En este libro, escrito por un católico, pasión no falta, pero acompañada esta de rigor. Concienzudo historiador, Belloc llega a conclusiones que tienes toda la libertad de aceptar o desechar, pero que merecen ser recogidas, porque pueden ser un revulsivo para el lector. A Arrio lo tacha de vanidoso y niega originalidad a su negación: «Cristo es todo menos Dios, no pasa de ser un profeta». Da por muerto el arrianismo, y se ve que más le preocupa la grande y duradera herejía de Mahoma, que califica de antitrinitaria, divorcista y contraria a la usura. Las enseñanzas de Mahoma atacaban tanto o más que el calvinismo al clero, la Misa y los Sacramentos. Belloc imputa a Calvino el siguiente delito histórico: «Si no fuera por Calvino, la usura no estaría carcomiendo el mundo moderno». Imputación grave, porque cabe referirse a su efecto nocivo, precisando: «Si no fuera por Calvino, no tendríamos hoy el comunismo». Hablando en plata, Belloc nos asegua que de la Reforma surgió el capitalismo: la división de la sociedad en una minoría de propietarios que explotó a una mayoría de ciudadanos sin propiedades; el control de la industria por organismos de crédito; la creciente inseguridad e insuficiencia de los medios de vida entre las masas, que se manifestó en rebeldía (social). Se dio libre curso a la usura en grado superlativo, hasta que llegó a ser universal. De ahí nace el frenesí de la competitividad. La razón de por qué no se reaccionó en contra y sí a favor de estos peligros radica, según Belloc, en la Reforma, porque desapareció, en las sociedades que se segregaron de la unidad cristiana, y también en otras, la actitud mental llamada «Fe». Lo que no dice u oculta es que, como observó Berdiáyev, el mundo, tal como está modelado por las religiones del pecado, está lleno de «consoladores de Job» que no admiten el sufrimiento inocente y el éxito material inmerecido. Y cierto es que la secularización del calvinismo confluye, por ósmosis, con una corriente parecida en el fondo del catolicismo tamásico, que condujo a la masa a divinizar el éxito social. Por ese camino bien trazado, se abrió la puerta a un pragmatismo que estaba en consonancia con el reino moderno del dinero. Mientras estoy escribiendo esto, pienso en el Erewhon de Butler, donde los Bancos Musicales son una sátira del utilitarismo inglés del xviii que enlaza con el anglicanismo. De todos modos, la honradez intelectual de Belloc no olvida que la función de la Iglesia es salvífica (salvar almas) y que no ha propuesto una solución completa del mal, pues nunca fue pretensión ni objeto de esta institución explicar la naturaleza íntegra de las cosas.
Erewhon o Allende las montañas, Samuel Butler
Samuel Butler es uno de los escritores ingleses que más interés me ha despertado. La primera vez que lo leí fue bajo la sombra de un pino, vecino de la orilla del mar, frente al escorzo lejano de la isla Dragonera, que no ha sido un lugar privilegiado de la historia, pero sí un nido de lagartijas y de contrabandistas. Sirva aquel rincón de nuestra costa, no mencionado casualmente, de pórtico a tan portentoso libro.
La edición que entonces leí y que aún conservo data de 1926 y fue editada en Valencia. Se explica este dato porque el traductor, Ogier Preteceille, tal vez residió en la playa de Cullera el año 1924, según consta al final del prólogo. Dedica la traducción a Luis Araquistáin, autor de El pensamiento español contemporáneo, libro que trato de localizar infructuosamente. El prologuista y traductor realiza una presentación de Butler en la que se da a conocer, en todos sus aspectos, la vida y la obra de este escritor desconocido entonces entre el público lector de lengua española. Desentierra sus cuatro años que pasó en Nueva Zelanda, llevando vida de colono, con el objeto de duplicar su capital. Evoca sus treinta y ocho años de vida londinense en su pisito, entregado a la pintura. Descubre el Butler crítico de la historia religiosa, del examen crítico de la Resurrección de Jesucristo, y de la hipótesis audaz: Jesús no murió en la cruz; después del descendimiento volvió en sí entre los brazos de José de Arimatea: de ahí surgió la leyenda del supuesto milagro de la Resurrección, con sus incalculables consecuencias. Pasó desapercibido su folleto.
No es el fantasioso racionalista el que más me ha interesado, sino el Butler satírico y novelista. Se ha comparado repetidamente a Erewhon (léase Erejuón) con la inmortal creación de Swift. Mayor elogio no cabe, pero conviene señalar una diferencia importante: la sátira mortal de Swift, que a nadie perdona, no recae sobre Gulliver, que se diría exento de todo cargo. En cambio, en la relación que se hace de este país de nadie (nowhere), el personaje central es tratado como un genuino representante de esa Inglaterra victoriana que tan admirablemente fustiga. El lector advierte, por poco avisado que sea, que, en los primeros capítulos, se nos muestra a un explorador tan estólido como vanidoso, mientras que los capítulos posteriores constituyen una sátira indirecta de las instituciones erewhonianas, que, si no son las inglesas, son similares.
El libro de Butler es uno de tantos libros serios que no fueron escritos con entera seriedad, lo cual es una ventaja para el lector que agradece el humor. No voy a clasificarlo, porque libros de este género rechazan toda clasificación. En parte una broma, en parte un relato utópico, no hay inconveniente en verlo como una sátira de la civilización victoriana. La obra se abre con un escenario natural en el que priva la montaña. Se nota que esta parte está inspirada en la Nueva Zelanda que conoció Butler. El héroe ha abandonado Inglaterra un día nuvoso para irse a una colonia lejana, con el fin de convertir cierta tribu perdida al cristianismo. Tiene noticias de que más allá de la cadena de montañas hay terribles rostros y aún más terribles sonidos. De momento, descubre enormes y terroríficas estatuas, a través de cuyas cabezas vacías gime el viento. Son los guardianes de Erewhon. Es encarcelado por unos montañeros y al estar entre rejas sucede un episodio pintoresco con la hija del carcelero, Yram (el nombre erewhoniano de María). Él y ella se llevan bien, y cuando él coge un resfriado hace como que está grave, con la esperanza de ser mimado por ella. La chica huye furiosa.
Ya es conocedor del idioma y es citado en la capital. Será el huésped de un tal Nosnibor y lo que de él se cuenta le deja perplejo. Quien le informa le dice que el tal señor tiene ideas muy suyas. Para él, es equivocación poseer un reloj, equivocación pillar un resfriado. El lector está perplejo cuando se le da noticia de los Bancos Musicales que, a medida que vamos leyendo, son caricatura de la Iglesia anglicana y su conexión con el capitalismo: en Erewhon, es ser malvado estar enfermo. Ello explica que Yram se haya encolerizado cuando el héroe se ha constipado.
Llega el momento en que los erewhonianos destruyen sus máquinas viejas, por miedo a que estas engendren otras nuevas que puedan esclavizar a los hombres. Este momento recuerda al aficionado al cine de nuestros días la cinta cinematográfica Tiempos modernos de Charles Chaplin. Encontramos otras brillantes invenciones en este libro —por ejemplo, el Colegio de la Sinrazón, donde se enseña el lenguaje hipotético, jamás usado fuera de sus muros y en el cual cabe reconocer el habla de las antiguas universidades de Oxford y Cambridge, con sus aulas de latín y griego—. Y tenemos también el culto a la diosa Ydgrun (la señora Grundy); este es un culto de los peores, pero produce unos pocos fidelizados, los altos ydgrunitas. Son gente convencional que no tuvo nunca muchos ideales. En los altos ydgrunitas se descubre lo que Butler consideraba deseable. Aunque un rebelde no fue nunca un reformador. Y como el escolio se alarga, voy a decir que Erewhon influyó de manera larvada cuando escribí Viaje a Cotiledonia. Creo que, en mi libro, estoy más cerca de la rebeldía butleriana que de la fiera indignación de Swift. Me gusta lo fuerte, pero prefiero la bondad de Butler antes que la maldad del deán, que quizá enloqueció de ira.
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