En 1930 se formó el grupo Bachué, nombre inspirado en el título de una escultura en bronce creada por Rozo en 1925: Bachué, diosa generatriz de los indios chibchas. Estaba conformado por los literatos Darío Achury Valenzuela, Rafael Azula Barrera, Darío Samper, Tulio González y Juan Pablo Varela, y una sola artista, la escultora Henna Rodríguez.83 Según Ivonne Pini, el grupo consideraba que el arte mexicano debía ser el orientador del arte propio de América. Estos nunca despreciaron la tradición occidental y consideraron el retorno a lo indio como una actitud retrógrada y contraproducente. Apostaron por el valor de lo local y criticaron la copia servil de modelos extranjeros.84 El nacionalismo de los Bachué fue universalista:
Los bachués perseguimos la formación de un nacionalismo trascendente, amplio, ancho y abierto a todos los vientos de renovación […]. No predicamos el retorno al indio, no queremos halagar fáciles sensibilidades con el descubrimiento de una indigente cultura indígena […] y por ningún motivo seremos los chovinistas gárrulos que sueñen con patrias minúsculas y misérrimas.85
La década del treinta representa el comienzo del segundo momento de modernidad. Con figuras como Pedro Nel Gómez e Ignacio Gómez Jaramillo el arte sufrió una transformación equiparable a la de las vanguardias pictóricas de principios de siglo. Varios artistas apostaron por una interpretación de la actualidad social local, y por la exaltación de lo americano y lo colombiano. Los escultores José Domingo Rodríguez, Ramón Barba, Josefina Albarracín y Henna Rodríguez concibieron esculturas que representan personas sencillas trabajando el campo o ejecutando otros oficios y costumbres.
Pedro Nel Gómez fue una figura clave en el proceso de modernización de las artes plásticas en Colombia. Viajó a Bogotá a finales de 1923. Allí conoció a intelectuales, artistas, literatos, músicos, políticos y científicos del país, y se actualizó culturalmente. Participó en las tertulias sobre el estado de las artes y la configuración de un arte moderno acorde con la nueva dinámica de la sociedad colombiana. Como élite intelectual, los contertulios se sentían llamados a perfilar los temas y lenguajes en que se fundaría la modernidad cultural.86
La interacción con los intelectuales preparó a Gómez para el cambio cultural de la década siguiente. Los años en Europa robustecieron su nueva visión de la sociedad y del arte. Conoció de primera mano la realidad sociopolítica de Italia. Según Diego Arango, Gómez pasó por tres etapas fundamentales durante su evolución artística, de acuerdo a tres maneras de abordar la realidad, puesto que el maestro siempre fue un artista realista: un primer momento denominado realismo naturalista corresponde a su formación académica, los primeros años de vocación y las lecciones de arte (1914-1923), la estancia en Bogotá (1923-1925) y los estudios en Europa (1925-1930). El segundo momento es el realista social, en el cual se consolida y madura como artista. Los murales son las obras cumbre de su producción. Y el tercer momento, de realismo mítico, corresponde a su etapa madura y tardía, en la cual se ocupa de los mitos nacionales.87
La década del treinta fue un tiempo propicio para que el arte de compromiso social, de reivindicación de lo autóctono y de transgresiones formales se desarrollara a cabalidad. En estos años el ambiente social y político era muy distinto al que le tocó a Gómez antes de irse a Europa. Ahora los conservadores y los liberales debatían abiertamente sobre un modelo de Estado adecuado para la Nación. La ciencia, la tecnología, la industria y la economía prosperaban en manos de los últimos, y el proletariado tomaba fuerza y recibía apoyo. El régimen liberal buscaba construir un proyecto moderno de sociedad, por eso el presidente Alfonso López Pumarejo concibió la Revolución en Marcha.88
Gómez regresó a Medellín en 1930 y comenzó a familiarizarse con estas realidades. Se distanció de su colega Eladio Vélez por diferencias irreconciliables en torno al quehacer artístico y a la visión estética de las cosas. Desde la primera mitad de la década abogó por una pintura de gesto expresionista, sometida a la economía formal, con lo que inauguraba un universo de realismo ajeno a idealismos que interpretaban los hechos sociopolíticos contemporáneos y validaban la riqueza telúrica y cultural del país.89 Con Gómez “la pintura asume por primera vez la pregunta por la nacionalidad como deber social del artista y surge la idea del compromiso del creador con su tiempo y con su pueblo”.90
Los murales del Palacio Municipal de Medellín, ejecutados en el periodo 1935-1937, representan la fundación de una nueva estética nacionalista en el país. No solo aparece la figura del indio, también se da testimonio de los obreros, los campesinos, los artesanos, los políticos, las matronas, los mineros, los intelectuales y los ingenieros. A los ojos del maestro todos ellos son los responsables del progreso cultural y económico del país y de Antioquia.
Otros artistas de los treinta, como Ignacio Gómez Jaramillo, Sergio Trujillo Magnenat, José Posada, Gonzalo Ariza y Luis Alberto Acuña, hicieron de la pintura una nueva experiencia. Ellos se apropiaron de lenguajes internacionales. La obra de Gómez Jaramillo, por ejemplo, nos recuerda al posimpresionismo, a Picasso y aun a la pintura metafísica de Giorgio de Chirico. Posada y Trujillo Magnenat representaron el art déco en Colombia. Ariza se interesó por los mexicanos en la pintura y en el grabado (estos últimos son un trabajo innovador para el momento, tanto en técnica como en imaginería, de corte popular y denuncia, de referencias al comunismo).91 Acuña, luego de un tiempo de exploraciones, participó de las ideas del bachuismo con sus imponentes figuras indígenas y campesinas de soluciones formales cercanas al neoimpresionismo o al divisionismo.
En 1940 iniciaron los Salones Nacionales, concursos clave en el proceso de aceptación y divulgación de las manifestaciones artísticas nacionalistas, de consciencia social y de formas antiacadémicas. Jorge Eliécer Gaitán, entonces ministro de Educación, y Eduardo Santos, presidente de la República, hicieron realidad este proyecto cultural para el progreso de las artes plásticas del país.
En el discurso de apertura, Jorge Eliécer Gaitán mencionó dos roles importantes de la institución que acababa de nacer. Su primer papel consistía en ser un espacio donde el público pudiera “decidir, en última instancia, si hay o no un arte propio” y el segundo, era convertirse en un centro de formación donde los artistas se capacitarían para “juzgar y estimar, con meridiana imparcialidad y sin prejuicio de escuela o de tendencia, el arte de los demás”.92
Los Salones Nacionales sirvieron como escenarios pedagógicos dirigidos a un público consciente de la importancia de la configuración de un arte genuinamente nacional. Buscaban educar a los artistas en temas de crítica y perfeccionamiento de su quehacer. Las exposiciones eran espacios propicios para la apreciación, consolidación y evolución de una plástica que cuestionaba las ideas más férreas de los sectores conservadores. La década del cuarenta fue un periodo decisivo en la historia del arte colombiano porque
los nueve salones nacionales que se llevaron a cabo entre 1940 a 1952 fueron el escenario de un relevo generacional. El evento vio el ocaso de la pintura académica de principios de siglo xx, la consolidación de los artistas que buscaban un arte americano y la llegada de los artistas modernos.93
En el transcurso de las ediciones de los Salones Nacionales se organizaron otros salones y exposiciones en diferentes ciudades, igualmente con intenciones divulgativas. En Medellín: la “Exposición nacional de Medellín” (1944) y el Salón Tejicondor (1949 y 1951). En Bogotá: la “Exposición de artistas jóvenes de Colombia” (1947), el Salón de los 26
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