Es cierto que a Jesús se le puede contemplar desde diferentes ángulos. Sin embargo, las distintas imágenes resultantes han de tener en común la identidad del mismo Jesucristo. Por tanto, la variedad y la unidad son dos fenómenos evidentes en la cristología. La diversidad de símbolos para representar a los cuatro evangelistas, es señal de la diversidad de concepciones que cada hagiógrafo tiene de su propia visión cristológica. Para Marcos la cristología apunta hacia Jesús como el Hijo de Dios y el Hijo del hombre. Para Mateo, en cambio, la imagen de Cristo viene condicionada por la perspectiva judeocristiana del cumplimiento de las antiguas Escrituras, así como por la idea del Reino que se inicia con la Iglesia, en la que Jesús permanece y continúa su obra. Por su parte, Lu cas pone el acento en la transición del Israel antiguo al nuevo, insiste en la humanidad de Cristo que interviene en favor de los pobres y de los que sufren, destaca la presencia de las mujeres y pone de relieve la profunda piedad de Jesús[66].
Mientras en los Sinópticos se abre la perspectiva de la Salvación de la Persona de Cristo a partir de su vida terrena, en el IV Evangelio todo se abre desde su ser originario junto a Dios. En este caso se puede, por tanto, hablar de una cristología «de lo alto», de una cristología «alta» que sobrepasa a los Sinópticos, elevándose hasta la «divinidad» de Cristo[67]. Las cristologías que parten del «Jesús histórico» se presentan, en cierto modo, como «cristologías de base». Por el contrario, aquellas que ponen el acento en la relación filial de Jesús con el Padre pueden llamarse «cristologías de altura». Muchos de los ensayos contemporáneos se esfuerzan en unir ambos aspectos, mostrando, a partir del estudio crítico del texto, que las cristologías implícitas, o implicadas en las palabras de la experiencia humana de Jesús, presentan una continuidad honda con las cristologías explícitas del Nuevo Testamento[68].
La Cristología del IV Evangelio[69], observa Schnackenburg, puede considerarse formulada desde una cierta distancia de la muerte de Jesús en la Cruz, cuando ha pasado bastante tiempo tras la ascensión de Cristo. Ello permite pensar que se ha verificado una evolución desde la perspectiva pascual[70]. Y es lógico que fuera así, pues el tiempo transcurrido permitió una mayor profundización en los datos recibidos de la predicación primera, realizada por Cristo y continuada por los Apóstoles. El Evangelio de Juan es una obra de fines del siglo I, como dice la tradición. Por tanto, una obra de mayor madurez teológica, de más amplio y hondo conocimiento del mensaje evangélico. Según esta reflexión, es comprensible que una de las características de la cristología joánica sea la multiplicidad de títulos aplicados a Jesús. Se podría decir que el evangelista ha querido concentrar en Jesús la totalidad de las figuras tradicionales que tienen alguna relación con la salvación. Así Jesús es llamado Cordero de Dios, Mesías, Cristo, Profeta como Moisés, Hijo del hombre, Hijo de Dios, Lógos, etc.
En realidad todos esos títulos se sitúan en el punto de partida de una argumentación que conduce a presentar a Jesús como el Hijo de Dios, no sólo en el sentido estrictamente mesiánico, sino también en el sentido jurídico de representante plenipotenciario del Padre, enviado al mundo para realizar la salvación definitiva y escatológica. En otros términos, todo el IV Evangelio hace pasar al lector de la confesión de Natanael que lo aclama como Rey de Israel, hasta la de Tomás, que lo reconoce como Dios y Señor[71].
En el conjunto de todo el Evangelio sólo la figura del Hijo del hombre se puede comparar con la figura del Hijo de Dios. Estas dos designaciones sirven como polos que atraen las dos concepciones critológicas mayores de Juan, dos esquemas bien estructurados y coherentes. El esquema principal, de tipo jurídico, presenta a Jesús como el Hijo plenipotenciario del Padre, el Enviado escatológico de Dios que tiene el mandato de realizar la salvación del mundo. Este esquema de orientación horizontal está modelado como el camino terrestre del mensajero. El otro esquema, de tipo apocalíptico y de orientación vertical, presenta a Jesús como el Hijo del hombre trascendente, bajado del cielo como único revelador de las cosas celestiales. Esa revelación llega a su punto culminante con la hora de su glorificación en la Cruz, en su Resurrección y Exaltación, la hora del juicio del mundo[72].
El citado documento Biblia y Cristología trata sobre las diferentes perspectivas cristológicas de los cuatro Evangelios. Recuerda como las tradiciones evangélicas se reunieron bajo la luz pascual, hasta que quedaron fijadas en cuatro libros. Estos ciertamente contienen lo que Jesús hizo y enseñó, pero presentan además sus interpretaciones teológicas[73]. En éstas por tanto hay que buscar la Cristología de cada evangelista. Esto vale especialmente en el caso de Juan, llamado por los Padres con el nombre de «Teólogo». De igual forma los otros hagiógrafos neotestamentarios han interpretado de modo diverso los hechos y los dichos de Jesús, sobre todo su muerte y resurrección. Por eso cabe hablar de una cristología del Apóstol Pablo, que se desarrolla y se modifica tanto en sus escritos como en la tradición que proviene de él. Otras cristologías se encuentran en la carta a los Hebreos, en la 1 de Pedro, en el Apocalipsis de Juan, en las epístolas de Santiago y Judas, en la 2 de Pedro, aunque no se dé el mismo desarrollo y progreso en estos escritos.
Estas cristologías se distinguen no solamente por las diferentes aclaraciones, proyectadas sobre la persona de Cristo en quien se cumple el Antiguo Testamento. También una u otra cristología aportan nuevos elementos, en particular los «evangelios de la infancia» de Mateo y de Lucas, que enseñan la concepción virginal de Jesús, mientras los escritos de Pablo y de Juan nos desvelan el misterio de su preexistencia. Un tratado completo de «Cristo Señor, mediador y redentor» no existe en ninguna parte. El hecho es que los autores del Nuevo Testamento, en cuanto doctores y pastores, testimonian sobre el mismo Cristo con diferentes voces en la melodía de un canto único.
Es preciso tener en cuenta que estos testimonios diversos han de ser recibidos en su totalidad, para que la cristología, en cuanto conocimiento de Cristo fundado y enraizado en la fe, sea verdadera y auténtica. Es correcto que uno sea más sensible a un determinado aspecto. Pero todos esos testimonios constituyen un solo Evangelio y ninguno de esos testimonios puede ser rechazado[74].
Con estos presupuestos tratamos de reflexionar sobre lo que es el centro vivificante e informador de toda la fe cristiana: la fe en Jesús, el Cristo[75]. Esa doctrina sobre la centralidad de Cristo la expresa el Catecismo de la Iglesia Católica al decir que «en el centro de la catequesis encontramos esencialmente una Persona, la de Jesús de Nazaret, Unigénito del Padre...»[76].
En definitiva, la redención se verifica en Cristo, «cuya vida terrestre constituye el centro del tiempo, el centro de la historia humana»[77]. Es cierto que la figura de Cristo nos desborda con mucho, pero tenemos datos suficientes para conocer de modo satisfactorio, aunque sólo aproximado, la grandeza del Hijo de Dios hecho hombre. Hay muchas cosas, en efecto, que interesan a la curiosidad humana pero que se omiten en los Evangelios. Así, sabemos muy poco de su vida en Nazaret, «e incluso una gran parte de la vida pública no se narra[78]. Lo que se ha escrito en los Evangelios lo ha sido “para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre”»[79].
En los diversos escritos neotestamentarios se observan diferentes perspectivas cristológicas. Sin embargo hay un centro referencial que las une a todas: La unicidad y originalidad absoluta del acontecimiento Jesucristo y su significación universal para todos los hombres hasta el fin de los tiempos. En definitiva, no ha sido dado otro nombre por el que podamos ser salvados que el nombre de Jesucristo[80]. Esta realidad ha de ser verificada de una forma concreta y siempre nueva[81].
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