Según Gómez Dávila, aquel que es reaccionario, y por tanto no duda en declarar que “el hombre es un problema sin solución humana” 134y en proclamar “la presencia englobante” del misterio contra la tendencia moderna a disminuir su importancia 135, expresando con ello un pensamiento “lúcido” aunque “impotente” 136, está condenado de todas formas “a una celebridad discreta, ya que no puede congraciarse a los imbéciles” 137. Al progresista, que “triunfa siempre” 138, le puede oponer que “tiene siempre razón”: y en política, tener razón “no consiste en ocupar la escena, sino en anunciar desde el primer acto los cadáveres del quinto” 139. En particular, está dotado de la sabiduría que le guarda de “enseñar a Dios cómo se deben hacer las cosas” 140; no concede su confianza a lo que no la merece, como la voluntad del individuo 141; sabe ver “la índole paradójica de los hechos, de los hombres, del mundo” 142y piensa que aquello que es “importante” no es demostrable, sino que puede ser solamente mostrado 143; no niega “la importancia de la economía o del sexo, sino la índole económica o sexual del valor” 144; reconoce la existencia del mal –que da “vértigo” y, como los ojos, “no se ve a sí mismo” 145– y de sus astucias, la mayor de las cuales consiste en “su mudanza en dios doméstico y discreto, cuya hogareña presencia reconforta” 146; está animado por el loable deseo “de extirpar del alma hasta las ramificaciones más remotas de la promesa del ofidio” 147; piensa que “el hombre moderno progresista y democrático” se encarga personalmente de ejecutar sobre sí mismo la venganza de su más empedernido antagonista 148; está seguro de que el mundo moderno no será castigado, siendo él mismo el castigo 149; se indigna no por determinadas cosas, sino por “cualquier cosa fuera de lugar” 150; no se le escapa que la izquierda y la derecha han firmado, contra él, un pacto secreto de agresión perpetua 151.
Adversario implacable de las “ideologías optimistas”, que incitan a fusilar inicialmente por amor, proponiéndose sanar a la humanidad, y después por rencor, porque la humanidad resulta insanable 152, y hostil de cualquier modo a todos los programas que fomentan ideales, puesto que “todo individuo con ‘ideales’ es un asesino potencial” 153, Gómez Dávila tiene blancos contra los que desencadena con frecuencia la pluma: entre ellos, en primera línea, “el entusiasmo del progresista, los argumentos del demócrata, las demostraciones del materialista” 154, el fetiche de la libertad 155y la infeliz idea de la igualdad, que pulveriza cualquier pretensión subjetiva de diversidad 156. “Desvelo de la era moderna, porque la salud sólo importuna al enfermo” 157, y “sueño de esclavos”, dado que “el hombre libre sabe que necesita amparo, protección, ayuda” 158, la libertad de hoy en día se resuelve para el autor, en realidad, al igual que la tiranía, en un “estado de servidumbre”: servidumbre para colmo “clandestina”, si se tiene en cuenta que lo que oprime al hombre es “la opinión”, y no precisamente “manifiesta” como en el caso de la tiranía, en la que es “la fuerza” lo que domina a la persona 159. En cuanto a la igualdad, el colombiano ve en ella un paradigma desarrollado a despecho del sentir íntimo de los hombres –en verdad más iguales de lo que piensan y menos de lo que dicen 160, dispuestos de todos modos a inventar la desigualdad, para matar el tedio, si nacieran iguales 161– y no obstante ser evidente que “las jerarquías son celestes”, incluso que “hay una jerarquía de perfecciones”, aun siendo perfecta cada una de ellas 162, mientras que en el infierno todos son iguales 163. Del mismo modo que lo son frente a la muerte, único suceso de la vida terrenal, inexorable “taller de jerarquías”, que respeta los dictados de la democracia 164. Por lo demás, una glosa sobre la cual parece evidente la influencia de Carl Schmitt devela que lo que configura “la estructura política elemental” es el cruce de la relación vertical entre superior e inferior con la relación horizontal entre amigo y enemigo 165.
‘Democracia’, por otro lado, es un término con el que, al parecer del autor, se designa “menos un hecho político que una perversión metafísica” 166(dado que con respecto a la “pasión igualitaria”, que enmascara la “atrofia de la facultad de distinguir”, según él se debería hablar de “perversión del sentido crítico” 167). En efecto, propugnar la democracia es para el sudamericano, como aclara Volpi 168, pretender instalar en el escenario del mundo una impracticable “teología del hombre-dios, en la medida en que ésta” –o sea, la democracia– “asume al hombre como Dios y deriva de este principio sus comportamientos, sus instituciones y sus realizaciones” 169. Si el único fin del hombre es el hombre, observa al respecto Gómez Dávila, de ahí desciende “una reciprocidad inane, como el mutuo reflejarse de dos espejos vacíos” 170. Por eso es necesario sustraerse a la perniciosa magia de los apóstoles de la democracia, portadora de un relativismo axiológico fundado sobre el orgullo 171y opuesto a la objetividad valorativa de la reacción 172. Tarea que parece fácil a sus ojos, una vez sabido que aquellos “describen un pasado que nunca existió y predicen un futuro que nunca se realiza” 173; cultivan un programa, señalado por tres célebres palabras – liberté , egalité , fraternité –, que nos regalará, después de la “etapa liberal: que fundó la sociedad burguesa”, y de la “etapa igualitaria: que funda la sociedad soviética”, la “etapa fraternal, a la cual preludian los drogados que copulan en hacinamientos colectivos” 174(“un ambiente sexual, colectivista, industrioso, caracterizó el predominio de la hembra en la horda arcaica”, anota el colombiano –acaso inspirado por la lectura de Johann Jacob Bachofen–, que luego sigue así: “desaparecido el predominio viril fundado por el jinete, la sociedad individualista y guerrera de los últimos milenios retorna a su viscosa matriz primitiva” 175); crean ordenamientos que se distinguen por una singular característica: cuanto más graves son los problemas que surgen, tanto mayor es el número de ineptos llamados a resolverlos 176; y en todo caso regímenes que conducen a un estado de alarma permanente, propensos como son a eludir las implicaciones concretas de la doctrina en la que se fundan 177(en esto quizá se puede ver una referencia, por parte de un Gómez Dávila precursor de una profundización teórica que incumbe actualmente a todo filósofo que se precie, a las normas que, ante ciertas circunstancias que indican un peligro colectivo real o supuesto, consienten a los detentadores del poder de gobierno decidir la suspensión total o parcial de las leyes que atribuyen derechos subjetivos fundamentales 178); acuñan organizaciones sociales que, por un lado, siguen manchándose con matanzas –las cuales, a diferencia de las de antaño, que se debían “al ilogismo del hombre”, pertenecen “a la lógica del sistema” 179–, y por otro, reservan la cicuta al reaccionario 180.
“Razón 181, progreso 182, justicia” 183, o sea, los goznes en torno a los que gira la democracia 184, en cuyo jardín solo logran florecer la retórica 185, la frustración 186, la envidia 187y la grosería 188, le parecen a Gómez Dávila “las tres virtudes teologales del tonto” 189: o sea, de aquel que no tiene o no ejercita la inteligencia, la cual “es espontáneamente aristocrática, porque es la facultad de distinguir diferencias y de fijar rangos” 190. Filtro capaz de transformar el mundo en algo interesante 191, únicamente gracias a ella –siempre peligrosamente atraída por la imbecilidad, como los cuerpos lo son hacia el centro de la tierra 192– se puede existir en vez de limitarse a vivir, como le sucede a la mayoría 193, rehuyendo de la espasmódica búsqueda de soluciones a los verdaderos problemas del hombre y persiguiendo en cambio la plena conciencia de estos 194, con el apoyo de la filosofía.
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