yarmuk, a su salida del gran lago de Galilea, y el Jaboc o Nahr-ez-Zerka. Después de las lluvias del invierno y en la primavera, cuando comienzan a derretirse las nieves del Hermón, se desborda habitualmente, pero sin causar daño, a causa de la forma de su lecho en su parte más meridional. Como hemos dicho, corre por un verdadero valle, de trece a veinte kilómetros de ancho, con terrazas escalonadas a sus lados, que poco a poco han formado las aguas, cavando el suelo y arrastrando las tierras. Los árabes le han dado el nombre de Ghor (grieta o hendidura). El lecho del río, propiamente hablando, apenas si tiene veinte metros de ancho. Al borde de sus márgenes crece densísima espesura, formada de tamarindos, álamos y otros árboles. En tiempo ordinario se le puede atravesar por varios vados, de los cuales hay dos enfrente de Jericó.
Por estos pormenores se comprende cuán grande es la importancia geográfica del Jordán para la Tierra Santa. Su inmensa fosa la divide en dos partes bien distintas, que se llaman Palestina cisjordánica, al Oeste[16], y Palestina transjordánica[17], al Este. Por otra parte, la fertilísima llanura de Esdrelón o de Jezrael, que arriba mencionamos, y que se extiende, en forma de triángulo, entre la cadena del Carmelo, los montes de Samaria, las colinas meridionales de la Galilea y el Tabor, corta la región de Este a Oeste en casi toda la anchura de la Palestina cisjordánica. Pero esta cortadura no tiene comparación con la que forma el valle del Jordán: en realidad une más que separa.
El aspecto físico de Palestina es sumamente variado, sobre todo teniendo en cuenta su pequeñez. Tanto, que ninguna otra región del globo terrestre presenta agrupados en esta forma igual número de fenómenos y contrastes sorprendentes: la zona alpestre del Líbano y del Hermón confinando con la zona tropical del bajo Jordán; la zona marítima, tan semejante a la del desierto. En menos de cuarenta y ocho horas se pueden visitar las cuatro sin dificultad.
Los relatos evangélicos, siempre fieles, apuntan con frecuencia, en notas accesorias, esta variedad. Cuando la oportunidad se presenta mencionan los montes, los valles, las corrientes de agua, las llanuras y riberas marítimas, el desierto, los lagos, las fuentes y los demás elementos naturales de Palestina, con los que el Salvador estuvo en contacto durante su vida. El paisaje es muy quebrado, y el viajero que lo recorrre continuamente debe subir y bajar, para volver a subir y bajar de nuevo. ¿Quién contará las cuestas y las pendientes que hay que franquear para ir de Hebrón a Nazaret, por el camino que une las dos ciudades, y lo mismo de Nazaret a Tiberíades, de Tiberíades a Safed, o de Tiberíades a Banias y todavía más al Norte? El lenguaje expresivo y siempre exacto de los evangelistas está perfectamente ajustado a esta realidad, que a cada paso se renueva. Así hablan de «subir» a Jerusalén, de «bajar» de Caná a Cafarnaún, de «descender» de Jerusalén a Jericó, etc. Ya hemos dicho que nunca se les coge en falta: tan perfectamente conocen el país que describen.
La diversidad de que hablamos ha sido verdaderamente providencial. Como la Biblia y el Evangelio están destinados para todo el mundo, convenía que su cuadro geográfico estuviese al alcance de los habitantes de todos los países. Ahora bien: ningún país de la tierra era tan a propósito para proporcionar ilustraciones a libros que debían ser leídos y comprendidos lo mismo por las gentes del Norte que por las del Sur, y enseñar la verdad tanto a los habitantes de los trópicos como a los de las regiones polares.
A pesar de tanta variedad, los paisajes de Tierra Santa son, por lo común, poco apreciables en punto a bellezas naturales. El aspecto exterior del país no tiene nada de romántico, nada que halague a la vista. Si impresiona a la imaginación es más bien por los grandes recuerdos que evoca, y especialmente por los de la vida de Cristo. La monotonía es su carácter habitual. El color gris de las rocas que casi por todas partes emergen del suelo, la falta de árboles, la ausencia de verdor durante parte considerable del año, los lechos secos y pedregosos de los torrentes invernales, las formas por lo común semejantes de las cumbres redondas y desnudas son ciertamente poco a propósito para deleitar cuando se los contempla durante largas horas. Pero, lo repetimos, es el país de Cristo, y este pensamiento, que nos embarga el espíritu y el corazón, pone colores de rosa, azul, verde y oro en muchos de estos lugares. Sorprenden también los cambios súbitos: este valle se encancha, aquella montaña se aparta y desvía de las demás, tomando cierta forma extraña, y esto produce grata impresión; por ejemplo: cuando al venir de Nazaret por Caná se divisa Tiberíades y su maravilloso lago al fondo de la graciosa concha que los encierra; en Naplusa, al pie del Garizim y del Ebal; sobre la cima del Carmelo, en Haifa, en el país de Hermón, sobre el monte de los Olivos, en Jericó. Y sería mucho más hermosa la Palestina cuando estaba mejor poblada y cultivada con inteligencia[18].
Pero dejemos ya este lado estético de Tierra Santa, al que los Evangelios en ninguna parte hacen alusión. Digamos tan sólo que el alma divinamente delicada del Salvador sintió hacia las bellezas de la naturaleza un atractivo que se percibe aún en las narraciones evangélicas que nos cuentan su vida.
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