Luigi Garofalo - Lo jurídico como categoría del espíritu.
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publicado en 1988 en Bogotá), junto a tantas de sus breves y agudas reflexiones recogidas sobre todo en los Cinco volúmenes de Escolios (editados también en Bogotá entre 1977 y 1992), los cuales han despertado gran interés por parte de varios filósofos europeos, especialmente alemanes e italianos, comenzando por Franco Volpi.
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Según Gómez Dávila, en efecto, esta, que es “actitud solitaria” 195, consiste propiamente en el “arte de formular lúcidamente problemas” 196, pero problemas verdaderos, los cuales, precisamente por ser verdaderos, tienen historia y no soluciones 197: no pudiendo considerarse tales, desde luego, aquellas que son etiquetadas con ese nombre, computables en verdad entre los emblemas de la ideología de la estupidez 198, puesto que “inventar soluciones no es ocupación de inteligencias serias” 199, las cuales saben perfectamente que, referida a problemas verdaderos, “la palabra ‘solución’ tiene sonoridad grotesca” 200y por ello tienden a “descubrir un problema en toda solución”, que es “el acto filosófico genuino” 201. Así pues, en opinión del colombiano, que reivindica como “santos patronos” a Montaigne y Burckhardt 202, esto es, al maestro del escepticismo y al de la historia 203, lo que conviene a la filosofía, llamada a dar cuenta de los grandes interrogantes que azotan a la existencia 204a través de un lenguaje accesible 205, es mostrar que “los problemas metafísicos no acosan al hombre para que los resuelva, sino para que los viva” 206(y, por otro lado, “el hombre vive de sus problemas y muere de sus soluciones” 207); que el universo está empeñado en una aventura metafísica, a falta de la cual todo es trivial 208(“el mundo”, por lo demás, “felizmente es inexplicable” 209); que el mal está presente como “vestigio de una resaca metafísica” 210y asume formas varias 211; que existe el misterio y cómo debe ser circunscrito, sin pretender explicarlo 212. En cambio, no se adapta a la filosofía banalizar el destino del hombre, olvidando las enseñanzas de la tragedia griega y del dogma cristiano 213, ni excogitar razones “para dudar de lo evidente” 214, y por tanto de Dios; y tampoco predicar nada, salvo que se trate de lo eterno 215, dado que “todo fin diferente de Dios nos deshonra” 216. Se confirma así la idea, ya expuesta por Volpi 217, de que para el autor de los Escolios –que hace suyo el credo ut intelligam de San Anselmo, traduciéndolo en un innovador “creo para volverme inteligente” 218– creer en Dios es un acto filosófico (no por casualidad define depender de Él como “el ser del ser” 219) y hacer filosofía sin la fe resulta imposible 220.
Lo importante, observa Gómez Dávila, no es en ningún caso “que el hombre crea en la existencia de Dios”, sino que “Dios exista” 221. En su opinión, tampoco puede perturbar la opinión de aquel que, dando crédito a una “noticia dada por el diablo que sabe sumamente bien que la noticia es falsa” 222, encuentra que Dios ha muerto: aun siendo interesante, esa opinión no es capaz de rozar a Dios 223y ni siquiera representa “el máximo error moderno”, constituido en cambio por la creencia de que “el diablo ha muerto” 224. Sobre Nietzsche, el pensador que con más autoridad ha anunciado la muerte de Dios, nuestro autor tiene, por otro lado, una opinión que no es de ningún modo desdeñosa” 225, que tiende incluso a la admiración por “un alma tan noble” –así es definida ya en Notas 226–, como atestiguan varios textos, entre ellos los siguientes: “el Übermensch es recurso de un ateísmo inconforme. Nietzsche inventa un consuelo humano a la muerte de Dios; el ateísmo gnóstico, en cambio, proclama la divinidad del hombre” 227; “Nietzsche es solamente malcriado; Hegel es blasfematorio” 228; “como la filosofía es tierra colonizada por aristotélicos y kantianos, un Kierkegaard o un Nietzsche, más que soberanos constitucionales de sus reinos, parecen usurpadores imperiales” 229; “leer a Nietzsche como respuesta es no entenderlo. Nietzsche es una interrogación inmensa” 230; “Nietzsche es el paradigma del reaccionario que claudica, adoptando las armas del enemigo, porque no se resigna a la derrota” 231; “a pesar de su rabia contra el cristianismo, el linaje de Nietzsche es incierto. Nietzsche es un Saulo que la demencia rapta en el camino de Damasco” 232, “Nietzsche sería el único habitante noble de un mundo derrelicto. Sólo su opción podría exponerse sin vergüenza a la resurrección de Dios” 233; “si el cristiano pudiese ser demócrata, todos los venablos de Nietzsche lo hubiesen traspasado”: pero la hipótesis no se da, porque “la democracia proclama la soberanía del hombre, el cristianismo la de Dios” 234.
Además de escribir que lo prefiere como postulado de la estética más que de la ética 235, pareciéndole que es “la hermosura en que florece la hermosura” 236, de Dios dice el colombiano que es “el término con que le notificamos al universo que no es todo” 237; que nos permite mirar el mundo sin tener que elegir “entre temblar o mentirnos” 238; que es el único para el que “somos irreemplazables” 239; que también en nosotros quiere “la sed de lo grande, lo noble, lo bello” 240; que no pide “nuestra ‘colaboración’, sino nuestra humildad” 241; que no exige “la sumisión de la inteligencia, sino una sumisión inteligente” 242; que, a través del cristianismo –portador de la noción de perdón y no de pecado 243–, enseña no ya “que el problema tenga solución, sino que la invocación tiene respuesta” 244; que afortunadamente podría ser injusto, hasta el punto de llegar a perdonar nuestras culpas 245, especialmente en el momento del juicio final, el cual, no menos afortunadamente, no le corresponde al hombre 246; que desgraciadamente la Iglesia católica le ha traicionado a veces, por ejemplo con aquel Concilio Vaticano II –por otro lado, solo una voz “en el verdadero concilio ecuménico de la Iglesia”, representado por su historia 247– que parecía “un conciliábulo de manufactureros asustados porque perdieron la clientela” más que una asamblea episcopal 248.
Lejos de comprender que la religión no “se originó en la urgencia de asegurar la solidaridad social, ni las catedrales fueron construidas para fomentar el turismo” 249, este cónclave, añade el colombiano, ha abierto el camino a un “catolicismo electoral”, que prefiere “el entusiasmo de las grandes muchedumbres a las conversiones individuales” 250, y a una Iglesia que, no habiendo conseguido que los hombres practiquen lo que enseña, se limita a enseñar lo que los hombres practican 251. Salvo prometerles –a través del sucesor de los apóstoles, que lo proclama desde el solio pontificio– que “encabezará el ‘progreso de los pueblos’ hacia un paraíso suburbano” 252.
Con todo y con eso, Gómez Dávila, que se retrata como “un pagano que cree en Cristo” –el agitador crucificado cercano al Pantocrátor bizantino y no al “modelo de las asistentas sociales” 253– más que como un cristiano 254, en la convicción, por otro lado, de que “el paganismo es el otro Antiguo Testamento de la Iglesia” 255, sigue profesando el cristianismo 256, única doctrina que plantea todos los problemas 257y que enseña “lo que el hombre quisiera creer y no se atreve” 258, llegando incluso a reconocerlo como su “patria” 259. Por otra parte, sostiene nuestro autor, “lo que se piensa contra la Iglesia, si no se piensa desde la Iglesia, carece de interés” 260. Y desde dentro de la Iglesia, que perpetúa para él “la creación postrera del patriciado romano” 261, se oye su voz que escarnece a los promotores del cambio 262, culpables sobre todo de haber perseguido –incluso aboliendo los “viejos idiomas litúrgicos”– el archivo de toda la herencia proveniente del pasado griego y latino 263, y reclama una religión “monástica, ascética, autoritaria, jerárquica”, porque así debe ser una “verdadera religión” 264.
III. LAS LECTURAS DE UN ESCRITOR POR NECESIDAD Y POR PLACER
Como es evidente, en los Escolios resuenan las innumerables lecturas de Gómez Dávila 265: mayoritariamente realizadas en el reducto de su biblioteca, una estancia majestuosa en el centro de la imponente vivienda de estilo Tudor ubicada en una hacinada calle de Bogotá, donde a “Colacho” –como lo llamaban los amigos– le gustaba pasar cotidianamente largas horas, rodeado de muchísimos libros, casi todos en lengua original, que llegaron a superar los treinta mil ejemplares 266, en gran parte adquiridos gracias a Karl Buchholz, de proveniencia alemana 267, y al amigo de origen vienés Hans Ungar 268. Libros que comprenden, a veces en ediciones raras de factura europea, textos de la literatura universal, de Homero a Goethe y más allá, y del pensamiento occidental –de los presocráticos a Heidegger– e incluso oriental 269, pero muy pocos frutos de los escritores sudamericanos contemporáneos. Y entre estos, de forma nada sorprendente, ni siquiera uno de su compatriota Gabriel García Márquez, distinguido con el premio Nobel en 1982 270, el cual, como adversario caballeresco que era de Gómez Dávila, en cierta ocasión habría admitido: “si no fuese comunista, pensaría en todo y por todo como él” 271(mientras Marco Tangheroni 272, con leve ironía, dirá más tarde: “no siendo comunista, pienso en todo y por todo como él” 273). De cualquier modo, en primera fila se encontraban los escritos de Justus Möser, padre del conservatismo rural 274, la obra completa, en el original ruso, de Konstantin Leont’ev, el fustigador del ‘europeo medio’, los ensayos de Joseph de Maistre, de Juan Donoso Cortés y de otros paladines del pensamiento reaccionario, entre ellos Maurice Barrès y Charles Maurras 275.
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