Cristóbal Serra - El aire de los libros

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El presente volumen recoge el único libro que Serra dejó inédito, una recopilación de ensayos breves sobre obras y autores que le marcaron especialmente. A «El aire de los libros» lo acompaña una selección de textos diversos que contribuyen a entender mejor las inquietudes e ideas de Serra, un autor que practicó un humor dadaísta y antisolemne, y creyó firmemente que el mundo podía comprenderse mediante la poesía. Su discurso de aceptación del doctorado honoris causa otorgado por la Universidad de las Islas Baleares, incluido en estas páginas, cerró con excelencia su producción literaria.

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Contra Celso, Orígenes

Juzgo necesario, para un cabal conocimiento del fondo de este libro, dar una breve noticia de quién fue este Celso a quien Orígenes combate. Este Celso no es Aulus Cornelius Celsus, un médico y escritor que vivió alrededor del año 50 d. C. y que fue polígrafo, pues trató de historia, filosofía, arte marcial y hasta de agricultura. Menos conocido que Hipócrates o Galeno, es, no obstante, figura a la que se le debe gran parte de nuestro conocimiento de la antigua medicina.

El Celsus (a secas) que Orígenes combate fue un amigo de Luciano que escribió Logos Aléthés («Palabra verdadera»), el primer panfleto contra el cristianismo. El libro en su integridad pereció, pero nos han quedado considerables fragmentos gracias a que se han podido reconstruir con las citas que Orígenes transcribe en Contra Celso (agrupados pueden leerse en los cuadernos que editaba Pauvert en Francia). Realmente, ofrecen un marcado interés, pues, con gran agudeza y no poco ingenio, aunque con total ausencia de profundidad, Celso pone reparos, por poco filosófico y crédulo, al cristianismo. Sobre todo, subraya sus múltiples contradicciones, su arrogancia religiosa y su insistencia en la perentoria necesidad de redención. Reprocha asimismo a los cristianos sus distintos bandos, su opinión en constante mudanza, y los ridiculiza, viéndolos como gusanos arrinconados que pretenden ocupar el centro del mundo. Celso mantiene que, entre el Dios Supremo y el mundo, puede que no haya contacto alguno, al considerar que la creación es obra de deidades inferiores o demonios. Cree que el mal es connatural con el mundo material y que ni hubo en antiguos tiempos, ni hoy, ni mañana, un aumento o merma alguna de mal. Culpa a los cristianos de haber remodelado el Evangelio, desde su primera redacción, cuantas veces consideraron oportuno.

A este ataque brutal de Celso, propio de un racionalista volteriano avant la lettre, puramente negativo, se apresta Orígenes a no dejar sin respuestas tanto agravio. Y yo diría que el defensor de Jesús debe mucho a la malignidad de Celso, pues nunca, a mi juicio, se ha escrito una defensa más original y más «puntual» del cristianismo. Que yo sepa, no tenemos ninguna como esta.

Orígenes refuta las malignas argucias de Celso con argumentos que se resisten al resumen y que no obstante merecen una lectura atenta. Lo que descubre este interesantísimo libro de Orígenes es que «el muy judío Celso» dice contra Jesús y contra los cristianos muchas sandeces que nada tienen que ver con lo que hay escrito en los Evangelios. No espere el lector una defensa pacata, sino todo lo contrario. Orígenes concede que Jesús no rompió del todo con el judaísmo, pero, al mismo tiempo, declara que a los judíos les falta luz para entender las Escrituras. Al vindicar a Jesús, que Celso rebaja a vulgar hechicero, reconoce que ambas magias, la de Jesús y la de Moisés, son una. Para Orígenes, la magia no es inconsistente. De aquí que discrimine ambas. Considera obra más audaz que la de Moisés la de Jesús. Por tanto, preeminencia de Jesús sobre Moisés. Y son las aclaraciones las que prestan al libro un interés que jamás desmaya. Por ejemplo, la voz potente de Jesús o los calificativos de María: lugareña, hiladora. También son interesantes sus ampliaciones, como la lista más dilatada de los animales impuros según la ley mosaica: lobo, zorra, serpiente, águila, gavilán. Cierro el escolio (a este libro) con una frase que resume su aire: «El más sabio cristiano es aquel que ha mirado a fondo las varias sectas del judaísmo y del cristianismo».

La bruja, Jules Michelet

No sé si lo que voy a estampar constituirá una justificación de la brujería. Pero, para mí, no hay lindes concretos entre esta «superstición» y la magia. Por otra parte, la tan lamentable como vitanda brujería (o magia) se encuentra diseminada en las páginas del Testamento Viejo: no sé tampoco si voy desencaminado, pero la contienda entre Moisés y los sabios egipcios o la tradicional disputa entre San Pedro y Simón, el Mago, en los primeros años de la eclosión cristiana, y la unanimidad de la Patrística, en este punto al menos, demuestran que el hecho de la brujería está respaldado por una sólida autoridad escrituaria y eclesiástica. La noción de una suprema encarnación del mal en quien ostenta la jefatura de la jerarquía del infierno desde los inicios estaba incrustada en la creencia cristiana. De ese modo, al mundo entero de los humanos se le consideró rodeado de un innumerable ejército de espíritus malignos cuyo propósito no era otro que desviar los divinos propósitos, conduciendo a los hombres a la rebelión del pecado. El ministerio de Satán en la prueba a que fue sometido Job, el hombre lobo en el que casi se transformó Nabucodonosor, la nigromancia de la pitonisa de Endor que convocó la sombra mayestática de Samuel, las historias neotestamentarias de la posesión demoníaca y la desdemonización de la piara cerduna de Gadara, todos estos hechos se sobreañadieron a la creencia elemental en la brujería, y vinieron a constituir la concepción cristiana de las malas artes brujescas. Hay que reconocer que siempre hubo objetos naturales y ciertos ritos que tenían un poder misterioso para producir ciertos efectos, y el arte del brujo consistía en el conocimiento de esos misteriosos poderes y en la habilidad para combinarlos y dirigirlos a fines especiales. Me refiero a las piedras encantadas, a varas como la vara de Moisés, a amuletos, a herraduras de caballo, a los dedos del topo, a los números místicos, especialmente al siete. A los rezos para curar se oponían las oraciones maléficas.

La más elevada especie de la magia europea se mezcló, en la Edad Media, con la ciencia entonces imperante, y hombres como Cornelio Agrippa alcanzaron reputación de magos. De Agrippa tenemos su Filosofía oculta, que es todo un tratado de magia.

Es sabido que muchos teólogos y no pocos concilios provinciales tacharon tales creencias de paganizantes, pecaminosas y heréticas, hasta el punto de que, en la Decretal de Graciano, hay un canon que exige al clero que enseñe al pueblo que la brujería es engaño y, como tal, incompatible con la fe cristiana. Después de establecida la Inquisición en el siglo xiii, esa brujería fue considerada simplemente en relación con la herejía y pasaron ambas a ser agentes infernales empleadas en pervertir al fiel y por tanto merecedoras de tortura y de hoguera.

La muy extendida miseria de los siglos xi y xii, la alarmante expansión del catarismo, el terror de la Peste Negra, que hizo estragos en la Europa occidental en el siglo xiv, la aparición de los Flagelantes, tenían que contribuir a preparar las mentes a dar por cierta la realidad de agentes satánicos que obraban con desvergonzada virulencia en el mundo. Fueron los inquisidores los primeros en formular toda una teoría. El rígido mandato contenido en la ley mosaica (Éxodo XXII, 18) fue declarado como una prueba del hecho de la brujería, y el oscuro pasaje «por respeto a los ángeles» (I. Corintios XI, 10), junto con el pasaje del Génesis (VI, 2) fueron entresacados para establecer la realidad del Íncubus (íncubo), una forma de demonio adicto al depravado comercio carnal con las mujeres.

Michelet, el gran historiador del siglo xix, redescubierto en Francia por las nuevas generaciones literarias y por el gran público lector de la segunda posguerra, nos dejó esa gran obra maestra. Es más que el libro de un historiador, ya que todo su escrito es poesía. Es un canto a la bruja curandera y, en términos generales, un tributo literario a la mujer, a la que trata de omnipotente por sus poderes mágicos y su aura infernal. No es extraño que los surrealistas hayan exaltado a este fundador de una historia existencial surrealista. Michelet, con su lenguaje orgiástico, atribuye a la bruja una visión porvenirista: «Frente al Satanás del pasado, se ve que ella da a luz un Satanás del porvenir». A su omnipotencia unen su omnipresencia las brujas: «Se las encuentra en los lugares más siniestros, aislados, de mala fama… ¿Dónde podía vivir sino en las landas salvajes la desdichada tan perseguida…? ¿Dónde podía vivir la novia del diablo y del mal encarnado, que tanto bien hizo según el decir del gran médico del Renacimiento? Cuando en Basilea, 1527, Paracelso quemó toda la medicina, declaró no saber nada fuera de lo que había aprendido de las brujas».

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