Óscar Hernández-Campano - El secreto del elixir mágico

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Daniel, Gabi y Andrés, unos adolescentes que disfrutan de las vacaciones de verano, ven interrumpida su despreocupada vida cuando al 
padre de Dani, arqueólogo y aventurero, le disparan una flecha con misteriosas inscripciones. Desconfiando de la policía, 
los jóvenes deciden investigar por su cuenta. Pronto descubren que toda la humanidad está en peligro.Comienza así 
una aventura que llevará a nuestros héroes por medio mundo en una carrera contrarreloj 
contra las fuerzas del mal. Sin embargo, no lucharán solos. 
Susana, una intrépida aspirante a inspectora, se unirá a ellos y les presentará a una poderosa hechicera: Úrsula. El secreto del elixir mágico es una
trepidante historia llena de imaginación y personajes carismáticos que sigue la tradición de las mejores 
novelas de aventuras aunando viajes, tesoros ocultos y magia.

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―Está bien. Entonces no hay tiempo que perder ―resolví―. Esta noche tenemos que entrar en la comisaría y apoderarnos de la maldita flecha.

―¿Y cómo se supone que vamos a hacer eso? ―preguntó Andrés―. Sería como meterse en la boca del lobo. La comisaría está llena de policías, de delincuentes, de armas que pueden matar…

―Creo que ya sé cómo entrar en la comisaría sin levantar sospechas… ―dijo entonces Gabi, sonriendo.

Capítulo Cuatro

Incursión en la comisaría

Gabi le dijo a su madre que iba a dormir en mi casa porque queríamos probar un programa de ordenador nuevo. Andrés le dijo a la suya que dormiría en casa de Gabriel para ver la lluvia de estrellas con el nuevo telescopio; y yo, aprovechando que mi madre iba a pasar la noche en el hospital y que mi tía cuidaría de mi hermano, no tuve que inventarme ninguna excusa.

Tal como habíamos quedado, llevé el todoterreno de mi padre al Cuartel General. Aunque no tenía edad para conducir, mi madre me llevaba de vez en cuando al aparcamiento del centro comercial a hacer prácticas. La convencí aduciendo que, cuando cumpliera los dieciocho años, estaría mejor preparado para aprobar el examen. Mi padre no estaba de acuerdo: decía que mientras no fuera mayor de edad no debería hacer cosas de mayores, y que con tantas ganas de ser adulto me estaba perdiendo unos años irrepetibles. Sin embargo, mi madre me había concedido un deseo que aquella noche nos iba a resultar muy útil.

A las nueve y media en punto, Andrés estaba sentado en el sofá, pensativo, Gabi consultaba un par de libros en su escritorio y yo rumiaba en silencio lo que estaba ocurriendo mientras observaba desde la ventana cómo el cielo se iba oscureciendo. Y consultaba mi reloj. Tal y como habíamos convenido, vestíamos ropa sin estampados llamativos y no llevábamos documentación.

―Chicos, no creo que sea buena idea, no quiero meteros en ningún lío. Debería hacerlo yo solo ―dije por fin, tras darle muchas vueltas, a y treinta y cinco.

―Daniel, a mí tampoco me hace gracia, pero no te voy a dejar solo en esto ―respondió Andrés sin dejar de frotarse las manos, como hacía siempre que estaba nervioso.

―No hay de qué preocuparse ―aseveró Gabi acercándose a nosotros―. Somos menores de edad, así que, como mucho, nos imputarían una falta… Peccata minuta. Las leyes son claras; no hay nada que temer. Una vez detenidos, nos tomarán declaración y todo quedará en nada. He estado consultando el Código Penal. Calmaos, de verdad.

―¿Por qué arriesgarnos tanto? ―protestó Andrés, que, pese a las explicaciones de Gabi, seguía sin verlo claro―. Me ficharán, llamarán a mis padres, no me darán becas, quedaré marcado, estigmatizado, señalado para siempre. La gente me verá por la calle y me señalará con el dedo. Dirán: ahí va ese, estuvo en… en un reformatorio. Seré un paria, un renegado, un apátrida….

―¡No exageres! ―lo interrumpió Gabi―. Mantén la boca cerrada y todo saldrá bien. Además, lo más peligroso lo va a hacer Daniel.

―Eso no ayuda, Gabi. Quizá Andrés tiene razón y este plan es una locura ―reconocí―. Tal vez deberíamos limitarnos a estudiar el pergamino.

―Ya te he dicho que sin la flecha es como tener la mitad de las piezas de un puzle. Necesitamos ver todos los signos juntos para entender qué ocurre ―insistió Gabi―. Daniel, no pasará nada. Confiad en mí.

―Sigo sin verlo claro ―protestó una vez más Andrés.

Sin embargo, la seguridad que impregnaba a sus palabras nuestro amigo Gabriel terminó por disipar las dudas que seguíamos albergando. Y movidos por la temeridad y el valor que caracterizan la adolescencia, nos pusimos en marcha. Salimos de la cabaña. Cargamos la destrozada Special Bike en la parte trasera del todoterreno y nos dirigimos hacia la ciudad. Ya no había marcha atrás.

―Recordad: llevamos la Special Bike a la puerta de la comisaría. Andrés y yo empezamos a discutir, pero sin pegar de verdad, fingiendo, ¿eh? ―repasó Gabi el plan, mirando por encima de las gafas a nuestro común amigo, quien sonrió maliciosamente―. Daniel, un par de minutos después entrarás en la comisaría y alertarás a los polis. Aprovecha la confusión para colarte en las oficinas. Aquí tienes un kit de ganzúas, una linterna en miniatura con pilas nuevas y guantes de látex para no dejar huellas. Póntelos en cuanto des la voz de alarma. Tendrás solo unos minutos ―añadió, y un escalofrío me recorrió la espalda al imaginar lo que estaba a punto de hacer―. Nosotros te cubriremos. Si vemos que las cosas se ponen feas, alargaremos el espectáculo. Pero tendrás que darte mucha prisa. ¡Ah! Aquí tienes el plano de la comisaría, cortesía de un colega que me debía un favor… no preguntéis quién, ¿de acuerdo? Es solo un croquis, pero al menos sabrás a dónde tienes que dirigirte.

―¿Con qué clase de gente te relacionas, Gabi? ―preguntó Andrés―. Aparte de nosotros, claro.

―No seas tan exagerado. Solo os diré que es un tipo que ha pasado por la comisaría unas cuantas veces por… problemas informáticos. Nada grave, hombre. Lo importante es que sabemos dónde se guardan las pruebas.

―Pero si me pillan con las manos en la masa…

―Alegaremos trastorno mental o algo así, por lo de tu padre. En cualquier caso, eres menor de edad. Insisto, no hay problema. Si sale bien dispondremos de la prueba principal para investigar quién y por qué intentaron asesinar a tu padre. Si sale mal, nos sentaremos a esperar a que el Cerilla lo solucione.

Conforme lo planteaba Gabriel todo parecía sencillo, pero las dudas y los nervios seguían dominándome. Al fin y al cabo, a pesar de que creíamos que nuestra acción estaba justificada, ya que estábamos convencidos de que la policía y el inspector Delagua iban a ser incapaces de esclarecer aquel crimen, nos disponíamos a infringir la ley.

La noche ya dominaba el cielo y una enorme luna pálida fue testigo de nuestra sigilosa marcha hacia el centro. Avanzábamos despacio, sin llamar la atención. Aunque no había mucha gente por la calle, era la hora habitual para sacar la basura, pasear el perro o, simplemente, tomar algo en alguna de las terrazas de verano que surgían por toda la ciudad a partir de mediados de mayo.

Aparcamos a un par de manzanas de la comisaría y descargamos la bicicleta. Como había algunas personas por allí, decidimos esperar un rato en un parque cercano. Al rato, nos separamos, fingiendo que cada uno se iba a su casa. Gabi se encaminó hacia la comisaría arrastrando la bicicleta, yo di la vuelta a la manzana y Andrés fue hasta la avenida para alcanzarnos después de dar un pequeño rodeo.

Poco después nos reunimos en el lugar convenido, ocultos tras unos coches. Aunque Andrés se retrasó y eso nos puso más nerviosos.

―¡Venga, Andrés! ―exclamé en susurros cuando apareció al fin―. ¿Dónde estabas?

―Perdonad chicos, es que me he quedado viendo las noticias en una tienda de teles. Estaban retransmitiendo desde el Tíbet el entierro de un buda.

―Bueno ―interrumpió Gabi sin hacer mucho caso al joven, ya que permanecía atento al edificio―, basta de charlas. Es la hora. Vamos, Andrés, nos toca. Daniel, calma y rapidez, ¿de acuerdo?

―De acuerdo ―le respondí con un nudo en la garganta.

―¿Cuál habías dicho que es la pena por atracar la comisaría? ―preguntó Andrés en un último intento por hacernos desistir.

―Quién sabe. Diez o veinte años… pero para los mayores. Nosotros, nada ―insistió Gabi, exasperado, estirando de su compañero de pantomima hacia la puerta de la comisaría.

A una distancia prudencial de la puerta principal, y tras mirar a su alrededor para comprobar que nadie los había visto colocarse en el improvisado escenario en el que iban a dar su pequeña representación, comenzaron a discutir, primero en voz alta, y después más acaloradamente, fingiendo que se pegaban. Tras los primeros gritos, que llamaron la atención de la gente que pasaba por allí, entré corriendo en la comisaría y alerté a los agentes de que había una pelea.

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