Aintzane Rodríguez - Fuego bajo las nubes

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LONDRES 1910Cuenta una leyenda oriental que las personas destinadas a conocerse están conectadas por un hilo rojo invisible. Este hilo nunca desaparece y permanece constantemente atado a sus dedos, a pesar del tiempo y la distancia.En una sociedad en la que el destino de cada persona está marcado y reglado por un hilo, lo peor que puede pasarte es nacer sin él.O no.Olivie a veces piensa que sería más fácil si ella y su hermano Julien estuvieran enlazados. Otras veces se alegra de que no sea así. Ella reparte su tiempo entre la fábrica, el baile y las sufragistas y su hermano tiene que lidiar con la obligación de ir a la universidad pero querer dedicarse al arte. Elisabeth, por otro lado, se junta con Oli cuando huye de un pasado que parece haberla encontrado mucho antes de lo que ella quisiera, mientras que Nasha está atada a un presente que no quiere dejarla crecer.Nada es fácil y lo es aún menos cuando se anuncian los resultados de las elecciones y el Primer Ministro hace una promesa que nadie espera que cumpla. Nasha, Oli y Beth lucharán por defender sus derechos, aunque cada una tenga su forma de ver el mundo.

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Lo veía en las pesadillas, en las que me buscaba y me encontraba y después… Después nada.

Le di la espalda al espejo, temblando, y tumbé a Will, mucho más tranquilo, en la cuna que me habían dejado. Me vestí, aprendiendo a hacerlo sola como si fuera una niña dando sus primeros pasos. Lo prefería así; si estaba huyendo, si me escondía, no iba a ser como antes. Nada de doncellas, nada de caprichos, de palabras aduladoras pero de mentira, de secretos gritados a voces, del miedo bañando la noche. Sería yo, Beth. Seríamos dos y no necesitaríamos a nadie más.

Había tenido tiempo rodeada del agradable verano francés para pensar en todo lo que había ocurrido. ¿Estaba cometiendo una locura? Mi matrimonio no era perfecto, pero había nacido William y quizá fuera diferente. Tal vez antes solo estaba enfadado porque no conseguíamos el embarazo. A pesar de que lo intentábamos. Dios sabía si lo intentábamos. Incluso cuando yo ya no podía más. Le estaba prohibiendo conocer a su hijo y no sabía si el sentimiento que me llenaba el estómago era pena o miedo. O una combinación de los dos.

¿Estaba cometiendo una locura?

Todo estaba demasiado mezclado. A veces sentía que sí, que todo aquello era una locura. ¿Quién tenía un matrimonio perfecto? Nadie. Había crecido escuchando todo tipo de consejos, de parte de la institutriz y también de mi madre. «El hombre tiene otro temperamento, querida», me dijo una vez, cuando apenas había cumplido los doce. «No siempre van a estar de buen humor y en muchas ocasiones estarán enfadados. Como una hoguera. Para eso estamos nosotras, para apagar el fuego».

¿Acaso había fallado en mi misión? ¿Había sido mi culpa? Tantos años esmerándome en ser una buena mujer, una buena esposa, una buena hija. ¿Para qué? Para nada. Para fracasar. De vez en cuando me ahogaba en esa sensación, en la culpa que se me enroscaba alrededor del cuello y apretaba, apretaba, apretaba. Hasta que lloraba y le pedía disculpas a Dios, a Matthew, a mis padres. A todas las personas a las que había decepcionado. A mí misma. Por no poder extinguir su fuego.

La realidad era diferente.

No había mujer capaz de apagar la hoguera de Matthew.

Y yo lo había intentado. Por eso las marcas de mi cuerpo eran sus quemaduras.

No quería ni una más.

No aguantaría ni una más.

1910

Nasha

Me encontré uno de los primeros periódicos del día tirado en el suelo y como - фото 21

Me encontré uno de los primeros periódicos del día tirado en el suelo y, como con casi todo lo que era gratis, me agaché a cogerlo y leí el titular. Por eso no me sorprendió reconocer la figura estirada y elegante de Olivie en la puerta de mi casa antes siquiera de que ella me viera llegar.

De todas formas, le pregunté:

—¿Qué estás haciendo aquí tan temprano? ¿No deberías estar trabajando?

Me acerqué hasta la puerta, donde ella estaba sentada, con los codos apoyados en las rodillas y los ojos bien abiertos. Al menos, una de las dos estaba despierta.

Oli levantó la cabeza y su cara se iluminó con aquella determinación que había visto en ella durante las reuniones. Tenía la piel tan pálida que las pecas resaltaban demasiado sobre sus mejillas y su nariz, como las mismas manchas que me ensuciaban los dedos.

—Hoy voy más tarde. —Se levantó estirando la parte trasera de la falda. Se había sentado sobre las enaguas en lugar de sobre la tela gris de la falda y ahora el blanco lucía un poco oscuro—. Pareces cansada.

Muy cansada.

—Lo estoy —suspiré, intentando volver a ponerme la sonrisa en la cara sin mucho éxito—. Olivie, ¿qué haces aquí?

—Sabía que aquí vivía Lilian, porque un día ella…

—No, eso no. Me refiero a por qué.

Seguramente, solo iba a confirmarme mis sospechas.

—¿Has leído el diario de hoy? Sé que es muy temprano y que acaba de salir de imprenta… ¡Ah! Lo tienes en la mano.

Asentí. Sospechas confirmadas.

Mientras volvía a casa, con The Daily Mirror arrugado entre mis dedos, me había dado tiempo a leer aquello que parecía importar tanto a Olivie como para presentarse en la pensión de madrugada. Al principio, las letras bailaron un poco ante mis ojos cansados, pero leí el artículo entero y ni siquiera fui capaz de reaccionar. No era tonta, sabía que Olivie tenía motivos para estar enfadada. Simplemente, no entendía por qué había venido hasta mi casa para sentarse en la entrada con esos motivos y el ceño fruncido.

Allí fuera, tan cerca de mi mundo y tan lejos del gimnasio de Edith, no me sentía tan cohibida. En las reuniones sabía que valoraban mi opinión, aunque no lo sentía . Era difícil deshacerme de la incómoda sensación de estar perdida y ser demasiado pequeña mientras todas a mi alrededor parecían tan grandes, tan decididas. En casa de Louise —o en los escalones de la entrada, en su defecto—, llevaba demasiado tiempo haciéndome un hueco y por fin lo sentía mío. Era casi algo físico, como si mi cuerpo pesara más en sótano de los Abadian y se hiciera más ligero en el cobijo de Louise.

Por eso, quizá, Olivie no me intimidaba tanto aquella mañana como cuando la había visto en las reuniones, tan valiente y capaz, sin pelos en la lengua y siempre dispuesta a pelear.

Al fin y al cabo, para eso estaba ahí.

—¡Es una vergüenza! —La luminosidad de su cara cogió un tono cobrizo, iracundo—. ¿De verdad esperan que aceptemos esas condiciones? Escucha: «El recién elegido Primer Ministro, H. H. Asquith, ha hablado con los medios de comunicación acerca del proyecto de ley por el voto femenino que prometió si se alzaba victorioso en las elecciones. “Cumpliré mi palabra, como debe ser”, ha afirmado. También ha añadido que tiene “unas condiciones innegociables” que pretende imponer». Olivie se detuvo unos segundos para alzar la vista del periódico y mirarme, como si esperara una reacción concreta. Bostecé, intentando disimularlo—. ¡Vamos, Nasha! No me digas que no te estás imaginando esas estúpidas condiciones.

No me las imaginaba, las conocía. Serían las mismas de siempre, favoreciendo a las mismas de siempre.

Como siempre.

El sol se había cansado de aguardar a que nuestra conversación finalizara y sus primeros rayos blanquecinos atravesaron el techo de nubes hasta iluminar los adoquines bajo nuestros pies. La calle parecía completamente diferente y también lo parecíamos nosotras.

—Me las imagino —me limité a contestar. Estaba tan cansada.

—¿Y no estás molesta? —preguntó zarandeándome del hombro—. Según ese indeseable, solo van a poder votar las mujeres que superen un nivel de fortuna y que estén enlazadas.

Y que sean blancas. Pero me callé y me estremecí; había sonado en mi cabeza exactamente igual que Louise.

—Lo que estoy es acostumbrada.

—Son poquísimas mujeres las que cumplen todo eso —continuó Olivie, aunque su voz sonaba más baja, difuminada.

«¿Y no estás molesta?». Sí, Olivie, estaba molesta. Estaba muy molesta, pero llevaba con esa misma sensación toda mi vida. Durante dieciséis años, había ido tambaleándome por el mundo, encontrándome con puertas cerradas y chocándome con muros en los que ni siquiera había puertas que cerrar. Me había acostumbrado a ese zumbido constante en mi pecho, a ese malestar en mis huesos; formaba parte de mí. Y, por mucho que quisiera luchar codo con codo por un voto que no parecía que fuera a llegarme a corto plazo —ni a largo, para qué mentir—, estaba ya tan molesta en general que no conseguía estarlo más.

Claro que estaba molesta.

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