Óscar Hernández-Campano - El secreto del elixir mágico

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Daniel, Gabi y Andrés, unos adolescentes que disfrutan de las vacaciones de verano, ven interrumpida su despreocupada vida cuando al 
padre de Dani, arqueólogo y aventurero, le disparan una flecha con misteriosas inscripciones. Desconfiando de la policía, 
los jóvenes deciden investigar por su cuenta. Pronto descubren que toda la humanidad está en peligro.Comienza así 
una aventura que llevará a nuestros héroes por medio mundo en una carrera contrarreloj 
contra las fuerzas del mal. Sin embargo, no lucharán solos. 
Susana, una intrépida aspirante a inspectora, se unirá a ellos y les presentará a una poderosa hechicera: Úrsula. El secreto del elixir mágico es una
trepidante historia llena de imaginación y personajes carismáticos que sigue la tradición de las mejores 
novelas de aventuras aunando viajes, tesoros ocultos y magia.

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El salón estaba adornado con pósters de películas de aventuras, de paisajes exóticos y, en el laboratorio, supervisando los progresos del joven científico, un retrato de Albert Einstein completaba la decoración.

Justo enfrente de la puerta se hallaba la escalera de caracol por la que se accedía al piso superior. Esa planta se dividía en dos partes, una cubierta y otra al aire libre. En la primera, adonde iban a parar las escaleras, había una habitación con una pequeña cama para emergencias, un armario donde guardábamos mantas, ropa y un montón de revistas viejas, y una cómoda sobre la que descansaba un botiquín de primeros auxilios. En los cajones había juegos de mesa y ropa pasada de moda. En un rincón se abría una minúscula habitación del tamaño de una cabina de teléfonos en la que habíamos instalado un retrete y un diminuto lavabo. Las cañerías, derivadas de las que suministraban agua a la ciudad desde el embalse, entraban por el techo y desembocaban en un arroyo cercano.

En la terraza, a la que se accedía desde la habitación, teníamos tumbonas para tomar el sol. También albergaba la estación meteorológica de Gabi: una caseta con pluviómetros, termómetros, una veleta, un anemómetro y otros aparatos para estudiar el tiempo. Era, además, el lugar idóneo para observar las estrellas y vigilar la tierra, ya que se divisaba la ciudad, el lago y el acceso a la colina.

Sobre el tejado de la habitación que hacía las veces de dormitorio, habíamos instalado la antena de la emisora de radio y la conexión de la electricidad, que, apoyada sobre las ramas de un enorme pino contiguo, llegaba a la red principal, donde estaba enganchada. El agua subía al piso de arriba impulsada por una pequeña bomba hidráulica.

En definitiva, nuestro Cuartel General era un espacio único en el que los tres amigos crecimos y compartimos conversaciones, risas y confidencias.

Cuando Andrés y yo nos aproximábamos a la entrada principal nos percatamos de que la puerta estaba entreabierta, cosa que nos preocupó, ya que siempre la dejábamos cerrada.

―Rodea la cabaña, a ver si hay alguien en la parte de atrás ―le indiqué a mi amigo en voz queda, apoyando la bicicleta sobre la hierba.

―No hay nadie ―me informó al volver a la encina tras cuyo robusto tronco lo esperaba, vigilando la entrada―. ¿Qué hacemos? ―preguntó, esperando que le respondiera con seguridad, a pesar de que yo estaba tan indeciso como él.

―Deberíamos entrar ―sugerí, no muy convencido―. A lo mejor Gabi se ha dejado la puerta abierta.

Nos acercamos con cautela, blandiendo unas ramas, y abrimos la puerta hasta atrás procurando no hacer ruido. Pero la suposición de que no había sido más que un descuido de nuestro amigo se esfumó enseguida. Lo que vimos nos dejó de piedra. Parecía como si un ciclón hubiera entrado en la caseta. Los sillones estaban volcados, las mesas patas arriba y el contenido de los cajones esparcido por el suelo. Las bombillas que colgaban del techo y que estaban conectadas a los cables del tejado estaban rotas, y el ordenador y la máquina de escribir habían desaparecido. La imagen era desoladora.

―¡¡La caja!! ―exclamó entonces mi amigo―. ¡Dani, la caja, la caja fuerte! ―repitió dirigiéndose al lugar donde escondíamos los ahorros comunes que íbamos aportando entre los tres para comprar comida, bebida o cualquier otra cosa que precisáramos en nuestro refugio, y que teníamos escondida en un hueco de la pared, detrás del sofá―. ¡Está abierta! ¡Vacía! ¡¡Maldita sea!! ―exclamó Andrés, dominado por la furia.

Tras un momento de silencio, el mismo pensamiento nos vino a la cabeza: el piso superior. Nos dirigimos rápidamente a las escaleras y, cuando íbamos a subir, una especie de alarido horrible nos detuvo. Alguien bajó las escaleras gritando y corriendo. Su cara no era normal, estaba deformada y resultaba monstruosa. Aquel ser se movía constantemente, como si sufriera espasmos, vociferando palabras sin sentido. No se detuvo; nos arrolló y nos tiró al suelo, sin que fuéramos capaces de reaccionar.

Cuando estaba a punto de escapar, Andrés lo agarró de un tobillo. El espantoso intruso perdió el equilibrio y cayó de bruces junto a la entrada. Entonces me levanté de inmediato y me lancé sobre él, inmovilizándolo. Mi amigo, furioso, se incorporó y lo amenazó con una de aquellas ramas, dispuesto a golpearlo.

―¡Suéltame, Daniel, soy yo! ¡Suéltame! ―exclamó el extraño―. ¡Soy yo! ¡Soy Gabriel! ¡Soy Gabi! ―insistió ante nuestra sorpresa.

Andrés se agachó y le arrancó lo que resultó ser una máscara, apareciendo bajo ella el rostro risueño de nuestro amigo.

―Pero… ¿qué significa todo esto? ―acerté a preguntarle mientras él no paraba de reír.

―¿De qué te ríes? ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién ha destrozado el cuartel? ¿Y ese disfraz? ―preguntaba Andrés, sosteniendo la horrible máscara en la mano.

―Tranquilos, no ha sido nadie. Quiero decir que he sido yo. Pero calmaos, no es para tanto; solo he desordenado las cosas un poco. Vamos, Daniel, deja que me levante y os daré todas las explicaciones sobre el experimento que estoy llevando a cabo. Ahora voy a clasificaros, meteré los datos en el ordenador y listo.

―¡¿Clasificarnos?! ―preguntó Andrés, desconcertado.

―Sí ―respondió Gabi mientras se ponía en pie―, tengo que clasificar las reacciones que habéis tenido: histeria, nerviosismo, valor, cobardía, humor… ―explicó tras ponerse las gafas y sacar el ordenador de debajo de una manta. Lo colocó en su lugar e introdujo acto seguido la información―. Voilà! Ya está, ya estáis en el archivo. Sentíos orgullosos porque vais a formar parte de las estadísticas. Y ahora ordenemos todo esto.

Gabi era un genio, al menos eso pensábamos nosotros. Desde siempre se había interesado por las ciencias. Sentía pasión por la física, la química, la astronomía y las matemáticas. Con solo dieciséis años era un verdadero experto en todas ellas. Además de sus conocimientos, su aspecto desaliñado encajaba con el modelo de genio extravagante. Era alto y delgado, llevaba el pelo demasiado largo y revuelto, y sus de por sí ojos saltones destacaban más a través de los cristales de sus gafas redondas y de montura plateada. Era puro nervio y resultaba difícil encontrarlo sin hacer nada. Cuando estábamos en el cuartel se ponía una bata blanca en la que había bordado su nombre y en cuyos bolsillos llevaba varios bolígrafos y libretas para apuntar cualquier idea que se le ocurriese. Le apasionaba la lectura y era capaz de aprenderse de memoria los nombres de todos los animales que salían en los documentales que echaban en la tele. Sacaba muy buenas notas y, gracias a ello, había obtenido varias becas que invertía en ampliar su laboratorio. Además, era jefe del grupo de ciencias del instituto y disponía de libre acceso a la biblioteca del departamento de ciencias, así como a la sala de ordenadores, otra de sus aficiones. Su peculiar forma de ser y de vestir había chocado varias veces con el resto de los alumnos, que lo veían como un bicho raro, aunque para Andrés y para mí era Gabi, nuestro amigo; por eso lo defendíamos cuando algún macarra se metía con él. Nosotros sabíamos que detrás de todas sus excentricidades se escondía un gran corazón y un generoso colega.

―Oye, Gabi ―dijo Andrés recordando un detalle del experimento del inventor―, ¿dónde está el dinero de la caja fuerte?

―Andrés, te he dicho mil veces que tu excesiva preocupación por el vil metal oscurece tu limpio corazón.

―Déjate de rollos y dinos dónde está el dinero ―insistió Andrés.

―Bien, como quieras. Subamos a la terraza ―nos indicó el genio con su peculiar forma de hablar, haciéndonos un ademán para seguirlo escaleras arriba.

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