Luigi Garofalo - Lo jurídico como categoría del espíritu.

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En el estudio de Luigi Garofalo se reconstruye y analiza a fondo el pensamiento, en particular jurídico, de Nicolás Gómez Dávila, que, al concepto de derecho, a la noción de justicia y a la institución del Estado dedico un denso y penetrante trabajo, titulado De iure (redactado en torno a 1970 y
publicado en 1988 en Bogotá), junto a tantas de sus breves y agudas reflexiones recogidas sobre todo en los Cinco volúmenes de Escolios (editados también en Bogotá entre 1977 y 1992), los cuales han despertado gran interés por parte de varios filósofos europeos, especialmente alemanes e italianos, comenzando por Franco Volpi.

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A su regreso a Colombia, Gómez Dávila se unió muy pronto en matrimonio a Emilia Nieto Ramos y con ella, futura madre de sus tres hijos, se estableció en una gran residencia muy recientemente construida, la casa de estilo Tudor a la que ya se ha hecho referencia, situada en el barrio El Nogal de Bogotá. Y del país de origen, si se hace excepción de un viaje de seis meses por Europa en 1949 en compañía de su esposa, que le dejará una sensación amarga –viajar por Europa “es visitar una casa para que los criados nos muestren las salas vacías donde hubo fiestas maravillosas” 325–, no se movió ya nunca hasta el 17 de mayo de 1994, fecha de su muerte. Pero no tanto por un sentimiento de fidelidad desmesurada hacia Colombia y a sus connacionales, con los que Gómez Dávila decía tener en común tan solo el pasaporte 326, cuanto por un arraigado deseo –quizás afianzado a consecuencia de la aparición de una dificultad de movimiento, resultado de una caída del caballo ocurrida en 1948 en la estancia familiar de Soacha 327– de afincarse en su propia casa 328, honrando con ello como es debido el precepto de la stabilitas loci de su adorada regla benedictina 329y huyendo al mismo tiempo de los tormentos emotivos evocados en las Notas (“no he querido viajar, porque ante todo paisaje que me conmueve, mi corazón se desgarra por no poder morar allí eternamente” 330). Y afincarse en su propia casa significaba sobre todo para él, ya lo sabemos, permanecer en la monumental biblioteca que constituía el fulcro de esta.

No siempre solo, sin embargo: aparte de sus familiares, para quienes siempre estaban abiertas las puertas de aquella que algunos 331han descrito, posiblemente de forma exagerada, como una celda monacal, solía acoger en ella a sus amigos, con los cuales se entretenía en placenteras conversaciones sobre los temas más diversos 332. Entre ellos, elegidos posiblemente guiándose por el principio –fijado en los Escolios – de que “sólo es interesante conversar con quienes acostumbran dialogar ansiosamente consigo mismos”, siendo quienes caminan imperturbables hacia su propia meta un “espectáculo fascinante, pero interlocutores aburridos” 333, se pueden recordar: Hernando Téllez, crítico y escritor, Félix Antonio Wilches, un docto fraile menor que conoció en Roma en 1949, Douglas Botero Boshell, político y diplomático, Mario Laserna Pinzón, uno de los fundadores de la Universidad de los Andes, matemático en cuanto a su extracción científica 334. Con ellos y con algunos otros 335, el reservado y esquivo Nicolás mostraba su trato amable, su innata generosidad, su acentuado sentido del humor : en suma, ese núcleo profundo del carácter que la mujer y los hijos, a los que estaba ligado por un intenso y tierno afecto, podían apreciar constantemente 336.

Interrumpía su vida retirada para pasear por las calles de la ciudad, parando a veces en el Jockey Club 337, para participar en el consejo de administración del Banco de los Andes 338, en el que había sido cooptado en virtud de su competencia, para visitar el almacén de alfombras y tejidos heredado del padre, para morar brevemente en la finca campestre, para asistir a misa 339o para pronunciar alguna conferencia en instituciones varias o también, desmintiendo radicalmente la misantropía de la que muchos lo consideraban afligido, para intervenir en eventos sociales organizados por la oligarquía de su ciudad 340. A este respecto, es sugestivo el recuerdo de Laserna Pinzón: “todos los que, atraídos por su figura de casi dos metros, bigotes, cigarro y bastón, lo veían caminar lentamente por el centro de Bogotá, quedaban impresionados tanto por la familiaridad con que lo saludaban limpiabotas y vendedores de billetes de lotería […] como por la calma con que observaba los escaparates” 341.

Así pues, era un católico practicante, cuya fe había crecido con los años “como el follaje de una primavera silenciosa” 342, que se maravillaba ante la importancia atribuida al hombre por el cristianismo 343y se jactaba de no haber dudado nunca de una única cosa: la existencia de Dios 344. Y no descuidaba aducir las pruebas para él dirimentes de esa existencia, consciente de que las apreciarían aquellos que no tienen necesidad de ninguna demostración al respecto 345: “a través de lo creado: a través de la belleza de una frase, de una forma, de un volumen; a través de lo que una presencia humana impone con autoridad serena; a través de su nobleza, su orgullo, su esplendor, su sufrimiento, su dicha; a través de la verdad parcial que no se basta; a través de la pasión intelectual que anhela una ascensión áspera, abrupta; es, así, a través de una dialéctica carnal que Dios aparece a mi razón, de manera tan irrefutable como deslumbra mi fe” 346. Pero hasta del ateísmo sacaba la confirmación de tal existencia, siendo “ante todo una definición de Dios”: más bien, una definición de la relación de Dios con el mundo, desde el momento en que “el Dios del ateo es el Dios que no interviene en el mundo, el que entrega al hombre a sí mismo, el que lo abandona a su destino” 347.

Reacio a contar episodios autobiográficos extraños a su mundo interior, porque de ahí habrían salido páginas semejantes a “un murmullo de confidencias en un dormitorio de hospital” 348y porque, siendo para él la vida una “anécdota que esconde nuestra personalidad verdadera” 349, sobre la anécdota no merece la pena demorarse 350, es sabido sin embargo que Gómez Dávila declinó seductoras ofertas de carrera política –incluida, posiblemente, la candidatura a la presidencia de la república con vistas a la competición electoral ganada en 1958 por el liberal Alberto Lleras Camargo, que gozaba de su estima, a la cual correspondía 351– y que incluso rechazó el cargo de embajador en París y Londres 352. Podría decirse que para encarnar hasta el fondo aquel “vivir con lucidez una vida sencilla, callada, discreta, entre libros inteligentes, amando a unos pocos seres”, decantado en una de sus glosas 353y tan alejado de aquel activismo que embrutece, o mejor “animaliza”, enfocado por otra 354; y también aquella vida rutinaria que, a diferencia de la mayoría, inclinada a ver en el adjetivo un insulto, consideraba un índice apropiado del arte de vivir 355.

Nos engañaríamos, no obstante, si nos lo imaginásemos como un santurrón aterrorizado o confundido frente a la fisicidad del hombre, en cuyo cuerpo, no por casualidad, divisaba “la fábula del alma” 356. Muy relevante en este sentido es la siguiente referencia a sí mismo: “sensual, escéptico y religioso, no sería quizá una mala definición de lo que soy” 357. Así pues, sensual también 358. Hasta el punto de escribir: “que este cuerpo que duerme abandonado junto al nuestro y esa dulce curva que nace de la nuca y fluye hasta el vientre no perezcan” 359. La supremacía que Gómez Dávila concedía a la inteligencia no le impedía, por tanto, reconocer la importancia de la materialidad del individuo. Pensaba en efecto que “la inteligencia que olvida o desprecia los gestos voluptuosos, desconoce la densidad que presta al mundo la oscura presencia de la carne” 360; y asimismo que “no habremos aprendido a gozar sensualmente el mundo sino cuando el gesto que palpa se prolongue en arabesco de la inteligencia” 361. Suya es esta confesión referida a la intimidad cotidiana: “siento que mi existencia sólo tiene dos puntos de plenitud y equilibrio. […] Mi ser se cumple sólo en la yerta cumbre de la idea o en el valle bajo y sofocante del erotismo. La meditación más abstracta sobre el espíritu, sus normas, sus principios, o la tibia selva de los gestos voluptuosos. Sólo me conmueve el lívido amanecer que me encuentra desesperado ante el problema insoluble o ante el cuerpo inviolable, que ni su complicidad traiciona” 362.

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