Aintzane Rodríguez - Fuego bajo las nubes

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LONDRES 1910Cuenta una leyenda oriental que las personas destinadas a conocerse están conectadas por un hilo rojo invisible. Este hilo nunca desaparece y permanece constantemente atado a sus dedos, a pesar del tiempo y la distancia.En una sociedad en la que el destino de cada persona está marcado y reglado por un hilo, lo peor que puede pasarte es nacer sin él.O no.Olivie a veces piensa que sería más fácil si ella y su hermano Julien estuvieran enlazados. Otras veces se alegra de que no sea así. Ella reparte su tiempo entre la fábrica, el baile y las sufragistas y su hermano tiene que lidiar con la obligación de ir a la universidad pero querer dedicarse al arte. Elisabeth, por otro lado, se junta con Oli cuando huye de un pasado que parece haberla encontrado mucho antes de lo que ella quisiera, mientras que Nasha está atada a un presente que no quiere dejarla crecer.Nada es fácil y lo es aún menos cuando se anuncian los resultados de las elecciones y el Primer Ministro hace una promesa que nadie espera que cumpla. Nasha, Oli y Beth lucharán por defender sus derechos, aunque cada una tenga su forma de ver el mundo.

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Paso a paso.

No podía ser tan difícil.

Con Mark nada parecía tan difícil.

Elisabeth

Era la primera vez que salía sola de casa desde que me enteré de que el tiempo - фото 18

Era la primera vez que salía sola de casa desde que me enteré de que el tiempo se había terminado, que el último grano de arena se había deslizado por la garganta del reloj y ahora estaba desafiando a las horas, peleándome con ellas para ganar un instante más de libertad. Por algún motivo, Oli parecía entender el miedo y la angustia de mi cuerpo sin necesidad de que le diera ninguna razón y no se había separado de mí en toda la semana.

Oli siempre estaba conmigo y decían que yo aplacaba su ira, pero ella traía calma a mi vida.

Febrero rozaba su fin y yo lo hacía acompañada por ella.

No por mucho tiempo.

Aquella mañana me desperté diferente, como si mi cuerpo fuera más ligero. Sentí un sabor polvoriento en la boca y se me llenó la sangre de una certeza espesa que me obligó a salir de casa, a dejar a Will al cuidado de la señora O’Shea y a no preocupar a Oli para que no me tuviera que acompañar. Quería respuestas. Quería soluciones. El simple pensamiento del desafío me revolvía el estómago, aunque no lo hacía solo por mí. Quería dejar de escuchar gritos, quería dejar de tener miedo, quería ser libre. Por encima de todo, quería que Will lo fuera. Que no lo criaran para ser como él, para manejar los hilos, para cortarlos, para enjaularnos.

Quería que fuera feliz y yo también quería serlo.

Por primera vez en días, durante unas horas, me permití creer que me lo merecía.

En la calle, con ese coraje que parecía haberse convertido en mi impulsor, casi podía olvidar la oscuridad de las últimas semanas. No únicamente la negrura provocada por las ventanas cerradas y las cortinas echadas; también la oscuridad que me nacía de dentro y me cegaba la vista, me adormecía el cuerpo. No podía deshacerme de la sensación de que todo había llegado demasiado lejos, de que mi juego de niños se había saltado todos los límites, de que mi huida había sido un capricho y un pequeño susto. Tal vez había puesto las expectativas muy altas antes de conocerlo. No existían los príncipes y era mi culpa haber esperado uno.

Era mi culpa,

era mi culpa,

mi culpa.

No quería pensar que eso era el amor: medir cada palabra, cada gesto, cada mirada. Había conocido algo diferente en Londres y estaba segura de que había mucho más de lo que conocí en Escocia, de lo que me aseguraron que era lo único.

No quería marcharme de la ciudad que me había dado una familia. No quería volver con la familia que no me había dado amor.

Nunca había recorrido aquel camino con un objetivo que no fuera ir a las reuniones de Edith o a los entrenamientos. Las calles parecían diferentes esa mañana, como si estuviera recorriendo otro lugar y no el mismo sendero que me llevaba al gimnasio de los Abadian en Soho. Sentía que las casas cobraban vida, que sus ventanas eran ojos, que me observaban. Que sabían cuál era mi secreto y que no tenían miedo de contarlo. Eso era lo malo de Clerkenwell: cuando alzaba la vista veía el gris de la ciudad, pero cuando cerraba los ojos volvía a estar en la aldea, con el zumbido constante y molesto de los cotilleos abalanzándose sobre mí. A pesar de la sensación de distancia que parecía establecerse entre unos y otros, no era muy distinto al campo y los rumores corrían con vida propia, saltando de casa en casa, de boca en boca.

Apenas faltaban unas calles para llegar a casa de Edith cuando vi el cartel y me recogí instintivamente el pelo en un moño. Así, tan formal, era demasiado Elisabeth Marie Abbott y muy poco Beth. Me solté el pelo.

Entré en la peluquería sin pensármelo demasiado.

Edith abrió la puerta casi de inmediato, como si hubiera estado esperando el sonido hueco de la madera contra mis nudillos.

—¡Dios mío, Beth! —exclamó, sin saber si sonreír, inflando las mejillas—. ¿Qué te has hecho?

Me sonrojé un poco, pero los labios se curvaron enseguida, llevándome los dedos a los mechones cortos de mi cabeza. Acostumbrada a la enorme mata de pelo, aquel corte por encima de los hombros me hacía parecer, al mismo tiempo, más adulta y más niña. Más Beth, menos muñeca.

Más yo y menos ellos.

Más difícil de encontrar.

—¿Te gusta? —pregunté siguiéndola adentro de casa.

—Lo importante es que te guste a ti.

Me encantaba.

—Me imagino que eso tiene algo que ver con tu visita —continuó haciéndome entrar en el salón.

Asentí mientras me quitaba el abrigo y los guantes y observaba la habitación. Nunca antes había estado en su casa y lo único que conocía era la puerta principal y las escaleras estrechas que bajaban al gimnasio. Todo lo demás había sido un secreto. La sala parecía un museo, con las paredes cubiertas de pinturas y retratos, las mesas llenas de jarrones y pequeñas estatuas, alguna foto y muchas flores. Era acogedora.

Edith me señaló el sillón y se sentó enfrente, hundiéndose un poco en los cojines. Se me hacía extraño verla con un vestido azul y el pelo recogido y adornado con un abalorio. En los entrenamientos, siempre llevaba el moño simple, pegado a la nuca, y la falda negra y amplia que le permitía comodidad para enseñarnos todos los movimientos. Jamás habría llevado una camisa de mangas rígidas, como en ese momento.

—Tú dirás —me instó mirándome directamente a los ojos.

Tragué saliva. Esa iba a ser la primera vez que contara mi historia y siempre había pensado que, si alguien se enteraría primero, esa sería Oli. Quizá porque yo decidiría sincerarme, quizá porque ella era demasiado curiosa con todo lo que me rodeaba. No me extrañaba, había conseguido mantener la verdad oculta demasiado tiempo a costa de algunas excusas no demasiado creíbles.

«Tú dirás», me dijo. Y se lo conté. Londres me había cambiado tanto que el principio del relato se me antojó tan lejano como una leyenda, casi como si hablara de otra persona. En cierto modo, así era. Le hablé de Escocia. Le hablé de quién era, de mis padres —las palabras «vizconde y vizcondesa de Ballater» me rasparon la garganta al pronunciarlas—, de mi vida antes de él. También le hablé de él, de cómo lo encontramos —encontraron—, de cómo nos casamos, de cómo se torció. Le hablé de España, del miedo, del parto, del tren en Sevilla, de la estación de Toulouse. Le hablé del tiempo que estuve allí, de la necesidad de regresar y disculparme y del pavor que me producía hacerlo. Del barco que me devolvió a Inglaterra y de cómo nunca llegué a Escocia. De cómo Londres se convirtió en mi nueva casa y de cómo tendría que dejarla, tarde o temprano.

Más temprano que tarde, en realidad.

Le hablé de todo eso sin atreverme a mirarla a los ojos, a pesar de que los suyos me escocían en la piel. Lo hice balanceando el pie de forma nerviosa contra la alfombra del suelo, mordiéndome el labio, acariciando mi nuevo peinado, limpiándome las lágrimas furtivas que no conseguía retener. Le hablé con el corazón en la mano y temí su reacción. Por mentirosa, por exagerada, histérica, cobarde. Me diría que así eran todos los matrimonios, que la vida no era un cuento de hadas y que el amor a veces dolía.

En su lugar, se inclinó un poco hacia delante y me rodeó las manos con las suyas.

—Has sido muy valiente.

Sus palabras fueron un soplo de aire fresco y sentí que el camino hacia mis pulmones volvía a estar libre, que mi pecho subía y bajaba al ritmo de mi respiración, más calmada, menos dolorosa.

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