Óscar Hernández-Campano - El secreto del elixir mágico

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Daniel, Gabi y Andrés, unos adolescentes que disfrutan de las vacaciones de verano, ven interrumpida su despreocupada vida cuando al 
padre de Dani, arqueólogo y aventurero, le disparan una flecha con misteriosas inscripciones. Desconfiando de la policía, 
los jóvenes deciden investigar por su cuenta. Pronto descubren que toda la humanidad está en peligro.Comienza así 
una aventura que llevará a nuestros héroes por medio mundo en una carrera contrarreloj 
contra las fuerzas del mal. Sin embargo, no lucharán solos. 
Susana, una intrépida aspirante a inspectora, se unirá a ellos y les presentará a una poderosa hechicera: Úrsula. El secreto del elixir mágico es una
trepidante historia llena de imaginación y personajes carismáticos que sigue la tradición de las mejores 
novelas de aventuras aunando viajes, tesoros ocultos y magia.

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―Paciencia. Si la nota os parece un sinsentido esperad a saber lo demás ―anunció Gabi despertando de nuevo nuestra curiosidad.

―¿Hay más? ¿Qué más? ―pregunté con temor al ver el gesto que ponía.

―Daniel, recuerdas que en el hospital nos llamaron mucho la atención los dibujos que rodean el mensaje, ¿verdad?

―¡Sí! Sí, claro, los símbolos en los bordes del papel. Cada vez que pienso en ellos me entran escalofríos. Sí, sí, los recuerdo perfectamente ―insistí cuando Gabi me entregó la nota y vi otra vez aquellas aterradoras figuras.

―Bueno, he investigado esta iconografía ―explicó buscando algo en la mesa; enseguida cogió un libro y se sentó frente a nosotros abriéndolo por donde había puesto un marcapáginas―. Mirad, estos símbolos reciben el nombre de mandalas. En esencia, un mandala es la representación alegórica del universo, de las fuerzas que lo rigen y lo ordenan. En la mística tibetana, según el autor de este libro, son dogmas esenciales. Se utilizan en rituales, en reuniones sociales y, en definitiva, en casi todos los aspectos de la vida tibetana. Lo importante y esencial ―añadió bajando la voz, como si temiera que alguien pudiera escucharnos―, es lo que está dibujado. Este libro explica que todos los mandalas simbolizan algo o representan alguna fuerza. Es decir, que son como mensajes subliminales. Estos ideogramas ―continuó mientras acariciaba con las yemas de sus dedos los dibujos del libro― son inductivos. Transmiten energía positiva si representan a deidades apacibles o negativa si muestran a dioses malvados. El conjunto que forman los dibujos geométricos y los símbolos provoca bienestar o malestar en quien los observa. Normalmente se utilizan para ayudar a la concentración, para alcanzar la sabiduría, el Nirvana o lo que sea. Pero también se pueden usar para hacer el mal, para causar dolor o sufrimiento ―concluyó cerrando el libro de un golpe que nos asustó.

Andrés y yo nos recostamos en el sofá con una extraña sensación en el cuerpo. Gabi nos había impresionado con su explicación.

―No me extraña que me diesen escalofríos ―dije levantándome y frotándome las manos―; incluso ahora estoy destemplado.

―Eso es, captaste su frialdad. Lograron transmitirte el mensaje del mal que llevan implícitos ―me aclaró.

El silencio se apoderó del Cuartel General. Y los nervios me dominaron otra vez. Me dirigí a las escaleras. Me senté, agarrando con fuerza los barrotes de la barandilla, con la mirada perdida más allá de la cabaña. Aún sentía la frialdad de aquellos terribles símbolos. Me preguntaba por el porqué de toda aquella trama de muerte, amenazas y sangre. Andrés también se lo preguntaba, pero él lo hizo en voz alta.

―Mi padre nos lo explicará. Tiene que hacerlo ―resolví con determinación sin dejar de mirar aquella nota maldita que descansaba sobre las rodillas de mi amigo, aquel mensaje en apariencia inocente, pero que escondía una amenaza que ya nos alcanzaba a todos.

Capítulo Seis

Confesiones en el hospital

Antes de marcharnos, recogimos los libros y guardamos la flecha y la enigmática y amenazadora nota en la caja fuerte. Gabi me pidió diez minutos de paciencia, ya que tenía que terminar los últimos ajustes en la Special Bike. Tras ese espacio de tiempo, con puntualidad británica, mi amigo anunció que mi bicicleta estaba lista para la acción. Sin más demora, tras cerrar con llave el Cuartel General, nos marchamos a la ciudad.

Llegamos al hospital enseguida. Al principio no nos querían dejar entrar, pero supimos convencer a la enfermera que nos impedía el paso de que se trataba de un recado importante, y de que no tardaríamos mucho. Dudó bastante porque era la hora de las comidas y el hospital era muy severo en cuanto a las visitas. Finalmente, tras la convincente intervención de Andrés, que era todo un maestro de la elocuencia, nos dieron permiso. Subimos a la cuarta planta, avanzamos por el pasillo, impregnado por el característico olor a medicamentos, aunque mezclado con el aroma de la comida que ya habían servido a los enfermos, y llegamos a la habitación de mi padre.

La puerta estaba entreabierta; todas lo estaban porque se buscaba que corriera el aire para hacer más soportable el calor, que se colaba en el edificio pese al incansable esfuerzo del aire acondicionado. Entramos y cerramos la puerta para poder hablar sin que nos escucharan. Mi padre estaba comiendo; le habían quitado el suero a primera hora de la mañana, tras la visita de la doctora Estevil.

―¡Hola, papá! ¿Cómo estás? ―le pregunté tras darle un beso.

―Bien, hijo, mucho mejor. Hola, chicos. ¿Cómo habéis conseguido entrar?

―Bueno ―balbució Andrés, delatándose culpable―, tuve que convencer a la enfermera de que necesitábamos pasar.

―Ya entiendo ―dijo sonriendo mi padre―. Bueno, y ¿qué hacéis aquí? Tu madre, la tía y Óliver se han ido hace rato a comer. Me han dicho que habíais dormido en casa y que habéis salido a media mañana. ¿No has pasado por casa?

―No, todavía no. Hemos estado en la cabaña… investigando ―dije esperando su reacción.

―¿Investigando? ¿En qué andáis metidos ahora? ―preguntó sin darle la importancia que yo esperaba.

Las dudas nos invadieron. Por un instante nos pareció que mi padre no tenía ni idea de nada. Nuestras miradas se cruzaron intentando comprender qué era lo que ocurría. Intuí que debíamos seguir adelante, porque él debía de conocer las respuestas a aquel misterio que nos tenía en ascuas.

―Papá, verás, queremos que nos lo cuentes todo. Sabemos que estás metido en un lío. No nos mientas, por favor. Dinos qué es la Fuente ―le pedí con el corazón en un puño.

―¿Quién es Nindún-Rinpoché? ¿Cuál es su misión? ―añadió Gabi, visiblemente impaciente.

―No tengo ni idea de lo que estáis hablando ―contestó, tratando de disimular los nervios que lo habían dominado de repente.

―¡No es verdad! ―exclamé apoyándome en la cama con ambas manos y mirándole a los ojos fijamente―. Encontramos un papel enrollado en la flecha que te dispararon ―le revelé y, bajando la voz, añadí―: Yo mismo robé anoche la flecha del archivo de la comisaría. Hemos visto los símbolos, los mandalas. Además, en la nota hay una amenaza escrita en magadhí. Papá, lo hemos traducido y sabemos que te advierten que no te acerques a la Fuente. Pone que el agua es para el destino de Nindún-Rinpoché. Y te amenazan de muerte. ¿No te das cuenta? ―añadí alzando la voz―. Quien te disparó la flecha no quería matarte, sino advertirte. Era un aviso, pero ¡¿por qué?!

El silencio se apoderó de la habitación. Mi padre me miraba fijamente y pude sentir su temor, su miedo; o más bien, su terror. Gabi y Andrés permanecían en silencio, observando, esperando con ansiedad alguna respuesta que arrojara luz sobre aquel misterio.

―Hijo, ¿cómo se te ha ocurrido hacer semejante barbaridad? ¿Robar pruebas?

―Tenía que hacerlo para averiguar quién quiere hacerte daño ―le expliqué mirándolo a los ojos, queriendo que viera en mí la mirada de un adulto, los actos de un hombre, en vez de los de un niño.

―De acuerdo. Mira, te mentí, hijo ―admitió por fin, dando a su confesión un profundo tono de culpabilidad―. Os mentí a todos, a tu madre, a mi tía, a Óliver, a todos ―se lamentó desde el fondo de su alma mientras yo me sentaba a los pies de la cama, sorprendido, nervioso, inquieto; y mis amigos se acercaban para no perderse el más mínimo detalle de aquella reveladora explicación―. ¿Recuerdas mi último viaje? No fui a Italia como os dije. Estuve en Asia, en el Tíbet.

―¡Lo sabía! ―exclamó Gabi, quien se tapó enseguida la boca y recibió un codazo de Andrés, para que se callara.

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