Al llegar, Gabi se acercó a un objeto que estaba cubierto por una tela gris.
―Eccolo qua! ―exclamó descubriendo un flamante telescopio.
―¿Un telescopio? ¿Has comprado un telescopio con nuestros ahorros de todo el curso? Esta vez te has pasado… ―dijo Andrés abalanzándose contra Gabi y dándole palmadas en la cabeza.
Tuve que intervenir para separarlos. Después, cuando se hubieron calmado los ánimos, le pedí a nuestro amigo que nos diera una explicación.
―Bueno, no hay mucho que decir. Fue un flechazo, amor a primera vista. Estaba paseando por la sección de novedades científicas del centro comercial y lo vi. Es tan hermoso, maravilloso… Así que no lo pensé más: vine, cogí el dinero y… ya está, aquí lo tenéis ―añadió de forma entusiasta, aunque nuestras miradas le dejaron claro que no nos bastaba con eso―. Vamos, chicos. Siempre estamos diciendo que desde aquí podemos controlar toda la ciudad, pero hasta ahora hemos tenido que usar esos viejos prismáticos que tienen un alcance bastante limitado. Ahora podremos verlo todo, ¡todo! ―exclamó eufórico, aunque nosotros lo mirábamos sin compartir su entusiasmo―. Pero venga, no os enfadéis. Mirad, se puede ver Venus como si estuviese aquí al lado, los cráteres de la Luna con total nitidez, los anillos de Saturno… ¡Ah!, y la ciudad, claro, incluso el lago… Podremos ver las lluvias de estrellas, las constelaciones, el cometa Halley…
―El cometa Halley, ¿eh? ―repuso Andrés―. Cuando el cometa Halley vuelva a pasar, quizá ya estemos muertos, ¡listillo! ―espetó el muchacho, recordando que el astro había sido visto por última vez en 1986, y que su próxima visita se esperaba para el lejano 2062.
Muy bien, de acuerdo ―aplaudió Gabi, queriendo apaciguar a nuestro amigo―. Veo que has estado atento en clase de astronomía.
―Venga, Andrés, déjalo, ya ―medié―. Tampoco es tan mala compra.
―Dani, parece mentira que digas eso ―se quejó Andrés―, sobre todo después de lo que te ha pasado con la bicicleta. Sí, Gabi, está para el desguace ―sentenció ante la mirada inquisitiva de nuestro amigo―. El dinero que te has gastado sin consultar habría servido para arreglar la Special Bike y para irnos de acampada, que ya está bien de estar siempre aquí encerrados.
―Eso también es verdad ―reconocí. Entonces, pensando en la acampada planeada, recordé algo―. Gabi, ¿has dicho que se ve el lago con el telescopio?
Mi amigo asintió con la cabeza y yo me precipité sobre el artilugio.
―Un momento, Daniel ―interrumpió Gabi, ajustando las lentes del flamante telescopio a la distancia que separaba la cabaña del lago.
―Sí, es verdad, se ve muy bien… ¿a ver?… Sí, ahí está… El todoterreno de mi padre… el lago… la barca y… ―les fui describiendo a mis amigos―. ¡Un momento! ―exclamé, inquietándolos―. Pero… ¡Oh, no! ¡No! ¡No puede ser! ―grité mientras salía corriendo hacia las escaleras.
Capítulo Tres
comienza el misterio
―¿Qué pasa? ―me preguntaron mis amigos, preocupados―. ¿A dónde vas? ―repetían.
―¡Es Óliver! ¡Tengo que ir al lago!
―¿Qué le pasa a tu hermano? ―insistían mientras bajábamos las escaleras―. ¡Daniel!, dinos qué has visto ―me exigió Gabi.
―Algo va mal ―acerté a decir por fin―. Mi hermano está solo en la barca en medio del lago. Y está llorando. Había ido con mi padre a pescar. Le ha debido pasar algo. Mi padre no lo dejaría solo en la barca: Óliver no sabe nadar. Déjame tu bici, Gabi; la Special Bike está hecha pedazos.
―Pero ¿qué has hecho? ¿Te has metido debajo de un autobús? ―preguntó el inventor cuando contempló los restos de mi bicicleta.
―Ya te lo explicaré. ¡Vamos chicos! ¡Deprisa!
―Deberíamos llamar por radio a la policía; nosotros tardaremos un rato en llegar al lago ―propuso Gabi.
―De acuerdo. Hazlo, pero rápido ―le urgí con un nudo en el estómago.
Gabriel conectó el aparato de radio y sintonizó la frecuencia de la policía local. Al principio nadie contestaba sus llamadas de auxilio; solo se escuchaban interferencias. Ajustó el canal y, por fin, alguien respondió. Explicamos lo que ocurría y nos respondieron que una patrulla se dirigiría inmediatamente al lago. Nosotros hicimos lo propio. Andrés en su bicicleta y Gabi, conmigo, en la suya. Pedaleamos como si no hubiera un mañana. Cuando alcanzamos el lago vimos con alivio que un coche patrulla estaba aparcado junto al todoterreno de mi padre. Los agentes habían subido a otro bote que había en el embarcadero y habían remado hasta la barca de mi padre. Vimos a mi hermano en brazos de uno de ellos, sollozando sin consuelo. Corrimos hacia el muelle justo cuando la policía arribaba al embarcadero. Uno de los agentes saltó a tierra con mi hermano en brazos mientras el otro se inclinaba. Entonces descubrimos que mi padre estaba en el bote, tumbado, inmóvil y con una flecha clavada en el pecho. Me abalancé hacia la barca, pero mis amigos me sujetaron. Mi hermano me abrazó y rompió a llorar.
―Muchacho, ¿conoces a este hombre? ―me preguntó el oficial.
―Sí. Es mi padre ―respondí―. Y este es mi hermano, Óliver.
―Nosotros hemos dado la alarma ―explicó Gabi.
―Hay que llamar a una ambulancia, ¡rápido! ―le exigí, asustado.
―Tranquilo, ya está de camino. Tu padre está vivo y se pondrá bien. Parece que la herida no es grave. Van a llevárselo en helicóptero al hospital. No te preocupes, averiguaremos quién ha sido y lo detendremos ―me aseguró el agente intentando calmarme.
―Óliver, ¿estás bien? ―le pregunté a mi hermano, acuclillándome para ponerme a su altura―. Cuéntame qué ha pasado.
―No sé ―farfulló, mientras se frotaba la nariz―. Estábamos pescando cuando se le clavó la flecha… ¡Me asusté mucho! ¡Creía que estaba muerto!
―Tranquilo. Papá está vivo, ya lo has oído. Se va a poner bien. Todo se arreglará ―añadí no muy convencido, pensando en cómo contárselo a mi madre.
El helicóptero apareció enseguida. Las ramas de los árboles cedieron ante el viento huracanado que arrojaban sus hélices. Tuvimos que alejarnos unos metros. Al mismo tiempo, por el sendero, llegaron otros coches de policía llenando el bosque con los aullidos de sus sirenas. Los paramédicos pasaron a mi padre a una camilla y lo introdujeron sin dilación en la aeronave. Mi hermano y yo lo acompañamos durante el vuelo. Andrés y Gabi volvieron a la ciudad en sus bicicletas y uno de los agentes de policía se encargó del todoterreno. Se lo llevó a mi casa. De paso, informaría a mi madre de lo sucedido.
Mi madre llegó al hospital hecha un mar de lágrimas. Nos encontró en la sala de espera. Tenía su melena castaña mal recogida en una coleta. Creo que nunca antes la había visto despeinada. Siempre iba arreglada: le gustaba cuidarse. Su imagen desaliñada y rota de dolor me impactó. Sus bonitos ojos pardos brillaban asustados. Me miró y solo vi preguntas y miedo. Nos abrazamos y nos sentamos a esperar. Mi padre llevaba un buen rato en el quirófano y nadie nos informaba de su estado. Los nervios pudieron más que yo, así que me levanté a pasear un rato. El sonido de mis pasos sobre las baldosas azules rompió el gélido silencio que el dolor y la preocupación habían desencadenado. Gabi me acompañó pasillo arriba. Cuando estuvimos lo suficientemente lejos, me cogió del brazo y me llevó a otra sala de espera, vacía y más silenciosa aún.
―¿Qué pasa? ―le pregunté al ver que quería contarme algo importante.
―Quiero enseñarte algo ―susurró mi amigo de forma misteriosa―. Mira esto ―me dijo con un hilo de voz sacando un trozo de papel del bolsillo de su pantalón―. Lo cogí de la barca de tu padre. Estaba enrollado en la flecha.
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