1 ...6 7 8 10 11 12 ...32 El esquema de Hohfeld sirve asimismo para apreciar el error de la postura que niega a los derechos sociales –como el de educación– el carácter de “derechos subjetivos”. Tales derechos –lejos de ser meras normas declarativas o programáticas– incluyen facultades para exigir una prestación (como la educación básica y media gratuita); libertades (como la de impartir enseñanza y la de los padres para escoger el establecimiento para sus hijos); potestades (para crear y organizar establecimientos) e inmunidades (como la libertad de cátedra). Solo malinterpretando a Hohfeld algunos partidarios de la “concepción liberal-conservadora” (vid. supra, Capítulo 1) pueden entender que cuando se tiene una libertad (como la de enseñanza) otros carecen de título (derecho) para limitarla, o que cierto daño, perjuicio o interferencia en el derecho de los otros está permitido. Lo segundo nos remite al debate sobre los conflictos entre derechos, al que nos referimos en el Capítulo 1. Lo primero es un error, ya que el no-derecho de otros es para exigir (o impedir) que se trabe una relación de enseñanza-aprendizaje, o a que se cree o mantenga un establecimiento (excepto cuando se infrinjan los deberes legales); pero una vez creada la relación entre el establecimiento y otros sujetos –los estudiantes (y sus padres)– ellos quedan provistos de derechos-pretensión y amparados especialmente por el derecho fundamental a la educación.
Si bien la enseñanza en sentido amplio puede darse en un contexto de ausencia de regulación estatal, cuando hablamos de enseñanza con “reconocimiento oficial” inmediatamente se hace necesaria una configuración jurídica para que ella pueda ser practicable en la vida social. Esa configuración se lleva a cabo a través de un conjunto de normas que definen la institución jurídica: el sistema educativo, los niveles que lo componen, los requisitos de acceso y egreso para cada nivel, el rol del Estado y de los establecimientos, los derechos y deberes de profesores y alumnos, así como la autonomía de las instituciones educativas. Y no se trata de dos libertades diferentes. Por eso, mientras que la doctrina tradicional entendía que solo existe un derecho (subjetivo) cuando existe el deber correlativo; hoy tiene pleno sentido decir que alguien –incluso el Estado– tiene un deber porque otro (una clase de sujetos) tiene un derecho (Aguiló 2008: 19).
Entonces, cuando la Constitución o los tratados internacionales aseguran el derecho a la educación surgen obligaciones positivas para el Estado, como las de crear, mantener o financiar establecimientos, o reconocer establecimientos privados y dar becas a los alumnos, regular las relaciones entre unos y otros, favorecer la igualdad de oportunidades y la libertad de elección de los alumnos (o sus padres), controlar la calidad y entregar información relevante; lo mismo que obligaciones negativas, tales como no estropear la calidad del servicio que se ofrece, no discriminar en el acceso o impedir la elección de los alumnos o sus padres, no expulsar ni amparar expulsiones arbitrarias de los alumnos, no cobrar (ni permitir el cobro de) cuotas cuando la educación debe ser gratuita, etc.
La disposición constitucional que asegura la libertad de enseñanza en Chile (Art. 19 Nº 11) expresa, al menos, cinco normas distintas: i) una definitoria, que incluye en el concepto de libertad de enseñanza las facultades de abrir, organizar y mantener establecimientos educacionales; ii) la que confiere libertad para participar en procesos de enseñanza y aprendizaje, sin otras limitaciones que las que impongan la moral, las buenas costumbres, el orden público o la seguridad nacional; iii) la que faculta a los padres para escoger el establecimiento de enseñanza de sus hijos; iv) la que obliga al Estado a no interferir con las actividades (lícitas) de los particulares, y v) la que autoriza al legislador a regular, por medio de una “ley orgánica constitucional,”xxxi los requisitos para el reconocimiento oficial de los establecimientos de todo nivel, así como los medios para velar por su cumplimiento.
Es aquí donde surgen los problemas interpretativos. La formulación normativa parte expresando lo que los particulares pueden hacer/no hacer (la libertad), es decir, la esfera de lo que el Estado “no puede decidir” (Ferrajoli 2010). Pero al asegurar el derecho a la educación (Art. 19 Nº 10) y las materias que comprende la ley orgánica de enseñanza se señala lo que “debe ser decidido” por el Estado, ordenando su intervención. A su turno, la regla definitoria usa la voz “incluye” y es claro –aunque el tema de las normas implícitas genera aún algún debate–xxxii que de allí se sigue que hay elementos adicionales (no expresos) que integran el concepto. Pues bien, mientras más amplio sea el contenido de la libertad de enseñanza menor será el ámbito de competencia del legislador, y viceversa.
Cuando el ámbito propio de algunas instituciones viene definido por reglas y prácticas que son anteriores al Estado (o son independientes de él, ya que se comparten más allá de los límites del Estado), surge lo que podríamos llamar –parafraseando a Hart– el “noble sueño” de la autonomía. En el lenguaje del Derecho se busca asegurar a esas instituciones una esfera de libertad e inmunidad, que el Estado estaría obligado a respetar.xxxiii
La universidad –la asociación de maestros y estudiantes– tendría un “derecho” a la no interferencia estatal en su quehacer, una libertad para definir el contenido de los actos propios (de docencia e investigación, de administración y organización), una potestad para dictar normas que rijan su funcionamiento (que vincularían a sus miembros) y una inmunidad cuyo correlato es la incompetencia de los poderes del Estado para dictar normas que afecten esa libertad. La doctrina de la “autonomía” es un antídoto frente a la “pesadilla” de la intervención estatal.
Lo cierto es que la autonomía de las universidades es siempre una cuestión de grado: nunca es absoluta. En nuestro Derecho, ella es definida por la ley (no por la Constitución, como ocurre con los derechos fundamentales), lo mismo que los procedimientos y mecanismos que permiten su adecuado ejercicio, tanto en su dimensión académica como en la administrativa y financiera. Enseguida, para la propia existencia jurídica de las universidades, se requiere la intervención de los poderes públicos (el reconocimiento oficial) y queda entregada a esa voluntad política la decisión sobre su cierre. En el caso especial de las universidades estatales, sus estatutos se aprueban por ley y el Ejecutivo nombra a los rectores y también representantes en los órganos directivos. Los aportes públicos a las IES están sujetos al control de la Contraloría General de la República (CGR). Pero, también es cierto que la labor de las universidades no podría quedar reducida a la de un departamento del ministerio de Educación, en que un conjunto de funcionarios públicos ejecutan políticas oficiales que incluyen la selección de alumnos, la apertura de nuevas carreras, el marco curricular de la enseñanza superior, el valor de los aranceles, los criterios y estándares de calidad, etc. (algo así se pretendía configurar en el primitivo proyecto de ley de Reforma a la Educación Superior que se presentó al Congreso en 2016).
He argumentado antes, en contra de la opinión mayoritaria en la doctrina, que en nuestro sistema jurídico la autonomía no es un derecho fundamental, ni parte del contenido esencial de la libertad de enseñanza, y que no es idéntica para entidades estatales y privadas. Sostuve, en cambio, que la autonomía de las IES es una “garantía institucional” (Schmitt, 2011: 231 ss.), cuyo contenido específico se obtiene de la ponderación y delimitación recíproca entre el derecho fundamental a la educación y la libertad de enseñanza (León 2011). La teoría correcta sobre la autonomía universitaria debe situarse entre ese “noble sueño” de la libertad-inmunidad y la “pesadilla” de la intervención-dependencia estatal. Para construir un concepto operativo de la autonomía en ES, habría que partir de la noción general en la que ella se “anida” para complementarla con los rasgos elementales que a ella se le atribuyen en los textos legales, la práctica jurídica, la tradición universitaria y la literatura académica. Summers (2006) lleva razón cuando sugiere que el Derecho es una actividad tendiente a un fin, en la que “forma” y “función” van de la mano. De este modo, quienes se dispongan a crear (reconocer, regular o reformar) una institución dada, no pueden siquiera comenzar a redactar reglas sin antes haber comprendido los propósitos de tal institución, su forma global, su historia, sus características formales y componentes complementarios. Lo mismo vale, me parece, para el análisis conceptual.xxxiv
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