Tres policías salieron y otros tres se asomaron a mirar. Yo me deslicé hacia un lado intentando pasar desapercibido. Me arrinconé junto a la máquina de café y aproveché esos primeros instantes de confusión para echar un vistazo a la comisaría. Tal y como aparecía en el plano del colega de Gabi, había una gran sala principal, que era donde yo me encontraba. Allí estaban los agentes de guardia, varios escritorios donde se tomaba declaración a los detenidos, un par de bancos corridos contra la pared para que los delincuentes esperasen a ser interrogados y, detrás de un biombo, varias sillas de plástico dispuestas en forma de U para el resto de la ciudadanía. Al fondo de la gran sala había tres puertas, tal y como señalaba el croquis. La de la izquierda era el aseo, y así lo indicaba un cartel con las siglas WC; la puerta del medio conducía a los calabozos y al garaje; y la de la derecha daba acceso a las oficinas y al almacén de pruebas. Tuve suerte: aquella era la puerta menos visible, aunque de vez en cuando entraba o salía alguien. Decidí acercarme poco a poco, aunque para ello tendría que atravesar toda la sala.
Gabriel y Andrés entraron dando voces cogidos por los brazos por varios agentes. Seguían porfiando sobre la bicicleta siniestrada. Un policía transportaba la Special Bike. Los sentaron en los bancos destinados a los detenidos y, como ellos seguían gritando e insultándose como si fueran enemigos acérrimos de verdad, el personal administrativo se acercó a ver qué ocurría. Yo aproveché la distracción general para ir directamente hacia el baño, pero no llegué a entrar. Con la espalda contra la puerta, me saqué los guantes del bolsillo del pantalón y me los puse mientras sentía la sangre martillearme las sienes. Miré a mi alrededor. Los agentes y los demás funcionarios se reían de mis amigos y no perdían detalle de la discusión que representaban magistralmente. Andrés me miraba de vez en cuando y si notaba que la gente perdía curiosidad lanzaba otra arenga contra Gabi, quien, con el rostro enrojecido y las venas del cuello hinchadas, trataba de seguirle el juego. Supe que era el momento. La distracción era absoluta. Tenía vía libre. Solo me separaban cuatro pasos de aquella puerta. Luego tenía que recorrer un pasillo y atravesar la puerta del fondo, a mano derecha. Pan comido.
Avancé decidido, pero cuando iba a entrar, la puerta se abrió. Un policía de unos cuarenta años, uniformado, salía murmurando: «¡¿Qué demonios pasa esta noche?!». Metí las manos en los bolsillos mientras sentía que la cara se me ponía roja. El agente se me quedó mirando, escrutándome como solo los policías hacen. Por el rabillo del ojo vi una fuente de agua, de esas que lanzan un chorrito cuando se pulsa un pedal. Sin vacilar me acerqué hasta ella y me puse a beber, esperando que aquel tipo dejase de observarme. El policía, que aún me miró un poco más, se alejó por fin, interesado en la bronca que divertía a todo el mundo.
Entonces me abalancé hacia la puerta, la abrí, entré, la cerré con cuidado y me quedé apoyado en ella un segundo para recuperar el resuello. No me extrañó que aquel policía hubiera salido a ver qué ocurría, los gritos se escuchaban perfectamente desde allí dentro. Avancé con paso firme hacia el fondo del pasillo creyendo que lo peor ya había pasado. Sin embargo, las dificultades no habían hecho más que empezar. La puerta del almacén estaba cerrada con llave.
―¡Maldita sea! ―protesté en voz baja.
Saqué la ganzúa del bolsillo y empecé a manipular la cerradura. No era un cerrojo de seguridad, pero yo no forzaba puertas habitualmente, así que, pese a que Gabi me había explicado cómo se hacía ―de pequeño solía colarse en la biblioteca los fines de semana para leer libros exentos de préstamo―, aquella cerradura se me resistía.
―Vamos, vamos, ¡ábrete!… ―rogaba en susurros sin dejar de mirar al fondo del pasillo, consciente de que la sala principal estaba repleta de agentes de policía.
―Vuelvo a la oficina, aquí no hay más que gentuza ―escuché decir a alguien al otro lado de la puerta.
El corazón me latía a mil por hora. Seguía manipulando la ganzúa con todas mis fuerzas, pero sin éxito. En apenas unos segundos la puerta del fondo se abriría y me pillarían con las manos en la masa. Allanamiento, robo con violencia, premeditación, ocultación de pruebas, obstrucción a la justicia… Estaba perdido, por muy menor de edad que fuese. Estaba acabado.
De repente escuché un clac y la puerta se abrió.
En un instante me colé en la sala del archivo de pruebas y cerré tras de mí. Me agazapé en un rincón y entonces escuché claramente el rumor que llegaba de la comisaría, ya que alguien había abierto la puerta del fondo y caminaba pasillo arriba. Deseé con todas mis fuerzas que quien quiera que fuese no se dirigiera al almacén. Oí una puerta que se abría y que se cerraba. Otra vez silencio. Respiré profundamente y poco a poco mi corazón se calmó.
Me puse en pie y encendí la pequeña linterna de bolsillo tras guardar las ganzúas; no podía dejar pruebas de mi incursión. Aquella habitación estaba llena de armarios y archivadores de metal pintados de un amarillo que en la penumbra parecía crema. Estaban ordenados alfabéticamente, así que no fue muy difícil encontrar el que buscaba.
―¡Aquí está! ―exclamé tratando de contener la emoción―. De la L a la O ―susurré y lancé un suspiro al comprobar que por fortuna los archivadores no estaban cerrados con llave. Abrí y comencé a leer los diferentes ficheros, que estaban etiquetados por apellidos―. … Lacalle, … Lamarca, … López, … Luna, … Madinier, … Martínez, … Menéndez, … ¡Eureka! ―exclamé―. Monreal, Eduardo Monreal; aquí está.
Sustraje la carpeta, la abrí y saqué el informe y la bolsa de plástico donde estaba la flecha, aún manchada de sangre. Me quedé en silencio durante un instante, observando aquel dardo ensangrentado que había estado a punto de matar a mi padre. Dudé una vez más, tal vez estábamos cometiendo un gravísimo error. Solo éramos adolescentes; quizá debería confiar más en la policía y en sus investigadores… Pero recordé las palabras de Gabi y me decidí. Enrollé la bolsa de plástico con la flecha en su interior y me la guardé en el bolsillo trasero del pantalón. Devolví el informe a su lugar y cerré el archivador.
Salir de allí tampoco iba a ser tarea fácil. Tendría que ser rápido. Repasé mentalmente el recorrido que me esperaba: salir de aquella habitación, caminar pasillo abajo hasta la puerta que daba a la sala principal de la comisaría, abrirla y disimular con la máquina de agua, con el baño o con lo que fuera. Después, abandonar la comisaría como si no pasara nada.
Me saqué la camiseta del pantalón para cubrir el trozo de flecha que sobresalía del bolsillo. Me acerqué a la puerta e inspiré profundamente. Me disponía a abrirla cuando, de repente, escuché una voz en el despacho contiguo que decía: «Señorita Delagua, vaya por favor al archivo de pruebas y tráigame el expediente número… 20.234/2B, con nombre… García Torres, Amparo García Torres».
Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Miré a mi alrededor buscando una salida. Me pregunté por qué no habíamos tenido en cuenta que podía haber gente en las oficinas aunque fuese de noche, ya que la policía no duerme nunca. Decidí que no volvería a hacer caso a Gabriel y que le cantaría las cuarenta. Bueno, tal vez no esa noche, sino cuando saliera de prisión, en mi vejez, después de toda la vida entre rejas pagando por los delitos que había cometido en los últimos minutos.
Escuché la puerta de la oficina abriéndose y unos pasos que se dirigían hacia el archivo. Escruté otra vez aquella sala buscando un escondite. Si al menos pudiera ocultarme a la vista… aquella oficinista entraría, buscaría su expediente y se marcharía. En dos minutos todo habría acabado. Estaba a punto de entrar y yo seguía sin encontrar dónde ocultarme. La sala de archivos no tenía más mobiliario que varias decenas de archivadores colocados contra sus cuatro paredes. Ni mesas ni rincones escondidos. La secretaria abrió la puerta. Vi una mano que se deslizaba por la pared buscando el interruptor. ¿Qué podía hacer? La puerta se abrió del todo y la oficinista entró, pero no me vio porque en el último instante me había colado detrás de la puerta, confiando en que la dejara abierta tras de sí.
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