—No me extraña. Cada vez menos mujeres los ven y cada vez menos mujeres saben lo que les espera en el suyo propio.
No estaba segura de por qué todo mi cuerpo me picaba de curiosidad. Quería saber más y más. Quería saber si había tenido miedo —aunque me diría que no y yo sabría que era mentira—, cómo lo había hecho, si no era peligroso, cómo distinguía cuándo iba a ocurrir, cómo cortar el cordón. Quería saber todo lo que le habían enseñado como enfermera.
—¿Cómo pasó? —pregunté, simplemente. Louise arqueó una ceja, sin responder—. Me refiero a cómo supiste que estaba a punto de dar a luz.
—Rompió aguas.
Fruncí el ceño y ella sacudió la cabeza.
—Da igual, Nasha —suspiró, restándole importancia. La niña hizo un gorgorito en mis brazos—. Son cosas que se aprenden.
No supe de dónde salió aquel impulso, pero no pude controlarlo.
—Enséñame.
Louise se quedó quieta y pensé que se reiría de mí. Durante unos instantes, creí que yo misma estallaría en carcajadas. Era una idea ridícula. ¿Verdad?
Ridícula.
—De acuerdo.
Bueno, a Louise no le pareció tan ridícula.
La seguí escaleras arriba, de vuelta a la habitación, y dejamos a la niña en una pequeña cuna que Louise tenía guardada en el almacén. No dije nada más hasta que volvimos a estar en el piso principal, paradas en medio del pasillo de la entrada. Louise me miraba como si esperara una respuesta por mi parte, pero yo le contesté con una pregunta:
—¿De acuerdo?
—Sí, de acuerdo. ¿Qué quieres que te responda? Si quieres que te enseñe lo que yo aprendí, me parece bien. —Se encogió de hombros y se deshizo del lazo con el que había estado sujetando sus tirabuzones. Con el pelo suelto parecía menos aterradora—. Además, podría ser un buen comienzo si quieres estudiar esto.
El mundo cesó de girar. ¿Estudiar? Yo no estaba hablando de estudiar, o de escuelas o de profesores. Estaba hablando de algo mucho más sencillo: ella y yo en su despacho mientras se dedicaba a saciar el agujero de mis dudas. La próxima vez que ocurriera algo como lo de aquella mañana, quería poder hacer algo más que simplemente estar.
Ella vio mi cara de preocupación, porque la sonrisa bailó burlona en sus labios.
—¿De qué tienes tanto miedo?
«¿Quieres escuchar la lista completa?».
—De nada. Pero no puedo estudiar, Louise. No tengo dinero, ni preparación…
Soy mujer. Y negra. Y pobre. Al final, casi todo se resumía en eso. Louise escuchó aquello a pesar de que yo no había llegado a pronunciarlo y su mueca se agravó.
—Ya veremos cómo solucionamos eso más adelante.
Y se acabó. Louise siempre tenía la última palabra. Desapareció en su despachó, y me quedé allí plantada, con una sensación extraña floreciendo en mi pecho, enroscándose entre los huesos de mis costillas.
Si así era cómo se sentía que confiaran en mí, no quería dejar de sentirlo nunca.
1909
Toulouse era una ciudad encerrada en un espejo.
A un lado del cristal estaba mi vida allí. Efímera, volátil. De corta duración, porque ya tenía los billetes del barco que me llevaría a Liverpool en apenas una semana. Tan solo una semana en la pensión, pero me sentía una persona nueva. El cambio empezó en el tren desde Sevilla, cuando me deshice del moño tirante y me recogí el pelo en una trenza. Casi sentí cómo mi mente se aflojaba también, cómo mis pensamientos discurrían más rápidos.
Al otro lado del espejo, en la vida real, estaba mi casa de Escocia.
Cada mañana me despertaba Will, llorando. Su llanto comenzaba casi escondido, sin querer llamar la atención, hasta que inundaba la habitación y se escurría escaleras abajo, también por la ventana, llenando la quietud de la ciudad con sus quejas. Toulouse aún dormitaba cuando el día se iniciaba para nosotros. Si me giraba para verme reflejada en la superficie brillante, mi imagen terminaba por difuminarse y el marco dorado y antiguo que rodeaba el cristal se convertía en una ventana a lo que ocurría en casa.
En mi vieja casa.
Allí, el silencio todavía dominaba todas las estancias, con la única excepción del leve crujido de la madera y el reloj arrastrando las horas. En la parte del servicio, en cambio, ya se habrían puesto con las tareas. Pronto subirían a abrir las cortinas y ahuecar los cojines y, mientras acunaba a William entre mis brazos tarareando una nana, sentí la tentación de quedarme a mirar. Nunca había estado presente en aquel ritual que despertaba a la casa porque nosotros seguíamos durmiendo.
Pero la imagen en el espejo también se difuminó y mi figura volvió a recortarse en la cara plateada, recordándome que no estaba allí, que los muros de piedra de la casa ya no me protegían, solo me encarcelaban. Que no estaba segura, a pesar de que echaba de menos lo que no me daba miedo.
Aun así, había sido incapaz de quedarme mucho más tiempo en tierras francesas. En Toulouse nadie me juzgó por el bebé que cargaba en brazos, aunque mi hilo rojo centelleaba con fuerza. Nadie me preguntó por el padre, por si era el mismo al otro lado del lazo. A nadie le importó o, al menos, no tanto como les importé yo. Yo como persona, como mujer, como madre; no como la hija del vizconde, como la mujer de Matthew Cleveland. Me trataron con cariño y en la pensión me cuidaron para que me recuperara del parto.
La pareja que vivía en la casa al final de la calle me saludaba todas las mañanas cuando salía a dar una vuelta. Se sentaban en el jardín y ella dibujaba en un cuaderno y él leía, ambos con los ojos brillantes de emoción. Al volver, siempre me regalaban el boceto, sucio y precioso, con la firma de ella, pero también la de él. Arielle y James. Siempre unas sonrisas amables incluso los días que amanecía gris. La mujer que se encargaba de la pensión cocinaba también para mí. Todos los días. Por las mañanas bajaba las escaleras y me encontraba un pain au chocolat y una taza de leche en la mesa, siempre acompañado de una nota de buenos días y un garabato hecho por alguno de los niños que se hospedaban allí con su familia. La mujer que vivía en la habitación contigua le tejió un gorro a Will y el hombre que recorría la ciudad con su carrito de flores a veces me regalaba unos tulipanes que iba agrupando en un vaso de cristal.
Me preguntaban qué tal estaba yo y después qué tal estaba el bebé. No les importaba solo él, también prestaban atención a la primera respuesta.
« Très bien » , les respondía en francés. Mitad mentira y mitad verdad.
Me sentía culpable por todas las personas que me habían ofrecido su ayuda, que habían estado cuidando de Will mientras yo descansaba o las veces que tenía fuerzas suficientes para enfrentarme a él. Era un bebé de unas semanas, pequeño, como si hubiera nacido de un capullo de rosa. Pero no había sido así. Era fruto de algo mucho más oscuro que un jardín de flores y me aterraba ver esa negrura en sus ojos.
Seguía sin tener el hilo y no podía evitar que esa culpa también pesara sobre mis hombros. Lo estaban castigando. Dios lo castigaba por mi culpa, condenándolo a vivir sin nadie al otro lado. Por huir, por alejarlo de su padre, por no haber sido la esposa perfecta. No me habían castigado lo suficiente, así que mi hijo tendría que pagar por mí.
Pero era un hombre, y tal vez estaba mejor sin enlazar. Tendría muchas más opciones así.
Y menos probabilidades de ser como él.
Ahora solo lo veía en mis sueños. En los buenos, en los que me sacaba a bailar cuando la fiesta ya comenzaba a decaer y éramos los únicos girando en el salón. En los malos, en los que sus gritos sonaban tan alto que los pájaros emprendían el vuelo, saliendo de los huecos entre las piedras. En los nostálgicos, en los que me recorría el brazo con sus dedos, recostados en la cama, contando los lunares que bañaban mi piel pálida. En los terribles, cuando esos dedos ya no eran cariñosos y se clavaban en mi carne. Cuando me demostraba que tenía diez años más que yo y cien veces más fuerza; cuando mis forcejeos apenas lo agotaban y, en cambio, sus golpes me dejaban exhausta.
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