Asimismo, y desde la perspectiva de género[24], la imagen —siempre sumisa y obediente— de la Virgen Niña que suscribe con reverencia el magisterio materno, lanza mensajes subliminales de inequívocos valores arquetípicos y ejemplarizantes para las personas de su sexo, lo cual implica asumir como propia de las mujeres esa actitud, a todas luces pasiva y sometida a la voluntad masculina, que la sociedad del momento espera de ellas. Y todo ello, por no hablar de la discutida cuestión de su voto de virginidad[25]. En última instancia, la contemplación de estas imágenes no deja de proponer/mostrar al espectador pautas conductuales y actitudinales que, en última instancia, y además de santificar la enseñanza y el aprendizaje en consonancia con las mentalidades colectivas del momento, también invitan (¿obligan?) a las mujeres a suscribir ese modus vivendi circunscrito preferentemente a la esfera de lo privado, al cuidado del hogar, de los hijos y los asuntos domésticos que madre e hija escenifican de la mano de escultores y también pintores. Así sucede en la célebre interpretación pictórica de Bartolomé Esteban Murillo (c. 1655), conservada en el Museo del Prado, pletórica de gracia cortesana y encanto castizo al mismo tiempo.
Hacemos un inciso para recordar que, de igual manera que se educa a la niña en la sumisión al padre/marido y se la inicia en el cultivo del trabajo doméstico, se hace lo propio con el niño en cuanto a futuro principio activo de la casa y responsable del sustento familiar merced a su proyección en la vida pública. Con independencia de los valores premonitorios asociados a la iconografía del Puer Exorienso “Niño de Pasión”[26], no deja de sorprender la lectura en clave de género ofrecida por algunas representaciones escultóricas derivadas del tema del Hogar de Nazareth, en las que san José, más allá de la mera función paternal[27], enseña al Niño Jesús las faenas propias del oficio de carpintero, valiéndose de un banquito de trabajo acompañado de sus pertinentes útiles en miniatura. (fig. 7)
Fig. 7. San José enseñando al Niño Jesús el oficio de carpintero (c.1770-1780). Convento de la Madre de Dios. Lucena (Córdoba).
La escultura barroca andaluza también ofrece, desde luego, otros numerosos y antológicos ejemplos de la Educación de la Virgen donde la presencia del mueble interactúa con las dos figuras protagonistas desde una dualidad iconográfico-instrumental, que carga las tintas simbólicas pertinentes en función del decoro inherente a los diferentes actores de la temática sagrada y al propio desarrollo de la acción representada. En los ejemplos del Seiscientos prevalece la austeridad inherente a los gustos domésticos del período. En este sentido, el Museo de Arte Sacro de la abadía cisterciense de Santa Ana posee tres testimonios escultóricos altamente demostrativos de cuanto decimos. Dos de ellos, datados hacia 1650 y 1690 respectivamente, optan por el típico sillón frailero. El tercero es una pieza maestra de hacia 1690-1720, excepcional no solo a causa de su belleza sino por sustituir el mueble como tal por unos suntuosos almohadones con borlas, perpetuando con ello una costumbre islámica adoptada por la España cristiana desde la Edad Media, ya en declive en el XIV. (fig. 8)
Fig. 8. Santa Ana educando a la Virgen Niña (1690-1720). Anónimo. Taller malagueño. Museo de la Abadía Cisterciense de Santa Ana. Málaga.
Si en un primer momento, los cojines detentaron simplemente un rango menor al de los asientos altos sin distinción de sexos, a fines del XV se detecta un cambio sustancial en el decoro asociado a la hora de sentarse a la turca[28] y desde la perspectiva de género. Si tratándose de santa Ana resulta algo inusual presentarla sin asiento propiamente dicho, en comparación con la práctica totalidad de sus representaciones, esta fórmula ya no lo es tanto si se tienen en cuenta las costumbres españolas del Antiguo Régimen de conferir un uso femenino a esta forma característica de acomodarse en las iglesias, en las ceremonias públicas y en la intimidad del estrado[29], diferenciando y reservando la silla de brazos para uso masculino. En contraste con esta opción iconográfica evocadora de aquel momento en el que los cojines quedaron relegados a los cuartos femeninos, la uniformidad del mobiliario se impone en las otras dos piezas y en otros interesantes conjuntos análogos de finales del XVII de la parroquia malagueña de la Divina Pastora y ya de la segunda mitad del XVIII en las Carmelitas Descalzas de Ronda, con independencia de que la identidad tipológica del mueble en cuestión sirva indistintamente a santa Ana como la silla que le ayuda a sostener a su hija en sus rodillas o el sitial desde donde ejercer su magisterio o vigilar las labores de costura de María.
De la misma manera, la dieciochesca Virgen de la Aurora (fig. 9) de la parroquia ursaonense de la Asunción recrea la intimidad del estrado para componer un canto a la belleza femenina y la exaltación de la maternidad, a modo de escena cotidiana cargada de simbolismo ejemplarizante desde la óptica de la moral cristiana. Sentada sobre el almohadón que descansa sobre un pavimento ajedrezado, María es captada en la intimidad más intensa brindada por el momento de contemplar al Niño jugueteando en sus brazos, al tiempo que lo cobija amorosamente en su regazo. Desde una perspectiva sociológica, esta pequeña escultura recuerda y sigue muy de cerca el característico y ya referido acomodo de las damas en el estrado, muy presente en la España de los Siglos de Oro y hasta el XVIII[30], en los diversos escenarios regidos bien por la costumbre o el protocolo[31].
Fig. 9. Virgen de la Aurora (c. 1760-1770). Anónimo. Parroquia de la Asunción. Osuna (Sevilla).
Más variadas y bienintencionadamente pretenciosas son las interpretaciones de la escultura sevillana desde las décadas finales del Seiscientos. Entre 1679-1694 se sitúa la hechura del grupo de la iglesia sevillana del Santo Ángel, atribuido con certeza a Pedro Roldán[32], que transforma el austero sillón frailero en un suntuoso trono dorado con respaldo en medio punto gallonado y rematado con perillas. Semejante giro iconográfico conocerá un fructífero predicamento en el Setecientos, cuando el asiento adquiera, con frecuencia, la entidad de una auténtica sede o cátedra que será vista y entendida, más que nunca y en virtud del espíritu del siglo, en calidad de elemento idiosincrásico y dignificante de la madre y maestra de María.
Sin abandonar todavía la cuestión, otro elemento de reflexión interesante es el que nos remite al principio jerárquico en virtud del cual, y según las normas de protocolo de la corte, no todos tenían derecho a silla. En este sentido, resulta curioso que santa Ana y la Virgen asimilen y asuman como consustancial ese mismo derecho a tener silla, tan exclusivo y tan restringido a unas élites sociales inaccesibles. Una vez más, el mueble-atributo actúa de hilo conductor de un mensaje que, subliminalmente, transmite a todos y reconoce en María la condición regia que ostenta por los méritos de su Hijo Jesucristo y que Ella quiere ampliar a su madre.
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