Aintzane Rodríguez - Fuego bajo las nubes

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LONDRES 1910Cuenta una leyenda oriental que las personas destinadas a conocerse están conectadas por un hilo rojo invisible. Este hilo nunca desaparece y permanece constantemente atado a sus dedos, a pesar del tiempo y la distancia.En una sociedad en la que el destino de cada persona está marcado y reglado por un hilo, lo peor que puede pasarte es nacer sin él.O no.Olivie a veces piensa que sería más fácil si ella y su hermano Julien estuvieran enlazados. Otras veces se alegra de que no sea así. Ella reparte su tiempo entre la fábrica, el baile y las sufragistas y su hermano tiene que lidiar con la obligación de ir a la universidad pero querer dedicarse al arte. Elisabeth, por otro lado, se junta con Oli cuando huye de un pasado que parece haberla encontrado mucho antes de lo que ella quisiera, mientras que Nasha está atada a un presente que no quiere dejarla crecer.Nada es fácil y lo es aún menos cuando se anuncian los resultados de las elecciones y el Primer Ministro hace una promesa que nadie espera que cumpla. Nasha, Oli y Beth lucharán por defender sus derechos, aunque cada una tenga su forma de ver el mundo.

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—No hace falta que pares —me instó señalando con la mirada el pincel que había dejado secarse sobre el frasco—. Me dijiste que podías enseñarme. ¿Es un buen momento ahora?

Entrecerré los ojos. Yo nunca había accedido a eso. No parecía un buen momento, pero, en realidad, nunca lo sería. Si le enseñaba, incluso con mi técnica torpe y mis trazos novatos, sería aferrarme a algo fuera de mi alcance. No podía seguir caminando por un suelo de cristal, con pisadas imprecisas y temblorosas, y esperar que no se rompiera bajo mis pies.

Quizá, por esa sensación de caída, sentía unas extrañas cosquillas en el estómago.

—No quieres que te enseñe.

—Sí que quiero —me rebatió él—. Si no, no te lo habría pedido.

Suspiré, nervioso, porque así me sentía a su lado. Pequeño, pero a la vez no tanto como me había esforzado en creer que era.

—Está bien —accedí tendiéndole el cuaderno y el pincel—. Toma, empieza.

—¿Así? ¿Sin ninguna explicación?

—Coges el pincel, lo mojas en agua, después en pintura y entonces manchas el papel con esa pintura. Eres artista, Mark, sabes empezar.

La realidad era que no quería decirle que no sabía por dónde empezar a enseñarle algo que yo nunca había tenido que aprender. Las acuarelas eran la única cosa que sentía que de verdad controlaba. Lo hiciera mejor o peor, el pincel obedecía mis órdenes, seguía a mi corazón, desenredaba los nudos de mi cabeza y las risas atascadas en mi pecho. Hacía la vida más fácil saber que sobre el papel solo quedaba marcado lo que yo quería y no lo que otros esperaban que quisiera. Si es que aquello tenía algún sentido.

Mark parecía realmente perdido mientras llenaba la hoja de garabatos. El pincel estaba demasiado mojado y los colores se diluían, arrugando el papel y mezclándose entre ellos. Tenía una expresión extraña, con los labios fruncidos hacia un lado y la presencia de un único hoyuelo en la mejilla contraria. Resoplaba de vez en cuando, pasaba los dedos sobre los colores para comprobar que se hubieran secado y volvía a coger el pincel con las yemas teñidas.

—Esto es de locos —se quejó—. ¡Las acuarelas no me hacen caso!

—Tienes que dejar que los bordes se sequen si no quieres que se te mezclen los colores.

—Teoría básica de acuarelas para niños pequeños, y yo, que se supone que me dedico a esto, no puedo evitar empapar el papel.

Él chasqueó la lengua y sopló sobre las gotas rebeldes que manchaban la hoja, pero no dijo nada más, volviendo a concentrarse en el pincel. Agité la cabeza, aunque, de alguna forma, me reconfortaba pensar que la Escuela no lo era todo, que no lo enseñaba todo. Que había futuro para mí fuera de esas aulas de pintura y escultura.

—Me sorprende que nunca hayas aprendido a usar las acuarelas —respondí limpiando el pincel que él me ofrecía y usándolo después para retocar algunas partes del dibujo en las que se habían mezclado los colores—. Son la parte más fácil de pintar.

Y la más barata, callé.

Mark tenía los ojos muy abiertos, siguiendo con atención el recorrido de mis dedos por el papel. Me ponía nervioso sentir que su mirada parecía atravesarlo todo, incluso mi piel, como si pudiera hurgar entre mis huesos y jugar con mis pensamientos. Intenté concentrarme en el dibujo y no en él.

—En la Escuela nos dejan potenciar lo que se nos da bien y abandonar lo que no. No estoy seguro de hasta qué punto eso nos ayuda como artistas, pero, desde luego, es muy cómodo que no te fuercen a hacer algo que no sabes.

—No parece muy útil.

—Supongo que lo es si sabes sacarle beneficio.

—¿Tú has sabido?

Contente, Julien.

Mark asintió, convencido, y después se mordió el labio, intentando reprimir las palabras antes de decirlas.

—Tú también sabrías —se limitó a contestar, al fin, arrugando la nariz con cautela—. Si entraras en la Escuela, sabrías aprovecharla al máximo, estoy seguro.

La plaza parecía un cuadro, inmóvil y muerta, como si alguien la hubiera querido conservar exactamente como la vio. No se escuchaba el rasgar de los carboncillos o el siseo de los pinceles, las risas y las conversaciones, el tintineo de los botes de cristal ni las pisadas de la gente. Los pájaros ya no piaban desde sus escondites en los tejados, donde yo aún podía observarlos, quietos y en silencio. Parecía incluso que las nubes se habían detenido sobre nuestras cabezas, peleándose contra la fuerza del viento que las empujaba por el cielo.

Solo vivíamos las palabras de Mark que ahora flotaban ante mí y yo. También su sonrisa se había congelado, esperando una respuesta.

—Si entrara. No voy a hacerlo —apunté, con el regusto amargo de nuestro último encuentro en la lengua. Él pareció percibirlo, porque su sonrisa se apagó un poco.

—Ya hemos hablado de esto antes, lo sé.

—Pues para.

—Vale.

—No es tan sencillo.

—Ya te he dicho que vale.

Pero no parecía un «vale» y me sentía juzgado. Fruncí el ceño. Mark me había dicho que quería que le enseñara a pintar con las acuarelas y lo estaba usando para presionarme. O quizá solo era yo, presionándome a mí mismo. Me encogí un poco, incómodo. Nadie sabía cuánto había pensado en la Escuela, cuántas veces había valorado mis opciones, cuántos muros me había encontrado en el camino. No tenía derecho a cuestionar mis motivos.

—No me apetece hablarlo —musité. No sigas, no sigas, no sigas.

Para.

No podía entender que no había dinero, que no tenía el apoyo. Que tenía un camino marcado y no podía salirme de él.

Para.

Mark se relajó a mi lado, desinflándose como un globo de feria.

Tú nunca me has preguntado.

—¿Qué?

De repente, su presencia ya no consumía la mía y parecía que se entremezclaban en el espacio que nos separaba. Volvió a morderse el labio y esa vez, cuando me miró, no aparté los ojos de los suyos.

—Nunca me has preguntado si para mí fue fácil. Piensas que hablo sin saber y es cierto que no te conozco, porque tú no dejas que te conozca. No dejas que sepa nada de ti, y me culpas por no entender lo que te pasa.

—No es eso…

—¿No es qué? Julien, no te estoy echando una bronca. Solo quería decirte que sé que es difícil y que, sea cual sea tu situación, no quiero que pienses que no lo entendería. Aunque me gustaría conocer más del Julien que vive fuera de esta plaza. —Se quedó callado y, cuando me miró, no supe qué decir—. Si tú quieres —añadió.

Quería.

Yo también quería conocerlo.

Pero me daba mucho miedo. Si dejaba que se abriera paso a través de mí, le estaría allanando el camino a que se hiciera un hueco y terminara echando raíces. Sus ideas, al final, tendrían demasiada fuerza porque ya no llegarían desde fuera, vendrían directamente de mí mismo.

—No estoy acostumbrado a hacer amigos.

Porque Oli no contaba, ¿verdad?

—No hace falta que me cuentes desde el principio los secretos oscuros de tu familia. Con saber cuál es tu comida o libro favorito creo que me conformaré. De momento.

Sonreí.

—El pan.

—¿El pan? Es la comida más aburrida del mundo. No empiezas con muy buen pie, Julien Darling…

Aun así, él me respondió que le gustaba el queso, que odiaba la fruta, que se había leído tantas veces Historia de dos ciudades que no recordaba haber leído nada más en su vida.

Le hablé de Oli, de que me gustaba dibujarla, de que era la mejor bailarina que había visto en mi vida. Le hablé también del sufragismo, callándome muchos —muchos— detalles, y le hablé un poco de Arthur y de su empeño en que fuera doctor.

Aunque no dije demasiado, él le prestó atención a cada palabra.

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