1 ...6 7 8 10 11 12 ...20 Me quedé inmóvil conteniendo incluso la respiración. Escuché a aquella mujer caminar hasta el fondo de la habitación, abrir un archivador y el ruido metálico de los raíles según desplazaba las carpetas. No sé cuánto tiempo tardó, pero se me hizo eterno. Por fin oí el cajón cerrándose con un golpe seco. De nuevo los pasos. Un silencio desconcertante. ¿Por qué no se marchaba ya? De repente la puerta se movía, mi escondrijo se evaporaba. Deseé que apagara ya la luz y se marchara: el peligro habría pasado. Pero no fue así. La puerta se cerró, pero ella no se fue. En vez de eso la vi frente a mí, observándome con una mirada reprobatoria.
―¡No digas nada! ―le pedí con la voz temblorosa―. ¡No grites, por favor! ¡No voy a hacerte daño!
―No creo que pudieras. ¿Quién eres? ―preguntó, sin ni siquiera una pizca de temor en su voz.
―¡No grites, por favor! ¡No voy a hacerte daño! ―repetía yo de forma estúpida.
―No voy a gritar, pero esto tenemos que solucionarlo de alguna manera ―propuso ella en un tono de voz muy suave que actuó como un bálsamo sobre mis nervios―. Mira, te propongo una cosa. Vamos a salir juntos y les vas a explicar a mis compañeros qué hacías aquí. Seguro que hay una explicación lógica…
No sé qué se me pasó por la cabeza. Pero debió de ser algo parecido a eso que llaman instinto de supervivencia. Salté hacia ella y la empujé. Cayó al suelo y yo salí corriendo de aquella habitación sin pensar en nada que no fuera escapar de allí. En unos segundos llegué a la puerta que daba a la sala principal de la comisaría. La abrí, no sin antes quitarme los guantes de látex, que guardé en mi bolsillo junto a la ganzúa y la linterna, y la atravesé. Por fortuna mis amigos seguían con su numerito, aunque el show había perdido interés para muchos, que ya habían regresado a sus puestos de trabajo. Me acerqué a la máquina de agua para disimular. Después, tratando de mantener los nervios a raya, caminé hacia la salida, sin mirar a nadie, con seguridad fingida. Aquella chica tardaría un par de segundos en dar la voz de alarma. Tenía que salir de allí. Me había visto la cara; ya no podría volver nunca a la ciudad. ¿Qué podía hacer? Gabi tendría alguna idea para ayudarme. Buscaría un cirujano que me operara la cara o me conseguiría documentación falsa para empezar una nueva vida lejos de casa. No podía pensar en eso. Lo prioritario era salir de allí antes de que la oficinista apareciera gritando y apuntándome con el dedo. Caminé hacia la entrada principal. Mis amigos me vieron y siguieron actuando, discutiendo sobre quién tenía la culpa del destrozo de la bicicleta. Dos agentes trataban de calmarlos. Ya tenía un pie en la puerta, estaba prácticamente a salvo. Sentía en la cara el aire fresco de la noche. Ya me creía libre cuando una robusta mano me agarró del brazo.
―¡Eh, chaval! ―dijo una voz severa, y al volverme descubrí que pertenecía al mismo agente con el que me había tropezado unos minutos antes.
―¿Sí? ―musité, muerto de miedo.
―¿Has sido tú el que ha avisado de la pelea entre esos dos?
―¿Eh? Sí, sí. Bueno, yo pasaba por ahí y los he visto discutir…
―Ya podías haberte quedado calladito. Menuda noche que nos están dando. La policía tiene cosas más serias de las que ocuparse.
―Lo siento. No pretendía molestar. ¿Puedo irme ya? ―pregunté con la voz trémula sin dejar de mirar la puerta que llevaba a los archivos y sin entender por qué no aparecía ya aquella chica.
―¿Por qué tienes tanta prisa? Oye, ¿tú no eres el que he visto hace un rato allá, junto a la máquina de agua?
―Yo, bueno, yo… ―El agente me escrutaba con sus pequeños ojos marrones―. Tenía sed.
―¡Pérez! ―lo llamó entonces otro agente, desde detrás de una mesa―, tienes una llamada: tu mujer.
―Recuerda que me he quedado con tu cara… No vuelvas por aquí si no es grave, ¿me entiendes?
―No, señor, digo ¡sí, señor! No volverá a pasar.
El agente Pérez me soltó el brazo y se fue hacia el teléfono. Yo me di media vuelta y salí a la calle. Rodeé el edificio con paso firme pero disimulando la prisa y, cuando me encontraba a cierta distancia, eché a correr. Corrí lo más rápidamente que pude hasta que por fin llegué al coche. Me senté en el asiento del conductor y me quedé en silencio, respirando con dificultad y sin saber qué hacer.
Capítulo Cinco
Los primeros descubrimientos
No sé cuánto tiempo estuve allí sentado, solo y en silencio. Necesitaba calmarme. Por mi mente pasaban una y otra vez las imágenes que había vivido durante los angustiosos minutos en la comisaría. No podía quitarme de la cabeza la idea de que aquella secretaria me había visto, de que podía denunciarme, y de que, sin embargo, no había salido tras de mí, gritando y acusándome. De repente la puerta del copiloto se abrió y yo solté un alarido, asustado.
―Cálmate, Dani, somos nosotros ―dijo Andrés, esbozando una sonrisa―. Ha salido todo como lo habíamos planeado, ¿verdad?
―¿Qué tal, Daniel? ―preguntó Gabi montando en el asiento trasero tras colocar la bicicleta en la parte descubierta del todoterreno―. ¿Cómo te ha ido? ¡Menuda cara llevabas cuando has salido!
―¿Vosotros estáis bien? ―pregunté en un susurro.
―Sí, sí, nosotros bien. Cuando te hemos visto salir nos hemos reconciliado y nos hemos disculpado. Así que nos han dejado marchar.
―¿Ah, sí? ¡Qué fácil! ―ironicé―. Pues a mí no me ha ido tan bien.
―¿Qué ha pasado? ―preguntó Gabi con preocupación―. ¿No has conseguido la flecha?
―¡Aquí tienes la maldita flecha! ―exclamé lanzando al asiento trasero la bolsa de plástico donde la guardaba―. Será mejor que nos larguemos ―añadí arrancando el motor.
―¿Qué te ha pasado? Cuéntanoslo ―me pidió Andrés.
Mientras conducía hacia el Cuartel General les expliqué lo sucedido en el archivo de pruebas. Gabi se quedó pensativo y Andrés comenzó a lamentarse porque ya se veía entre rejas como cómplice del delito que yo había cometido.
―Daniel, comprueba si nos sigue alguien ―me pidió Gabi.
―¿Seguirnos? ―pregunté sintiendo que los nervios volvían a apoderarse de mí―. Creo que no ―respondí tras escrutar por los espejos retrovisores la carretera que quedaba a nuestras espaldas y comprobar que estaba despejada―. ¿Por qué no me ha delatado? ¿Por qué no ha salido dando la voz de alarma? ―me pregunté en voz alta, descargando mi temor sobre el volante en un golpe.
―A lo mejor la has empujado tan fuerte que la has matado ―aventuró Andrés provocando una estruendosa carcajada en Gabi y poniéndome aún más nervioso―. Lo digo totalmente en serio, chicos. A ver, Dani, ¿la viste levantarse?
―No, pero…
―¡Ay, madre mía! ―exclamó Andres―. ¡Somos asesinos! ¡La has matado!
―¡¿Qué dices?! ―protesté a punto de caer en la histeria―. No, ¡no! No la he empujado tan fuerte… Yo…
―Ha podido golpearse la cabeza con un archivador… ―imaginó un Andrés desesperado.
―¡Basta! ¡Basta ya! ―chilló Gabi tratando de evitar que cundiese el pánico―. No le hagas, caso, Daniel. No has matado a nadie ―intentó tranquilizarme Gabi al tiempo que me apretaba el hombro para que sintiera un alivio que no lograba vislumbrar―. Ya nos enteraremos de qué ha ocurrido. Es solo cuestión de tiempo ―insistió mi amigo tratando de mantener la calma en aquel coche que atravesaba la noche a toda velocidad.
Llegamos al Cuartel General en unos minutos. Rápidamente y en silencio, guardamos la flecha en la caja fuerte, dejamos la Special Bike en el laboratorio y escondimos los guantes, la linterna y las ganzúas en el fondo de un cajón. Gabi decidió quedarse a dormir en el cuarto de arriba y, como yo seguía muy alterado, le pedí a Andrés que viniera a dormir a mi casa. Aquella noche necesitaba sentirme protegido, y la compañía de mi amigo siempre me había calmado.
Читать дальше