De todas formas, hay que tener presente que los relatos evangélicos no son una mera narración histórica de lo ocurrido, sino una exposición catequística de la fe, basada sobre hechos históricos pero trascendiendo la Historia. Como insinúa San Lucas en el prólogo de su Evangelio, el conocimiento de los hechos ocurridos comporta una mayor solidez en las enseñanzas recibidas. Así pues, la cristología estima en su justo valor y recoge todo lo que en las fuentes encontramos referente a Cristo. Puesto que se trata de una parte de la teología bíblica del Nuevo Testamento y paga su tributo tanto al método histórico como a la filología y a otras ciencias auxiliares, la cristología se esfuerza en presentar a Cristo en cuanto que ha sido objeto de la fe de los Apóstoles y de los fieles de la generación sub-apostólica, que implica la concatenación con el Mesías del Antiguo Testamento, según la relectura de los apóstoles, y la teología propiamente dicha sobre el Jesucristo del Nuevo Testamento[53].
El método histórico es extremadamente necesario para descubrir los diversos estadios y estratos de la tradición oral y escrita. Pero al mismo tiempo debe estar guiado por un correcto principio teológico. Por otro lado no hay motivos para dar mayor valor a un estrato posterior o anterior. A la luz de la fe todo ha de ser recibido en la unidad. Por último, si un mero acto de fe en Cristo no se puede realizar sin la acción del Espíritu Santo, tanto más es necesaria su asistencia en el estudio de todo lo que el Nuevo Testamento nos enseña sobre él[54].
Después de Bultmann era necesario interesarse nuevamente por el Jesús de la historia. Pero hoy aparece el peligro contrario, reduciéndose todo a una «jesuslogía». Con el desarrollo de los métodos históricos y de la sociología aplicada a la exégesis se corre el riesgo de ver en Jesús sólo al hombre de su tiempo, que es interesante pero sólo desde el punto de vista social o político. Es una lectura muy reductiva que vacía el misterio de Cristo. Prescinde de la fe que confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, en quien actúa el Espíritu Santo[55].
El conocimiento del sentido que tiene la historia de Jesús se realiza de modo progresivo. Sin embargo ese desarrollo progresivo no es una evolución cualitativa, sino la explicitación de un hecho, demasiado excelso para comprenderlo con rapidez en su misteriosa profundidad. Por tanto, no se puede nunca olvidar el engarce con la historia, subrayado por los cuatro evangelistas y por el kérigma de la iglesia primitiva. La Encarnación no es un mito, sino la inserción de Dios en la Historia. Por otro lado, la historia de Jesús no termina con su muerte, sino que continúa presente y viva en la Iglesia[56]. Además, Jesús está siempre más allá de los retratos que se hacen de Él, no sólo en su pasado histórico, sino también en el presente y en el futuro, ya que Cristo, Señor de la Histo ria, se revela continuamente en el tiempo. J. Jüngel, citado por Segalla, afirma: «Hay cosas y hechos, personas y acontecimientos, que vienen a ser tanto más misteriosos cuanto más se les conoce»[57].
Quizá convenga recordar que la existencia de Jesús es también un hecho probado por la ciencia histórica. «Las investigaciones históricas —dice la Pontificia Comisión Bíblica— que han probado su valor en el conocimiento de los personajes y de los hechos del pasado, se imponen también, sin duda, en el caso de Jesús de Nazaret. No se puede despre ciar ningún dato concerniente a las circunstancias de lugar o tiempo que nos haya sido trasmitido.
«Sin embargo, el simple análisis del texto no es suficiente. En efecto, esos textos han sido redactados y recibidos en una comunidad que no vivía de ideas abstractas, sino de la fe que nacía, y se profundizaba progresivamente, en la resurrección de Jesús, acontecimiento de Salvación inserto en la experiencia de comunidades judías diversas»[58].
Así, cabe mencionar algunos testimonios antiguos no cristianos sobre Jesús. Por ejemplo, entre los romanos, tenemos al historiador Tácito que escribió en sus Anales (hacia el 116) que los cristianos se llaman así por el nombre «de Cristo al que, bajo el imperio de Tiberio, el procurador Poncio Pilato había condenado al suplicio». También Suetonio, en su biografía del emperador Claudio, escribió hacia el año 120 que este emperador expulsó a los judíos de Roma a causa de los tumultos habidos entre ellos «por instigación de Cresto» (= Cristo). Pudieran verse en el trasfondo las discusiones que, en torno a Cristo, tuvieron lugar en el imperio romano[59]. Plinio el Joven, procónsul de Bitinia desde el 111 al 113, en una de sus cartas al emperador Trajano, dice que «los cristianos se reúnen en un día fijo, al alba, y cantan un himno a Cristo como a un Dios».
Existen también algunos testimonios de escritores judíos no cristia nos. Es especialmente significativo un pasaje de Flavio Josefo (a. 37-105). Es cierto que la autenticidad del texto se discute, por la posibilidad de una interpolación cristiana. Sin embargo, parece cierto que el texto original hablaba de Jesús: «Por este tiempo vivió un hombre sabio, si es que podemos llamarlo hombre. En efecto, fue uno que realizó hechos prodigiosos y fue un maestro de tal categoría que el pueblo aceptaba la verdad con gozo. Además de eso, conquistó a muchos judíos y a muchos griegos. Fue el Mesías. Cuando Pilato, al ver que lo acusaban hombres del más alto rango entre nosotros, lo condenó a ser crucificado, los que lo habían amado desde el principio no lo abandonaron. Al tercer día se les apareció, devuelto a la vida. Porque los profetas de Dios habían profetizado estas y otras mil cosas maravillosas sobre él. Y la comunidad de los cristianos, que recibió de él su nombre, no ha desaparecido hasta ahora»[60]. Este pasaje está recogido en todos los códices de las Antiquitates Iudaicae y lo cita ya en el siglo IV Eusebio de Cesarea[61]. Sólo en el siglo XVI se empezó a dudar de su autenticidad, no tanto por razones de transmisión textual como por su contenido francamente positivo respecto a Jesús. Parece ser que el primero en hablar de una interpolación cristiana de este texto fue Hubert van Griffen en 1534.
No obstante, una confirmación indirecta de la autenticidad del testimonium flavianum parece proceder de S. Pines, profesor en la Universidad hebrea de Jerusalén, en su An Arabia Versiôn of the Testimonium Flavianum and its Implications, Jerusalem 1971. Pines analiza un texto árabe del siglo X, Kitab al-Unwan (Historia universal), del obispo Agapi to de Hierápolis, el cual, al enumerar varias obras que hablan de la crucifixión de Cristo, cita también a «Josefo el judío» y recoge casi al pie de la letra el testimonium flavianum[62].
Dejando aparte la cuestión del fundamento histórico del cristianismo, Jesús es algo importante para nuestro mundo pues de Él brota una corriente espiritual de gran calado, también en nuestro tiempo. La magnitud del número de publicaciones sobre todos los aspectos históricos de Jesucristo es enorme y casi incalculable, hay tal número de opiniones contrastantes entre sí y excluyentes unas de otras, que se tiene la impresión de ser un laberinto de opiniones[63].
Por tanto, sólo desde la fe se puede acoger la figura de Jesús. Él no es un personaje como César, Napoleón o alguno de los grandes protagonistas de la historia universal, que entran en el decurso de los acontecimientos mundiales. Él rompe los moldes de la historia, la supera. No es tampoco un genio como Platón o Aristóteles u otro filósofo, sino que habla desde otro horizonte, e intenta responder a las cuestiones sobre el sentido de la existencia y los deberes del vivir humano, a partir de una visión más profunda del hombre inserto en Dios, de la verdad que se funda en Dios[64]. El cristianismo primitivo está persuadido e impregnado de esta convicción, es decir, todos los testigos de Jesús se sitúan en el terreno de la comprensión religiosa[65].
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