Óscar Hernández-Campano - El secreto del elixir mágico

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Daniel, Gabi y Andrés, unos adolescentes que disfrutan de las vacaciones de verano, ven interrumpida su despreocupada vida cuando al 
padre de Dani, arqueólogo y aventurero, le disparan una flecha con misteriosas inscripciones. Desconfiando de la policía, 
los jóvenes deciden investigar por su cuenta. Pronto descubren que toda la humanidad está en peligro.Comienza así 
una aventura que llevará a nuestros héroes por medio mundo en una carrera contrarreloj 
contra las fuerzas del mal. Sin embargo, no lucharán solos. 
Susana, una intrépida aspirante a inspectora, se unirá a ellos y les presentará a una poderosa hechicera: Úrsula. El secreto del elixir mágico es una
trepidante historia llena de imaginación y personajes carismáticos que sigue la tradición de las mejores 
novelas de aventuras aunando viajes, tesoros ocultos y magia.

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Pero aún no me había alcanzado. Todavía había esperanza. Solo unos metros y llegaría al exterior. Sentía ya el aliento sulfuroso del monstruo sobre mi cogote cuando alcancé la entrada. Sin dudarlo, salté hacia la luz del día justo cuando unas de las garras me rozaba la espalda. Caí rodando por la ladera de la montaña. La claridad, como había imaginado, cegó por un momento al monstruo. Aproveché aquella tregua para extraer de la mochila un cartucho de dinamita, prender la mecha con mi mechero de la suerte y lanzarle el explosivo al monstruo, que lo atrapó al vuelo con sus fauces. Corrí montaña abajo y me oculté tras una roca enorme, esperando que la explosión acabara con el infernal guardián del tesoro. Sin embargo, la mutable climatología de aquellas latitudes tropicales quiso que se pusiera a llover copiosamente justo cuando la dinamita iba a explotar. Además, la criatura ya se había habituado a la luz del día. Desde mi precario escondite la vi escupir el cartucho y lanzar a continuación un escalofriante rugido. Después entornó los ojos y escrutó la zona, buscándome. Me agazapé lo mejor que pude. No obstante, no tardó en dar conmigo. Volvió a rugir y aquel sonido me llenó de terror. Me lancé ladera abajo en una carrera desesperada. La bestia se arrojó hacia mí, furiosa y dispuesta a despedazarme. La sentía cada vez más cerca, a punto de darme alcance. Entonces saltó. Yo tropecé, caí rodando y vi que una de sus garras se precipitaba sobre mí. De pronto… me caí de la cama enrollado en las sábanas y empapado en sudor.

―¡Daniel! ―escuché gritar a mi madre, llamándome desde la cocina―. ¡Levántate ya! Se te está enfriando el desayuno.

Todavía estaba desorientado, confuso, y miraba a mi alrededor sin entender. Al ver mis pósters ―la mayoría de películas de aventuras de la época―, mis muebles y, al otro lado de la ventana, el pino por el que entraba y salía de casa a escondidas, me di cuenta de que había sido un sueño. Estaba en el suelo, entre las sábanas, recordando las fauces del monstruo, cuando el reloj que mi padre me había traído de Japón dijo con su voz robótica: «¡Son las nueve de la mañana!».

Me liberé de las sábanas y me dirigí al cuarto de baño. Encendí la luz y me miré al espejo. Mi cabello negro, todo revuelto, me cubría la cara y, a través de algunos mechones, podía verme los ojos oscuros, aún nublados por el sueño. En aquel momento mi cabeza era un torbellino de ideas sin orden ni sentido: recuerdos, pensamientos y el maravilloso, terrible y emocionante sueño que había tenido. De entre todas las voces que me abarrotaban la cabeza aislé una que se fijó en mi mente: era la del reloj oriental, que poco antes había marcado las nueve en punto.

―¡Oh, maldita sea! ―exclamé al tiempo que abría apresuradamente el grifo de la ducha―. ¡Llego tarde a los Tres Robles!

Fueron unos minutos vertiginosos. Resbalé en la ducha, tropecé con el calzado, me hice un lío con los pantalones y, por pisarme los cordones de las deportivas, casi caigo rodando por las escaleras.

El motivo de tanta prisa era mi amigo Andrés. Había quedado con él a las nueve y media en el cruce de los Tres Robles y se tardaban unos veinte minutos en bicicleta desde mi casa. Aquella era una mañana de principios de julio y ya hacía un par de semanas que disfrutábamos de las merecidas vacaciones de verano tras un curso duro del que había salido airoso. No debería haber tenido prisa, pero mi amigo era un fanático de la puntualidad y, la verdad, habría hecho cualquier cosa por no aguantar uno de sus famosos sermones.

Atravesé la cocina en dirección a la puerta de atrás, que daba al jardín y al garaje. Mi madre, sorprendida por mi comportamiento, aunque suponiendo lo que ocurría, dijo frunciendo el ceño:

―¡Alto ahí! ¿Adónde vas sin desayunar? Vamos, hijo, tienes que comer algo. Andas todo el día por ahí y vete tú a saber qué comerás.

―Mamá ―dije mientras cogía unos bollos, los metía en la mochila y me acercaba a ella con intención de darle un beso―, he quedado con Andrés y ya llego tarde. Ya sabes cómo se pone cuando no somos puntuales. Tranquila, con esto ―añadí señalando los dulces y dirigiéndome a la nevera― y un par de refrescos, paso la mañana.

―Ten cuidado, hijo ―me pidió mientras me arreglaba la ropa, cosa que le encantaba hacer, pese a que sabía que yo lo odiaba―. Sabes que me preocupo mucho cuando hacéis el loco con las bicicletas.

―Tranquila, ya sabes que Gabi nos cuida como si fuese una madre.

Ignorando mi incomodidad y la prisa que tenía, continuó arreglándome la ropa y atusándome el pelo. Cuando conseguí que me soltara, salí corriendo, atravesé el jardín, abrí el garaje y monté en mi Mountain Special Bike. Ese era el rimbombante nombre que le había dado a mi bicicleta su creador: mi amigo Gabi.

Siempre me habían gustado los artilugios transformables y los vehículos llenos de sorpresas utilizados por mis héroes favoritos, así que le pedí a mi amigo ―un proyecto de genio algo excéntrico― que hiciera un par de ajustes a mi bicicleta convencional, que le añadiera un par de trucos y…, bueno, el resultado fue una bicicleta aparentemente normal, pero que ya me había sacado de apuros en algunas ocasiones.

Por fin salí de casa y me puse a pedalear a toda velocidad. Tenía que atravesar la ciudad y el tiempo apremiaba. El aire fresco de aquella soleada mañana de verano me acariciaba la cara y revolvía mi cabello. Aquello me hacía sentir muy bien, libre e invencible, como es natural a la edad que yo tenía entonces. Mientras esquivaba personas, farolas y buzones de correos, recordé el sueño y una sonrisa se dibujó en mi rostro. Mi mente me había hecho vivir una aventura a la altura de la que veía en las películas de mis héroes favoritos: exploradores del África virgen, del misterioso Oriente, intrépidos arqueólogos, aventureros todoterreno, agentes secretos, pioneros del espacio exterior…

Entre todos aquellos héroes había uno a quien admiraba por encima de los demás. Se trataba de un aventurero que había estudiado historia, arqueología, arte y lenguas muertas, un explorador de civilizaciones desaparecidas, descubridor de secretos y viajero incansable. Ese era mi padre, el profesor Eduardo Monreal, quien dedicaba su vida a desenterrar reliquias y a buscar tesoros olvidados. Viajaba constantemente por todo el globo y había trabajado para muchos gobiernos recuperando objetos perdidos por el paso de los siglos, o rescatándolos de las manos de ladrones y traficantes de obras de arte. Aquel verano en el que yo pedaleaba contrarreloj, mi padre acababa de regresar de un largo viaje en el que había recuperado la corona de oro y piedras preciosas de un legendario sátrapa del siglo V a. C. Se acababa de coger unas merecidas vacaciones ―que pasaba en casa de forma invariable, cansado de viajar por todo el mundo― durante las que solo se dedicaba a pescar en un lago cercano. De pequeño solía acompañarlo, pero como había que madrugar mucho y cada vez me daba más pereza, era mi hermano Óliver ―un diablillo de diez años― quien iba con él desde hacía un par de veranos.

El reloj que llevaba en el manillar marcaba las nueve y veinticinco y me encontraba bajando la cuesta de la calle Antonio Machado a toda velocidad. Según el cuentakilómetros iba a 65 kilómetros por hora y aumentando. Al final de la calle se veía el paso a nivel del ferrocarril. Apenas tuve tiempo de pensar que ojalá no pasara ningún tren, cuando un antiguo convoy de mercancías empezó a cruzarlo de forma lenta y acompasada. El tren, cargado de contenedores, en su mayoría metálicos, aunque también transportaba algunos de madera, era muy largo e iba demasiado despacio como para que le diera tiempo a terminar de pasar antes de que yo alcanzase las vías.

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