Por extraño que parezca, no faltaron tras los atentados del Martes Negro comentarios periodísticos en veta similar. Planteando la autoexpresión como la tarea esencial del artista contemporáneo, para Plagens (2001) el videoclip del segundo avión explotando en la torre posee una belleza indudable y terrible, comparable con las fotografías de la detonación del dirigible Hindenburg en 1937. Recordaba Plagens al futurista fanático Filippo Marinetti, admirador de Mussolini, quien sostuvo que “la guerra es bella porque crea nuevas arquitecturas tales como ... las espirales de humo de las aldeas incendiadas.” 11En verdad, mucho antes del surgimiento de Mussolini y extremando la guerra nietzcheana entre arte y conocimieno, Marinetti había sido pionero de los belicismos de toda índole. Ya en 1909, en su Manifiesto del Futurismo , sostuvo que
“ahora el arte sólo existe en la lucha. Queremos glorificar la guerra –única higiene de este mundo− el nihilismo, el patriotismo, la tarea destructiva de los anarquistas, las bellas ideas por las que uno muere y el desprecio hacia las mujeres. Queremos destruir los museos, las bibliotecas y las academias de todo tipo” 12.
En esta visión apocalíptica del arte, ubicable en los comienzos del siglo XX en el futurismo de Marinetti, quien fue inspirador del dadaísmo y el surrealismo y en no desdeñable medida también del fascismo, se inscriben las también sorprendentes declaraciones de Jean Baudrillard: “Si el arte es bueno, es fundamentalista. Es radical y destruye la realidad. Pero cuando el terrorismo de verdad llega, el arte se repliega.” 13
Cabe acercar la queja fundamentalista –y a la vez tan pueril− de Stockhausen al no conseguir emular en la música la potencia destructiva y la supuesta belleza del ataque terrorista, a las explosiones agresivas del hermanito del paciente de John Steiner. Una comparación similar efectuó la crítica literaria Angela Leighton recordando una frase del poeta T. S. Elliot: “Es preferible, de un modo paradójico, hacer el mal que no hacer nada: eso, al menos, nos hace existir.” 14Se trata, dice Leighton, del grito del enfant terrible inflándose en la excitación exultante de la transgresión.
El clamor de Stockhausen por los panteones de lo cósmico y lo eterno es útil por ilustrativo, al mostrar a viva luz que el artista puede alimentar en forma sea solapada, sea manifiesta, el disfrute del papel del héroe guerrero. Hace ya más de un siglo el historiador del arte Jacob Burckhardt exponía, en sus conferencias en la Universidad de Basilea, publicadas póstumamente en 1905, que el dicho de Heráclito “la guerra es el padre de todas las cosas” solía citarse como prueba del carácter divino de la guerra, ley suprema de la naturaleza. El guerrero, agregaba, está henchido del gozo de la destrucción: la guerra limpia el aire como las tormentas, acera los ánimos y restaura las virtudes heroicas. 15Si el terrorista-héroe pretende devenir artista del futuro, a su vez y, tal como surge con claridad meridiana de los explosivos comentarios de Stockhausen, el artista intenta asumir el rol del héroe guerrero.
En cuanto al tema de la violencia en las idolatrías de la vida cotidiana en esta Sociedad del Espectáculo viene al caso por ilustrativo un comentario periodístico de Osvaldo Barone 16narrando la visita de cortesía a un expresidente argentino preso, enjuiciado por delitos en la función pública, que realizó ese ídolo persistente, el exfutbolista Diego Maradona luciendo con total desparpajo una iconografía hereje: en su cabeza un turbante a la bin Laden y en su cuerpo sendos vistosos tatuajes del Che Guevara y Fidel Castro. El ídolo Maradona consiguió convertirse, decía Barone, en un ser inenjuiciable , lo cual remite a su vez a un público o a un mundo que no puede o no quiere discernir entre el acto genial y el disparate: lo sublime y lo perverso se vuelven igualmente populares y susceptibles de compartir cualquier escenario. El ídolo se asume en el papel de una desproporción heroica al encarnar y enfrentarse por sí con el mundo en el marco de un nuevo ámbito: la hegemonía de una realidad de la imagen a la vez ficcional y fáctica 17donde todo puede borrarse con la tecla Delete. De ahí que la eternizada y eufórica imagen del ídolo, por gordinflona y sofocada que esté, se emplee con éxito para todo uso.
Viene aquí al caso lo señalado hace un cuarto de siglo por Baudrillard:
“hoy, la realidad misma es hiperrealística. El secreto del surrealismo era que la realidad más banal podía volverse surreal en momentos privilegiados, que todavía derivaban del arte y de lo imaginario. Ahora toda la realidad cotidiana, sea política, histórica, o económica se incorpora a la dimensión simulativa del hiperrealismo; vivimos ya en la alucinación ‘estética’ de la realidad... la fascinación estética está en todos lados.” 18
Como lo ejemplifica esa breve imagen de Maradona, en el reino hiperrealista de lo efímero a futuro presente –para usar una expresión de Habermas− 19los ídolos, fábulas vivientes, encarnan contra toda evidencia una versión mítica del futuro, un preámbulo viviente de la eternidad.
Henos aquí frente a un mito central de la posmodernidad, entendida como la época que sigue al olvido del sentido histórico. Hemos perdido, dice Fredric Jameson, la capacidad de retener el pasado, viviendo un perpetuo presente y un perpetuo cambio. La función de los medios de información es relegar las experiencias históricas lo más rápido posible, esto es, ayudarnos a olvidar; los medios, agentes de la amnesia de la historia, convierten la realidad en imágenes y fragmentan el tiempo en una perpetua serie de presentes. 20La omnipresente eclosión jubilosa de la novedad configura una orgía de obliteración eufórica del decurso del tiempo. La euforia de la posmodernidad asienta, pues, en un sempiterno canibalismo, en una apoteosis transgresiva desde la novedad, en un gozoso papel de aniquilar y reducir a la nada.
Señalaba André Green en un escrito final que “el hombre no sólo depende de su animalidad originaria, sino que ésta adopta en él una tonalidad de locura” 21y, como destacó el literato austro-norteamericano George Steiner, los ambientes académicos no son ajenos a la violencia: el odium permea las disputas y una acidez sin perdón signa las luchas de los mandarines, aun ante lo efímero o lo trivial. 22Con lo cual este abanderado del esteticismo y desde siempre enemigo acérrimo del psicoanálisis se aventura a pensar que en las luchas académicas se pone en juego −de modo, concede por una vez, “quizás subconciente”− la envidia del intelectual enclaustrado ante quienes son capaces de poner a prueba sus capacidades y creencias en una pragmática de la vida cotidiana.
Tomar contacto en la vida diaria, además del arte y de la academia, con las vastas áreas de superposición entre lo sublime y el disparate y entre el esteticismo y un belicismo con el cual las desvariadas expresiones de Stockhausen no dejan de ser consonantes, sirve para aproximarnos, apuntando a recobrar algún grado de sensatez, a lo subrayado por Richard Wollheim –uno de los muy pocos filósofos con conocimiento profundo del psicoanálisis− en cuanto a los límites del modelo del arte y de la creatividad artística: que para ser viable la creatividad del artista debe tener como componente central el autoconocimiento, pues si al realizar su obra el artista fracasa en acceder a un insight se deslizará hacia el error o el delirio en una visión ideal de sí mismo, que debiera haber podido reconocer y rechazar como falsa. 23En otros términos, para Wollheim la obra de arte no goza de un más allá respecto de lo que desde otros ámbitos conocemos en términos de la articulación y los interjuegos entre la posición depresiva y la posición esquizoparanoide: puede funcionar en ambos sentidos, hacia el insight y hacia el delirio. La realización de la obra de arte pone en tensión, muchas veces extrema, dicha articulación y, por ende, las interfases entre cordura y locura.
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