1 ...8 9 10 12 13 14 ...20 ―Es extraño ―dije rompiendo el silencio, exteriorizando mis pensamientos, con la mirada perdida en ninguna parte―, pero juraría que todo esto ha empezado en su último viaje.
―¡Claro que sí! Fue a Oriente, ¿verdad? ―preguntó entusiasmado Gabi.
―No, no ―mascullé―, fue a Italia.
―¿Como que a Italia? ―cuestionó mi amigo, contrariado, sintiendo que su seguridad se resquebrajaba, contagiándonos a todos su decepción.
―Sí, a Italia. Pero ¿por qué creías que había ido a Oriente? ¿Tiene que ver con la inscripción? ¿Sabes lo que dice? ―insistí recordando sus libros.
Sin contestar, Gabi se quitó las gafas, las limpió con la bata, se las volvió a poner, ajustándoselas cuidadosamente, y comenzó a revolver los papeles que tenía sobre la mesa. Mientras ponía todos los apuntes patas arriba, farfullaba palabras que ni Andrés ni yo fuimos capaces de entender.
―¡Aquí está! ―exclamó mientras sostenía una hoja en alto―. ¡Bien, Daniel! ―la satisfacción regresó a su rostro. Se aclaró la garganta y me miró―. Esto que os voy a desvelar es, como tú dirías, alucinante. Para empezar, anoche, como no podía conciliar el sueño, estuve examinando la nota un buen rato. Pese a que está escrita en caracteres orientales, me dio la sensación de que los trazos eran muy violentos, además de ese extraño color granate, así que esta mañana se lo he enseñado a Matilde, la bibliotecaria, que además de una excelente estudiante y colega, es grafóloga titulada. Ella no sabe lo que dice, pero me pudo asegurar que lo escribió una persona zurda y que la tinta no es tinta normal y corriente. Haría falta un análisis para corroborarlo, pero ella opina que es sangre.
―¡¿Sangre?! ―preguntamos Andrés y yo incorporándonos al momento.
―Exacto. Matilde no pudo determinar nada más, así que me marché al gimnasio de artes marciales.
―Gabi, ¿a qué hora te has levantado? ―preguntó Andrés.
―¿A qué hora os habéis levantado vosotros, perezosos? ―Andrés y yo nos miramos y luego lo miramos a él sin decir nada más. Viendo la curiosidad dibujada en nuestros rostros, continuó relatando sus descubrimientos―. El monitor, a quien di clases de inglés el año pasado, es chino. Cuando le mostré la inscripción, se sorprendió mucho.
―¡¿Y?! ―pregunté impaciente.
―Y no supo contestarme… ―Andrés y yo nos lamentamos, decepcionados. Andrés le lanzó a Gabi la bolsa de patatas y yo me eché las manos a la cabeza temiendo estar en un callejón sin salida―. ¡Al principio no supo contestarme! ―exclamó entonces captando de nuevo nuestra atención―. Veréis, ya me marchaba cuando me llamó y me pidió que entrara en su oficina. Me dijo que esos caracteres le resultaban familiares. Me pidió que lo acompañara a su casa. Vive cerca, así que fuimos andando. Al llegar se puso a buscar entre sus cosas hasta que dio con un libro bastante antiguo, un libro que le había regalado su abuelo cuando era niño y que él releía de vez en cuando. Un libro de cuentos, fábulas y leyendas. Pasó adelante y atrás sus páginas hasta que dio con algo. Una de las notas a pie de página estaba escrita en los mismos caracteres que nuestro papelito ―y mostrándonos el papel en cuestión, exclamó―: ¡La nota que acompañaba a la flecha está escrita en magadhí!
Andrés y yo nos miramos, compartiendo la misma sensación de ignorancia.
―¿Magadhí? ¿Qué idioma es ese? ―le pregunté con ciertas dudas acerca de la verosimilitud de aquella información.
―Cierto es que la ignorancia es atrevida ―constató Gabi con una mezcla de ironía y altivez en su tono de voz, mientras arqueaba la ceja izquierda―. Magadhí, querido amigo, es el idioma que se hablaba hace unos dos mil quinientos años en una amplia zona entre el Himalaya y la India, más o menos el área que hoy ocupan el Tíbet meridional y Nepal ―nos explicó mientras paseaba de un lado al otro de la estancia―. El mismísimo Buda lo utilizaba para predicar.
Andrés me miraba como queriendo preguntarme si nuestro amigo estaba loco, y a continuación le dijo:
―Vamos, Gabi, no te pases.
―Es la verdad; no me estoy inventando nada ―protestó y, alzando con ambas manos uno de los tomos de las enciclopedias que había consultado, exclamó―: Daniel, tu padre ha estado en la cuna de civilizaciones milenarias, ¿no es cierto? Por lo tanto, no es ninguna locura pensar que haya tenido algo que ver con alguien que aún hable magadhí y que haya tenido problemas con quien sea que conoció en el Himalaya, ¿no?
Nos quedamos en silencio. La hipótesis de Gabi era verosímil. No era la primera vez, ni la segunda, que Eduardo Monreal había tenido que salir corriendo de algún lugar perdido, perseguido por ladrones, fanáticos religiosos, terroristas o policías. Incluso, una vez, lo persiguió el ejército entero de un pequeño reino gobernado por un sátrapa.
―Bien, supongamos que tienes razón, ¿qué dice la inscripción? ¿Has podido traducirla? ―le pregunté a mi amigo.
―Está bien, vayamos por partes ―nos rogó Gabi, ajustándose otra vez las gafas―. Este idioma es magadhí, o más exactamente, ardhamagadhí, la lengua de Buda. Mi amigo Lin, el del gimnasio, es budista y tiene un libro con sus enseñanzas, el Canon Pali ―explicó acercándose a la mesa y pasando hacia delante y hacia atrás las páginas de un libro, buscando algo que lo ayudase en su exposición―. Hace un par de años Lin asistió a unas conferencias en las que un maestro budista explicaba el Canon Pali y, entre otras cosas, aprendió que el pali, el idioma en el que está escrito el Canon, no es el idioma en el que Buda predicó; es decir, que el Canon Pali es en realidad una traducción del texto budista original, una traducción de las enseñanzas escritas en magadhí, o sea, una traducción del Canon Magadhí ―concluyó Gabi extendiendo los brazos, sonriendo satisfecho.
Andrés y yo lo mirábamos incrédulos.
―¿Y? ―pregunté por fin.
―Sí, todo eso qué nos importa, ¿eh? ―espetó Andrés, recuperando la bolsa de patatas y dejándose caer de nuevo en el sofá.
―Pues que les enseñaron algo de magadhí por si alguna vez encontraban textos en ese idioma.
―Y ¿cuándo iban a encontrarlos? ¿Al ir al súper? ¿En un cartón de leche caducado hace dos mil quinientos años? ―se burló Andrés, y rompimos a reír.
―No, idiota ―protestó Gabi, contrariado, lanzándole a Andrés una mirada centelleante―; en sus futuros estudios sobre Buda.
―Bueno ―intervine para reconducir la cuestión―, ¿al final te supo decir lo que pone en la nota?
―Sí. Aunque hace tiempo que lo estudió, todavía recuerda lo suficiente para decirme más o menos qué pone ―aseveró cogiendo el manuscrito con una mano y un folio en la otra―. Insisto en que no es una eminencia, pero, poco más o menos, viene a decir algo así. Os leo su traducción:
Olvide la Fuente. Sus aguas pertenecen
al destino y al sueño de la gran
Nindún-Rinpoché.
Son para su amor Eterno.
Olvídela o morirá.
―Bueno, hay amores que matan ―bromeó Andrés.
―Entonces ―dije recapacitando―, no querían matarlo. ¡Era una advertencia! ―exclamé.
―¡Exactamente! ―apostilló Gabi―. Imagina qué puntería hay que tener para dispararle al corazón para que parezca que querían matarlo y fallar adrede.
―Yo ya me lo imaginaba. ¿Para que mandarle una nota al tío que vas a matar? ¡No va a poder leerla! ¡Es de cajón! ―explicó Andrés mientras se sacudía los restos de patatas fritas de la camiseta haciendo que Gabi y yo cayéramos solo entonces en aquella perogrullada. Y rompiendo el silencio que se había adueñado de la habitación añadió―: ¿Y a qué Fuente se refiere la nota? ¿Qué misión? ¿Quién es Nindún-no-sé-qué? ¿Qué quiere decir todo eso?
Читать дальше