La Conquista en el presente
la conquista
en el presente
Eugenio Fernández Vázquez
(coord.)
Yásnaya E. Aguilar Gil,
Jorge Comensal
y Ana Díaz Serrano
La Conquista en el presente
Primera edición: julio de 2021
© 2021, La Cigarra, Gestión Cultural, SA de CV
© 2021, Eugenio Fernández Vázquez, por la coordinación
© 2021, Yásnaya E. Aguilar Gil, Jorge Comensal, Ana Díaz Serrano,
Eugenio Fernández Vázquez
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Diseño editorial: Mariana Cruz Hernández · xmarianacz@gmail.com
Ilustración de portada: Amanda Woolrich · www.amandawoolrich.com
www.lacigarra.com.mx
ISBN: 978-607-98918-2-4
índice
P rólogo
I . ¿Ni triunfo ni derrota? La cooptación discursiva de la conquista de México
Yásnaya Elena Aguilar Gil
II . Los que llegaron: La literatura privada de la Conquista
Jorge Comensal
III . Los usos de América: El descubrimiento y la conquista desde España
Ana Díaz Serrano
IV. Contra la Conquista y sus estatuas
Eugenio Fernández Vázquez
prólogo
Por Eugenio Fernández Vázquez
I.
Más allá de ser un pretexto para desfiles y exposiciones públicas, las efemérides pueden servir también como asideros y puntos de partida para mirar al pasado y transformar el presente. Arbitrarias como todos los símbolos, portan consigo procesos enteros y abren la puerta a quien quiera asomarse a la memoria que de ellos se guarda y entender quién la sufre y quién la goza, quién la siente como propia y quién la ve como algo ajeno y, en muchas ocasiones, como algo impuesto. Eso ocurre con el quinto centenario de la Conquista de México, que se conmemora en este año de 2021.
En realidad, el aniversario de la llegada de Hernán Cortés a las costas de Veracruz en 1519 apenas se ha tomado en cuenta y el año 2019 más bien sirvió como recordatorio de que había que prepararse para la fecha importante, la de 2021. Como la Conquista en sí —el proceso de imponer sobre los pueblos originarios el dominio colonial o el de los herederos independientes de las autoridades coloniales— no terminó sino hasta el siglo xx, no hay una fecha concreta que marque el final de ese mismo proceso. En cambio, sí hay una fecha que marca su punto de no retorno: la de la caída de México Tenochtitlan en manos de los españoles y sus aliados mesoamericanos el 13 de agosto de 1521, y ésa es la que lleva la carga de la memoria de la sujeción de los pueblos de lo que hoy es México a la corona española.
Se trata del día en que cayó prisionero Cuauhtémoc, el último emperador azteca, mientras su ciudad sitiada moría de hambre y por los estragos de las enfermedades recién llegadas de Europa —la viruela, sin ir muy lejos, había matado a Cuitláhuac, su antecesor en el cargo, apenas unos meses antes—. Se trata, por tanto, del momento en el que los españoles consiguieron un sitio fijo desde el que emprender con mayor fuerza y solidez su esfuerzo de sometimiento de los demás pueblos mesoamericanos, fuera por la negociación y el soborno o por la fuerza de las armas. Por ejemplo, desde la base que entonces pudieron instalar en Coyoacán, en la rivera del lago que rodeaba la ciudad caída, emprendieron pronto las campañas militar y diplomática para dominar Michoacán, y desde el valle de México salió Pedro de Alvarado a conquistar las tierras mayas al sur y al este del istmo de Tehuantepec, entre otras empresas de aquel primer periodo de imposición de la autoridad peninsular sobre lo que ya empezaba a ser América.1
Este quinto centenario de la Conquista de México encuentra al país sumido en un momento de cambios potenciales y de disyuntivas, en que el neoliberalismo quedó duramente deslegitimado, pero en el que todavía no surgen alternativas claras que permitan desmontar y sustituir ese modelo económico y social. La relación de la sociedad mexicana con su historia también está atravesada por esa coyuntura.
México no es ajeno a lo que Enzo Traverso, siguiendo a François Hartog, llama “presentismo”. Se trata, según la síntesis del italiano, del régimen de historicidad surgido en la década de 1990 que consiste en “un presente diluido que absorbe y disuelve en sí mismo tanto el pasado como el futuro” y que tiene una doble dimensión: la reducción del pasado a mercancía por y para la industria cultural, con lo que se destruyen todas las experiencias transmitidas y se ocultan las herencias significativas tanto de dominación como de resistencia, y la abolición del futuro, que se da definitivamente por cerrado en favor de un tiempo de aceleración permanente.2
La reducción del tiempo que viven los seres humanos al presente inmediato y su supuesta emancipación de la historia por parte del libre mercado debían haber abolido la necesidad de recordar nada. En México se suponía que la transición a la democracia había hecho irrelevante la memoria de toda lucha que no hubiera girado en torno a las urnas y las elecciones, y la retirada voluntaria del Estado en favor del libre mercado nos debía de haber liberado de condicionantes sociales para permitirnos vivir y prosperar sin temores.
Desde el poder económico y político se veía la historia —en tanto disciplina y herramienta de comprensión del presente— como un pasatiempo legítimo pero intrascendente. El pasado, a su vez, se entendía no como un antecedente o una fuente de inercias, encuentros y conflictos que han dado pie al mundo que vivimos, sino como una fuente de orgullo patrio, de belleza y entretenimiento.
Así, se proclamó ya desde 1990 que México es el afortunado heredero de “esplendores de treinta siglos”, como se tituló una ambiciosa exposición que pasó primero por Manhattan y luego por la Ciudad de México, y el siglo XXI ha visto sucederse una tras otra declaratorias de patrimonio de la humanidad para sitios y prácticas nacionales. Al tiempo, sin embargo, ha habido en los hechos un olvido activo de los procesos y circunstancias por las que nacieron esos monumentos físicos o intangibles, del tiempo y las sociedades que los construyeron y que los envolvían y daban sentido.
Las herencias de la Conquista son ejemplo de ello. Se toca el son jarocho, pero se obvian sus raíces entre los esclavos llevados desde África a Veracruz. Se conservan y restauran los retablos barrocos del Bajío, pero se ocultan los elementos tan violentos que tuvo la evangelización del país. En las ex haciendas de Yucatán convertidas en hoteles de lujo se venden como souvenirs productos de henequén, pero se oculta la explotación de los mayas en esos mismos terrenos y la maldición que supuso ese pariente del agave.
Buscando corregir este presentismo, o al menos yuxtaponiéndose a él, la presidencia de Andrés Manuel López Obrador ha emprendido un esfuerzo por reconocer la importancia del pasado y de la historia y, además, por incorporar a los pueblos indígenas al relato nacional. La decisión de López Obrador de pedir disculpas a nombre del Estado mexicano por las guerras contra los pueblos yaqui y maya y su exigencia al Estado español de que se pidan disculpas por la Conquista van en ese sentido, aunque no alcancen del todo su cometido explícito.3
Desde los inicios de la guerra de Independencia se impuso en México un relato público, un mito fundacional que conectó la emancipación de España con el tiempo anterior a la Conquista, pero omitiendo en el proceso a los descendientes de los pueblos indígenas. Como explicó Luis Villoro, los criollos de primeros del siglo xix se contaron que su nueva nación era la continuación directa de las naciones precortesianas, aunque eso no implicó nunca que pensaran que su sociedad conectaba con las de los indios con los que de una u otra forma coexistían en el territorio nacional. No hubo en la construcción de ese relato “una reiteración material de lo indígena”; no fueron “sus contenidos sociales y espirituales los que se pretend[ía] reivindicar”, sino el hecho de que, como el México que los criollos buscaban construir, ese tiempo estaba también libre del yugo peninsular.4
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