Fig. 5. Ecce-Homo y Dolorosa (c. 1660-1670). Andrea de Mena. En Comercio de Arte.
Sobre el particular, la existencia de otras escultoras de vida religiosa insta a pensar que el mundo oculto y prohibido de las clausuras femeninas debió ser un refugio más frecuente de lo que podría pensarse para mujeres artistas que, formadas en los talleres, determinaron apartarse, por distintos motivos y en algún momento de sus vidas, del complejo maremágnum secular, pero continuaron trabajando en sus respectivos cenobios. Así las cosas, la parroquia de la Purísima Concepción de la localidad sevillana de Gilena conserva la Virgen de los Dolores[16]que realizase, en 1772, la clarisa Sor Ana María de San José (Ana María Baena Alés de nombre civil), religiosa del monasterio de Santa Clara de Jesús, en Estepa, donde profesó sin dote el 18 de mayo de 1766[17]. Pese a las inevitables intervenciones en obras de su tipo, se trata de una escultura de candelero (fig. 6) claramente deudora de los esquemas vigentes en los talleres andaluces orientales del XVIII[18].
Fig. 6. Virgen de los Dolores (1772). Sor Ana María de San José (Ana María Baena Alés). Parroquia de la Concepción. Gilena (Sevilla).
3.EDUCAR Y SER EDUCADA/O. UN ESTUDIO DE CASO APLICADO AL RECONOCIMIENTO DE LAS CUESTIONES DE GÉNERO EN LA ESCULTURA BARROCA ESPAÑOLA
En materia de Historia del Arte, el atributo viene a ser el símbolo de lo que una figura representa y, por extensión, quiere decirnos. Precisamente, sería en este punto donde no se entiende la repercusión y popularidad de determinados asuntos iconográficos sin sus correspondientes atributos, gracias a los cuales la lectura de los temas alcanza aquella plenitud comunicativa perseguida por las fuerzas vivas y las sinergias creativas del XVII y XVIII.
Por su vinculación cuasi orgánica a los ámbitos de la vida, especialmente los de la vida privada, el mueble es uno de esos elementos idiosincrásicos. No solo porque logra crear una ambientación o definir una contextualización oportuna de la historia narrada, sino porque, en más de una ocasión, las llamadas escenas de interior constituyen inmejorables retratos de la cotidianidad en sus vertientes más íntimas, familiares y, por supuesto, definitorias de las relaciones de género. No puede olvidarse cómo las más de las veces aquellas permanecen enmascaradas bajo la cobertura inofensiva de las temáticas religiosas que tipifican, subliman y, a la postre, canonizan determinados roles/comportamientos/actitudes que se pretenden sean imitados/repetidos incondicionalmente (especialmente, tratándose de las mujeres), invocando sus siempre intocables valores ejemplificadores.
Aunque la pintura barroca ofrece interesantes muestras de ello, no es menos cierto que la escultura afina de manera más incisiva la cuestión. Sobre todo, porque fue la escultura el campo propicio para la democratización del consumo cultural de la época, dada la apuesta decidida de los escultores por convertirse —en este caso mediante la tipología de los muebles representados— en un espejo fidedigno de las tendencias decorativas y corrientes estéticas de cada momento, frente a las meras contextualizaciones ambientales desarrolladas de modo convencional y paralelo por la pintura[19].
Por todo ello, las reflexiones anteriores nos invitan a considerar en la realidad material, iconográfica y objetual del mueble-atributo y, por extensión, en el diseño, tipología y cualidades artísticas del mismo, mucho más que un mero reclamo visual, un complemento escenográfico, un pormenor anecdótico o un detalle más o menos pintoresco. Más bien al contrario, y justamente por el protagonismo que ejercen como elementos explicativos del argumento y la estructura narrativa del hecho plasmado y su pertinente comprensión por el público, los muebles-atributo requieren/reivindican/exigen/demandan una mirada bastante más incisiva de la que habitualmente se hacen acreedores por nuestra parte. Y ello sucede, como ya dijimos[20], por la facultad de aquellos para convertirse en elementos consustanciales de la imagen escultórica a la que acompañan y sirven, cuyos gestos, acciones, actitudes, comportamientos y/o reacciones están estrechamente ligados y, en última instancia, dependen del acto mismo de estar sentado, reclinado, levantado, acostado o acomodado en ellos. Una vez más, el anacronismo se consagra como una vía inmejorable a la hora de optimizar la pretensión de hacer asequibles, comprensibles y cotidianos unos asuntos iconográficos legendarios en su mayoría que, evidentemente, quedaban muy lejanos de la realidad histórica y social española de los Siglos de Oro pero que, gracias al mueble-atributo, entre otros factores, cobraban renovada vida y actualidad por no hablar de una pasmosa familiaridad y cercanía con los usos, modos y modas del XVI y XVIII.
La Educación de la Virgen viene a ser un tema estratégico para el estudio de las cuestiones de género aplicada a la escultura barroca española.
La curiosidad de las gentes de finales de la Edad Media por conocer los misterios de la vida de María no contuvo su fascinación por aquellos avatares maravillosos de su infancia, entre los cuales se cuenta la personalidad de sus padres, san Joaquín y santa Ana. Al parecer, los antecedentes del culto e iconografía de santa Ana se remontaban a épocas remotas, si bien su devoción, estrechamente ligada a la propagación de la doctrina concepcionista, no recibió un impulso firme e imparable hasta la publicación, en 1494, del tratado De laudibus SanctissimaeMatris Annae, del humanista alemán Tritemio. En 1523, Lutero dedicó a la cuestión un irónico comentario al afirmar: “Se ha comenzado a hablar de santa Ana cuando yo era un muchacho de quince años, antes no se sabía nada de ella”[21].
Al multiplicarse las cofradías populares instituidas bajo la titularidad de santa Ana, se diversificaron los temas iconográficos en los que el personaje comparte protagonismo con su hija, complaciéndose en explorar los valores edificantes y emotivos inherentes a la relación de ambas. La plástica del siglo XV haría brillar con luz propia aquel asunto en el que santa Ana enseña a leer y comprender el Antiguo Testamento a la Virgen Niña, erigiéndose así en la responsable directa de su educación y conocimiento de las Escrituras[22].
Si hemos de creer a Francisco Pacheco, la presencia de la Educación de la Virgen, “cuya pintura es muy nueva, pero abrazada del vulgo”, en la plástica andaluza arrancaría de principios del Seiscientos[23]. Pese a todo, los siglos XVII y XVIII asistieron a un florecimiento extraordinario del tema, favorecido por sus coincidencias argumentales con el propósito de las academias de inculcar insistentemente la difusión de la ciencia y la cultura. No obstante, las claves de su éxito incuestionable y fulgurante dependerían en buena parte de la dimensión intimista y familiar que la historia indudablemente posee, al jugar siempre con la identificación, complicidad e implicación incondicionales del espectador en la misma. El secreto radica en la habilidad para trascender una realidad histórica puntual en la vida del personaje sagrado en cuestión y convertirla en un motivo fácilmente trasladable al ámbito cotidiano, además de erigirse en el fiel reflejo de cualquier madre que interrumpe con agrado las tareas del hogar para ocuparse personalmente de la educación de su hija.
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