Óscar Hernández-Campano - El secreto del elixir mágico

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Daniel, Gabi y Andrés, unos adolescentes que disfrutan de las vacaciones de verano, ven interrumpida su despreocupada vida cuando al 
padre de Dani, arqueólogo y aventurero, le disparan una flecha con misteriosas inscripciones. Desconfiando de la policía, 
los jóvenes deciden investigar por su cuenta. Pronto descubren que toda la humanidad está en peligro.Comienza así 
una aventura que llevará a nuestros héroes por medio mundo en una carrera contrarreloj 
contra las fuerzas del mal. Sin embargo, no lucharán solos. 
Susana, una intrépida aspirante a inspectora, se unirá a ellos y les presentará a una poderosa hechicera: Úrsula. El secreto del elixir mágico es una
trepidante historia llena de imaginación y personajes carismáticos que sigue la tradición de las mejores 
novelas de aventuras aunando viajes, tesoros ocultos y magia.

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―¡¡Seguidme!! ―gritó Andrés, que se había colocado en primer lugar, levantando el brazo―. ¡¡Por el atajo del río!! ―nos indicó abandonando la calzada y adentrándose en la frondosidad del bosque.

Lo seguimos sin rechistar. Avanzamos rápidamente entre encinas, pinos y viejos olivos, alejándonos de la carretera y despistando a los asesinos. No obstante, el terreno se volvió muy accidentado y peligroso. Había muchas piedras, hoyos, peñascos, ramas caídas, raíces superficiales y arbustos que dificultaban mucho nuestro camino.

―¡¡Volvamos a la carretera!! ―gritó Susana― ¡No puedo seguir por aquí con la moto!

―¡Tenemos que cruzar el río! ¡Si volvemos a la carretera nos alcanzará enseguida! ¡Hay que pasar al otro lado! ―le indicó Andrés.

Poco después el camino se volvió más transitable. La frondosidad del bosque dio paso a un claro. Tras sortear dos rocas de considerable tamaño, alcanzamos el río. No era un cauce muy profundo, pero la abundancia de rápidos impedía cruzarlo por aquel lugar. Andrés frenó y se quedó mirado el caudal.

―¡Maldita sea! ―gritó― ¡Nos hemos desviado!

Tras unos momentos de incertidumbre, nos ordenó seguirlo y nos dirigimos río arriba por la orilla. Enseguida vislumbramos un viejo puente de madera que cruzamos sin pararnos a pensar en las pésimas condiciones que presentaba. Volvimos a adentrarnos en el bosque. Doscientos o trescientos metros más allá dimos a parar a la carretera. Nos detuvimos para recuperar el aliento.

―¿Estáis todos bien? ―preguntó Andrés, jadeando.

―Sí ―respondimos casi a la vez, con el corazón en un puño.

―¡Daniel, el radar! ―me indicó Gabi.

Inmediatamente, fijé la mirada en la pequeña pantalla. Mis amigos, nerviosos, asustados y exhaustos, aguardaban mis palabras. Les dije en apenas un susurro que nuestro cazador se aproximaba a gran velocidad, que no debía de estar a más de doscientos metros, quizás tras aquella curva que Gabi miraba.

―Vámonos ya. Hay que llegar a la ciudad ―dijo el genio señalando la curva por la que vimos aparecer la limusina.

―¡Rápido! ¡¡Corred!! ―grité.

Susana aceleró al máximo. Su moto rugió con rabia dejando a sus espaldas una nube de humo gris que se disolvió enseguida. La seguimos pedaleando tan rápido como nos fue posible. Por el retrovisor, sin embargo, vi con pavor que la limusina se acercaba a gran velocidad dispuesta a arrollarnos. Un miedo helado me recorrió la espalda y, pese al esfuerzo, sentí que el final era inminente.

―¡¡La tenemos encima!! ―gritó Susana.

―¡¡Corred todo lo que podáis!! ―les grité a mis amigos justo antes de frenar en seco, derrapando sobre el asfalto y haciéndoles señas para que siguieran sin mí―. Yo me encargo de estos malnacidos ―me dije a mí mismo dispuesto a proteger a mis amigos de aquel peligro, harto, enfadado y cansado, pero consciente de que aquello había dejado de ser un juego de niños, una interesante investigación, una aventura de verano. Era muy real, tan real como el atentado contra mi padre y como las balas que nos acababan de disparar. Decidí enfrentarme al peligro, decidí salvar a mis amigos, aunque para ello tuviera que pagar un precio inasumible. Tomé conciencia de ello y decidí quitarme la máscara de niño que juega en su jardín a superhéroes, de muchacho que fantasea con volar más allá de su imaginación. Aquello era real, nuestra vida estaba en juego: debía luchar y demostrar que era capaz de enfrentarme y vencer mis miedos.

Mis amigos ya se habían alejado bastante y la limusina se acercaba de forma imparable. Entonces presioné un botón del cuadro de mandos al tiempo que pedaleaba a toda velocidad haciendo eses. De un depósito cilíndrico de la parte trasera de la Special Bike comenzó a fluir aceite de motor. Me moví en zigzag para cubrir toda la calzada. Cuando la limusina llegó a la zona mojada, perdió el control y comenzó a dar violentos virajes. El coche resbalaba y derrapaba, fuera de control, acercándose al terraplén. Al final, se estrelló contra un muro de contención, a un lado de la carretera, quedando empotrado y fuera de combate.

Sin perder un instante me reuní con mis amigos, que me esperaban un poco más abajo, desde donde habían visto todo. Me sonreían y prorrumpieron en aplausos y vítores.

―¡¡Yujuuu!! ―grité victorioso al alcanzarlos frenando con un elegante derrape.

―¡¡Olé!! ―exclamó Andrés, aplaudiendo.

―Muy bien hecho, Daniel ―me dijo Susana regalándome una sonrisa benefactora que borró toda preocupación de mi mente.

―Estaba convencido de que el sistema de propulsión de aceite te sería de utilidad, aunque no creí que lo sería tan pronto ―dijo Gabi estrechándome la mano―. ¡Ah! Creo que es muy posible que el coche explote; deberíamos alejarnos más ―añadió, señalando el humo que ascendía desde el motor de la malograda limusina.

―Sí, o que salgan esos tipos con sus ametralladoras ―apuntó Andrés.

En efecto, vimos con sorpresa que unos encapuchados armados con ametralladoras salían del coche y caminaban cojeando hacia nosotros. Cuando nos disponíamos a salir corriendo, la limusina explotó. Una gran bola de fuego la envolvió y la onda expansiva nos dio una bofetada de calor. Nuestros perseguidores, que se encontraban en la zona de la carretera impregnada de aceite, no se dieron cuenta de que una lengua de fuego corría hacia ellos. En un instante los alcanzó y, envueltos en llamas, los vimos saltar ladera abajo. Sin perder un segundo nos marchamos a toda velocidad, mientras una columna de humo se alzaba hacia el cielo, siendo visible a varios kilómetros a la redonda.

Al entrar a la ciudad, nos cruzamos con un camión de bomberos, dos coches de policía y una ambulancia que se dirigían hacia la colina. En lugar de ir directamente al hospital, decidimos pasar por mi casa para comer algo y reponernos del susto. A llegar, más tranquilos porque estábamos en un entorno conocido y seguro, aparcamos en el porche.

―¡Dani, mira! ―exclamó Andrés, señalando una ventana rota a través de la cual pudimos ver mi casa revuelta.

Capítulo Diez

comienza la guerra

Sentí como si un puñal hubiese atravesado mi piel. Un dolor agudo, en el pecho, en el corazón. Era mi casa lo que esta vez había sido violentado: mi hogar, el hogar de mi familia. Fuese lo que fuese, el horror me invadió, el solo hecho de pensar en mi madre y en mi hermano, solos, a merced de quien había planeado tan siniestro misterio, me causaba escalofríos. Fue como una visión, por aquella ventana, pude contemplar, desesperado, el desastre. Era como si todo en lo que había creído se derrumbase de repente. Nada volvería a ser igual, nunca.

El miedo me paralizó. Andrés fue hacia la puerta, que estaba entornada. Gabi me puso una mano en el hombro. Solo entonces reaccioné. Susana me cogió de la mano y echamos a correr hacia la casa. Todo estaba revuelto, muebles, adornos, libros y discos. Parecía que un terremoto hubiera sacudido el salón.

―¡¡Mamá!! ¡¡Óliver!! ―grité una y otra vez, sin recibir respuesta, recorriendo desesperado toda la casa.

―¡Un momento! ―nos alertó Susana en el pasillo de arriba, pidiéndonos con un gesto que guardásemos silencio―. Me ha parecido oír algo ―explicó justo antes de que se escuchase un sollozo que procedía del dormitorio de mis padres.

Traté de abrir la puerta, pero estaba cerrada con pestillo. Ni siquiera lo pensé, me lancé con todas mis fuerzas y el cerrojo saltó por los aires.

―¡¡Mamá!! ¡¡Óliver!! ¡Soy yo, Dani! ―grité al encontrar la habitación vacía.

―¡Espera! ―indicó Susana, señalándome el vestidor.

Ante la mirada nerviosa de mis amigos, me acerqué y lo abrí de golpe. En un rincón, acurrucado entre la ropa, encontré a mi hermano pequeño. Sollozaba desconsoladamente, temblando, con la mirada perdida y muerto de miedo. Me asusté mucho; jamás había visto aquella expresión en su cara. Sin saber muy bien qué hacer, pronuncié su nombre. Ni se inmutó. Lo repetí más fuerte, pero seguía sin reaccionar. Me asusté. Lo agarré por los brazos y lo obligué a mirarme. Grité su nombre una y otra vez, sacudiendo su pequeño cuerpo, hasta que reaccionó. Al reconocerme, me abrazó con todas sus fuerzas rompiendo a llorar.

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