―Papá, dime la verdad ―le insté en tono cariñoso―. Estamos solos. Puedes hablar con sinceridad. Creo que nos has ocultado algo. ¿Por qué fuiste a buscar la Fuente de la Juventud? ¿Fue un encargo? ¿Por qué nos mentiste y dijiste que ibas a unas excavaciones en Pompeya? ¿Qué es lo que pasa en realidad? Vamos, papá, dímelo, confía en mí ―le rogué.
Me miró y pude ver que estaba sorprendido. No respondió de inmediato, simplemente miró al horizonte a través de la ventana, me hizo un gesto con la mano para que me sentara a su lado, suspiró, me miró fijamente y comenzó a hablar.
―Está bien; veo que no te puedo engañar. Ya eres un hombre, Dani, y te mereces saber la verdad. Tienes razón, hay algo que os he ocultado. Es algo muy importante ―confesó en voz baja antes de inspirar profundamente y cerrar los ojos durante un momento―. Quiero que sepas que esto no lo sabe nadie, ni siquiera tu madre, y así debe seguir, al menos de momento ―me advirtió antes de hacer otra breve pausa. Cogió un vaso de agua de la mesilla y tras darle un sorbito, continuó―. Solo te pido una cosa, que no me interrumpas. Ya me preguntarás lo que quieras después ―dijo e hizo otra pausa; volvió a beber―. Hijo, estoy enfermo, gravemente enfermo. Tengo una enfermedad que va a acabar conmigo. El verano pasado me hice un chequeo general al volver del Amazonas y encontraron algo extraño en la sangre. Tras varios análisis me diagnosticaron un grave trastorno degenerativo. Es una enfermedad muy rara: apenas se registran al año media docena de casos en todo el mundo. Por lo visto se transmite por la picadura de un insecto de la selva ―explicó y guardó silencio durante un momento; miró de nuevo por la ventana y prosiguió―. No me preguntes cómo se llama, porque se asemeja mucho a un apellido noruego pronunciado en latín clásico ―bromeó, esbozando una leve sonrisa que me esforcé por corresponder―. El caso es que me debilita, mina mis reflejos, me afecta a los movimientos, a la fuerza muscular, produce envejecimiento prematuro de las células y aniquila mi estado de ánimo haciéndolo descender hasta el mismísimo infierno ―añadió con un hilo de voz. Le cogí una mano, sin decirle nada, solo para recordarle que estaba a su lado y que contaba conmigo―. Hijo, soy un aventurero, un enamorado de mi trabajo y de la vida ―añadió, emocionándose―. Aún soy joven, acabo de pasar la barrera de los cuarenta. Tengo mucha vida por delante, muchos viajes que hacer, muchas aventuras que vivir. Quiero veros crecer a tu hermano y a ti, quiero hacerme viejo junto a tu madre, quiero saber cómo será el mundo dentro de veinte o treinta años. ―Tuvo que detenerse; la emoción lo vencía. Le acerqué el vaso de agua, bebió y continuó su estremecedor relato―: Los médicos me dijeron que en unos dos años no me podré mover de la cama, y que en otros dos, moriré, envejecido, débil, frágil, destruido ―explicó y me miró; ambos teníamos los ojos rebosantes de lágrimas. Al poco continuó―. ¿Te imaginas lo que supuso escuchar eso? No podía creérmelo. Me puse a investigar, consulté con los mejores especialistas del mundo en microbiología, en infecciones, en virus, pero todos me contestaron lo mismo: no existe ningún remedio contra esta enfermedad, ni siquiera hay droga alguna que retrase sus efectos; nada, es incurable. Pero ya me conoces; no me di por vencido. El tiempo corría y no encontraba ninguna solución, hasta aquel día ―añadió de manera misteriosa. Inspiró con fuerza, casi suspirando―. Estaba leyendo el periódico cuando me topé con el anuncio de una exposición arqueológica sobre el Tíbet en el Museo Metropolitano. Me pareció interesante y me venía bien distraerme, así que fui a verla. La verdad es que no era muy original: collares, trajes, utensilios del hogar, en fin, una muestra etnográfica sobre la vida en el Himalaya. Pero algo me llamó la atención. Y es justo en este punto donde empiezan las lagunas de memoria. Recuerdo que vi una vasija, un cántaro o un ánfora para transportar agua o leche; nada extraordinario. Sin embargo la iconografía que la decoraba era única. Los dibujos, en bandas horizontales, mostraban a un hombre que recogía agua de un manantial, después se la daba a una anciana y en la siguiente escena aparecía el mismo hombre junto a una bella joven. Aquello excitó mi curiosidad. Busqué a la comisaria de la exposición y le pedí que me hablara sobre aquella ánfora. Me dijo que la arqueóloga que la había conseguido y que la había donado al museo ―la misma de la que solo recuerdo los rasgos― le había asegurado que se la había comprado a una anciana que juraba ser la muchacha del dibujo, y que tenía ciento cuarenta años tras haber rejuvenecido y vuelto a envejecer. Sé por experiencia que los mitos y las leyendas siempre encuentran una base factual real. Por lo que vislumbré un rayo de esperanza. Pensé que si aquella fuente otorga la juventud, y si realmente existía, tal vez podría curarme. Conseguí que la comisaria me facilitara el contacto de la mujer que había donado el ánfora y después ella me puso en contacto con Lang Ching y… A partir de aquí los recuerdos se disipan como si se apagara la luz dentro de mi cabeza. Sé que llegamos hasta el templo, Dani, sé que estuve delante de la Fuente, que iba a beber de ella ―me dijo con una impotencia que se le salía por los ojos―. Existe de verdad. Y puede curarme.
―Gracias, papá ―le dije conteniendo la emoción, antes de abrazarlo, darle un beso y marcharme rápidamente.
Andrés me invitó a comer a su casa para que sus padres no se enfadaran con él, ya que cada vez que faltaba a dormir imaginaban mil y una mentiras de su hijo y, como confiaban en mí más que en él, mi testimonio fue su coartada. Desde casa de Andrés llamé a mi madre para decirle dónde estaba y que ya había pasado a ver a papá. Mi madre se sintió contrariada porque en aquellas circunstancias quería que pasara más tiempo con ella y con mi hermano. Sin embargo, lo que estábamos haciendo era demasiado importante, ya que, a fin de cuentas, la vida de mi padre estaba en juego.
Después de comer nos dirigimos al Cuartel General. En el cruce de los Tres Robles nos reunimos con Gabi. Minutos después, protegidos y aliviados del calor por la sombra de los árboles de la colina, llegamos a nuestro destino. El paisaje era precioso; los sonidos de la naturaleza me ayudaban a relajarme y, en parte, a olvidar el horror que había invadido mi existencia y la de mi familia. Sin embargo, aquella calma iba a durar poco. Al acercarnos a la cabaña nos percatamos de que la puerta estaba abierta.
Capítulo Ocho
Susana
No había señales de que hubieran forzado la entrada, pero estábamos seguros de que la habíamos cerrado con llave. La cabaña albergaba pruebas demasiado importantes como para arriesgarnos a que cualquier curioso que pasara por allí diera con ellas. Después de la conversación con mi padre, y conscientes de que sus enemigos se habían convertido en nuestros enemigos, nos escondimos tras unos matorrales, asustados de verdad.
―¿Por qué no entramos y nos enfrentamos a ellos? Les daremos una sorpresa ―propuso Andrés, envalentonado por la ansiedad, blandiendo un palo que había cogido del suelo.
―Estoy de acuerdo. Sea quien sea debemos entrar y enfrentarnos a él. Somos tres y Andrés vale por dos, así que es como si fuésemos cuatro ―me avine.
―Habrá más de uno, y seguramente tendrán armas ―repuso Gabi, diciendo en voz alta algo que ya habíamos pensado los tres.
Durante unos instantes cruzamos nuestras miradas nerviosas. El miedo a enfrentarnos a aquellos que habían atacado a mi padre nos mantuvo ocupados un rato, haciendo conjeturas acerca de la identidad de los allanadores de nuestra cabaña. Gabi propuso volver a la ciudad y avisar a la policía. Andrés replicó que si pedíamos ayuda nos arriesgábamos a que los intrusos se marcharan mientras íbamos y volvíamos, y que, además, era probable que la policía registrara el Cuartel General y hallara la flecha y la nota ensangrentada. Tenía razón: no podíamos avisar a nadie. Debíamos encarar aquella situación nosotros solos.
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