Primera edición.
Fuego Bajo las nubes. www.onyxeditorial.com Todos los derechos reservados. Esta publicaci
Fuego bajo las nubes es una novela que nace de la Historia con H mayúscula, pero que crece y se transforma en lo que tenéis entre vuestras manos: una obra de ficción. Escribí esta historia en gran parte para saciar mi curiosidad con respecto al acontecimiento entorno al cual gira la trama, el Black Friday. Ocurrió de verdad. El movimiento sufragista, Emmeline Pankhurst, el Primer Ministro, las elecciones, el proyecto de ley… existieron de verdad. Pero, a pesar de que he querido ser lo más fiel posible a lo que pasó y a la época en la que transcurrió, no deja de ser una obra de ficción en la que narro la vida de unos personajes ficticios. Para poder escribir sobre lo que quería, hay ocasiones en las que he decidido retorcer un poco ese mundo y que así encajara en lo que yo quería lograr. Por ello, si os ha interesado el tema, buscad más allá de estas palabras y encontrad lo que sucedió de verdad, con todos los detalles.
Además, no solo he adaptado la Historia a mi historia, también algunos personajes. Edith Abadian fue en realidad Edith Margaret Garrud, una sufragista que, al igual que ocurre en la novela, impartió clases de defensa personal y artes marciales para mujeres sufragistas. Y también espero haber reflejado en mi historia que el movimiento por el voto femenino tenía muchas caras y las mujeres que lo formaban eran diferentes, con vidas dispares y objetivos distintos al gran objetivo final que era lograr el sufragio de la mujer.
Espero que esta novela os haya encendido la misma chispa de curiosidad que se me prendió a mí en su momento y me hizo querer saber más y más sobre este tema que a veces solo conocemos en la superficie.
La chispa
1910
Mi hermano siempre decía que éramos los niños del nuevo siglo. Ambos habíamos llegado a este mundo casi una década antes de que el esperado cambio de calendario se produjera, aunque, en cierto modo, escucharlo me hacía sentir especial. Fuerte y poderosa.
Apenas era dueña de mi vida, pero me sentía dueña del universo.
Nada más lejos de la realidad.
Solo tenía que mirarme en el espejo para ver cuál era mi barrera, cuál era mi límite, el que se escondía bajo mi piel y se asentaba en mis entrañas. Si me costaba respirar, no era únicamente por el corsé, tan prieto que me amorataba las caderas; era también la fuerza con la que el mundo parecía presionarme el cuerpo hasta hacerme crujir los huesos. Así nos obligaban a funcionar a nosotras.
Así los servíamos mejor a ellos.
Porque Julien era como yo, solo que no lo era del todo. Él tampoco tenía pecho, ni culo y era tan alto y espigado como los juncos del estanque de Clerkenwell. Solo nos diferenciaba la largura de mi cabello, siempre revuelto, y el marrón de sus ojos, que poco podía envidiar al gris sombrío de los míos. Julien tampoco portaba el hilo rojo en el meñique, así que ninguno de los dos tenía —en teoría— el destino marcado, escrito y guiado.
Pero yo era mujer y no importaba lo parecida que fuera a mi hermano, eso me hacía diferente.
Me sentenciaba.
El chasquido de la plancha contra la camisa me sacó de mis pensamientos.
—Te dije que podía hacerlo yo.
Julien me miraba, apoyado en la chimenea, con los brazos cruzados y los labios torcidos. Cuando ponía esa mueca, trataba de mirarlo solo de reojo porque me recordaba demasiado a mí. Era como observar una versión masculina —y mejorada— de mí misma.
—Si Arthur te pilla planchando tu propia ropa, dejarás de ser su hermano favorito —le recordé, burlona. Hacía demasiado tiempo que ya no competía por ese puesto.
Resoplé cuando vi la mancha marrón y el débil humo que nacía de esta, serpenteando hasta el techo.
—¿Crees que se notará mucho con la chaqueta? Puedo preguntarle a papá si…
—Oli —me cortó él—, solo es una entrevista en la universidad.
Solo una entrevista en la universidad. Me mordí la lengua.
—Tienes que ir impecable. Arthur te ha conseguido la oportunidad, pero no puedes darles motivos para que te rechacen.
—No sé qué habría de malo en ello —masculló. Lo vi balancearse sobre ambos pies, como hacía cada vez que dudaba—. Trabajaría en la fábrica, como tú, y ayudaría económicamente en casa.
—Ayudarás mucho más cuando seas médico. Igual que Arthur nos ayuda siendo abogado, aunque me cueste reconocerle su mérito. ¿O te crees que el sueldo de la fábrica es suficiente? —Alisé la camisa con las manos, centrándome en la quemadura. Otro fallo más de la brusca Olivie Darling. Al alzar la mirada casi pude sentir sus ojos lastimeros; seguían teniéndome pena y miedo—. Si saboteas tu propio futuro, te haré la vida imposible, Juls. No desaproveches esto, por favor.
«Esto».
Esto que yo no tenía o tendría jamás.
No dije nada porque, de todas formas, eso no iba a cambiar el hecho de que Julien estudiaría y yo no. Me alegraba tanto por él que a veces se me olvidaba que mi vida se había estancado hacía demasiado tiempo.
Había pocos ingresos y muchos gastos, como en casi todas las familias del barrio. Papá fue claro desde el principio: dinero para los estudios de sus dos hijos. Hijos, en masculino. Todo era en masculino . Casi me hacía gracia. Estudié hasta los trece y con catorce ya estaba trabajando. Con casi dieciocho años tenía que ver a mi hermano mellizo cumplir con algo que él no deseaba y que yo, en cambio, anhelaba con todas mis fuerzas. Me había quedado atrás.
En realidad, siempre había estado atrás.
Aparté la plancha de la camisa cuando el cuello estuvo perfectamente liso. El chisporroteo del metal incandescente me acompañó hasta la ventana, donde colgaba la percha con la chaqueta y la gorra.
No quería mirarlo, no quería mirarlo, no quería mirarlo.
Quería que se fuera y triunfara, que prosperara, pero también quería hacerlo yo.
—¿Te apetece que cenemos fuera hoy? Mrs. Porter vende empanadas a siete peniques. Invito yo.
Y ahí estaba otra vez el hermano al que no podía odiar por mucho que lo intentara. Esa era la parte más difícil de nuestra relación: Julien era todo dulzura y bondad y yo escondía demasiado rencor y veneno. Aunque no podía usarlo contra él, porque no tenía la culpa. Y ojalá la tuviera; enfadarse con una sola persona era más fácil que enfadarse con todas ellas.
—No te preocupes, esta noche trabajo en el estudio —le respondí. Él se puso la camisa que colgaba de mi mano y dio una vuelta para comprobar que la chaqueta ocultaba la mancha. Tendría que llevar abrigo, el frío de enero era muy intenso—. Apenas se ve, menos mal.
—Bueno —musitó cerrando la mano alrededor del pomo de la puerta de casa—, pero te traeré una empanada y ya te la comerás cuando vuelvas.
Suspiré.
Demasiado bueno.
Madame Leonide era la mujer más estricta y callada que había conocido jamás. Era una caricatura: alta, demasiado, y extremadamente delgada. Tenía unos brazos infinitos y los dedos largos y finos como agujas. Me habló una única vez, el día que me contrató para que limpiara su estudio de danza, y dio por hecho que esas palabras me mantendrían contenta los próximos tres años que había estado trabajando allí. Nos limitábamos a intercambiar monosílabos y miradas, como ese juego de niños en el que el perdedor era el primero en apartar los ojos.
Читать дальше