Sergio Zurita - Aquí asaltan

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Canciones de rock & roll, una afición antigua por los cómics, una avalancha de juguete, Bruce Springsteen y una instructora de baile son algunos de los objetos y personajes que conforman las viñetas, los relatos, las estampas a través de los cuales
Sergio Zurita se narra a sí mismo, a sus afectos y sus recuerdos. Esta compilación de textos breves, que atraviesa la frontera de la ficción y se interna en la realidad va de la autobiografía al testimonio, construye un retrato íntimo donde se reúnen los anhelos infantiles, la curiosidad adolescente y la cruda madurez de la vida.

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A Sara Danius. Just Like a Woman

Cuentos

Se solicita instructor(a) de baile

Se solicita instructor(a) de baile.

Eso decía el anuncio en la calle. Para ilustrarlo, las siluetas de un hombre y una mujer haciendo algo que yo nunca había podido hacer: bailar. Bailo mal, pero ése no es el problema. Hay gente que baila muy mal y lo hace de todas formas. Y hasta lo disfruta.

Ver esas siluetas alejadas una de la otra, pero tomadas de la mano y la leyenda: Se solicita instructor(a) de baile, me hizo llorar y no sabía por qué. Tal vez era porque cada día me volvía más ermitaño. A veces pensaba que un día se me iba a olvidar cómo se habla con la gente. Lo irónico es que cobraba por hablar: tenía un programa de radio y podía hablar durante una hora sin problema. Pero en cuanto el programa terminaba, mi capacidad de hablar disminuía hasta alcanzar un grado de torpeza que a veces me daba miedo.

Había un vacío emocional en la vida que llevaba. Eso era un hecho. Disfrutaba mucho estar solo, pero a veces la soledad se transformaba en una serpiente que mordía. Mordía y no soltaba. Aquel vacío se sentía en el pecho y en la boca del estómago. Era algo que se notaba por ausencia, como un miembro amputado.

Al ver el anuncio, supe que el vacío se podía llenar con algo que estaba en ese cartel donde solicitaban un instructor de baile. Llegué a mi casa, me quité la camisa y me quedé mirándome el torso desnudo frente a un espejo. Si algún día me hago un tatuaje, va a ser el de esas dos siluetas bailando, pensé. Luego la soledad mordió con demasiada fuerza.

Regresé a la calle del anuncio y copié el teléfono que traía. Hice un esfuerzo enorme por vencer el miedo de hablar y lo marqué. Del otro lado de la línea se escuchó una voz femenina. Una mujer de unos cincuenta años, calculé. Le dije que hablaba por lo del anuncio. Que yo era instructor de baile. De bailes de salón, para ser exactos, y que mi especialidad era el tango. Hicimos una cita para el día siguiente.

La vi llegar a la cafetería donde quedamos de vernos. Supe que era ella porque parecía bailarina. Tenía el cabello casi totalmente blanco, con la elegancia de la nieve recién caída, pero su rostro era cálido. Una mujer adorable, pensé. La vi sentarse y pedir un té mientras me esperaba. Su teléfono celular sonó y al contestarlo vi que en uno de los dedos llevaba un anillo que asemejaba una serpiente.

Creo que si no hubiera visto ese anillo no me habría atrevido a hablarle. La saludé, le dije que yo era yo y ella me dijo su nombre, que no era Soledad sino Constanza. Rápidamente se dio cuenta de que yo no era bailarín (los bailarines tienen cierta gracia muy específica para hacer hasta el movimiento más simple) y me preguntó qué quería. No tuve más remedio que contarle lo que su anuncio en la calle me había hecho sentir. Me dijo que necesitaba un psiquiatra. Le dije que ya tenía uno y se rió como si no me hubiera creído. Le pedí que se terminara el té mientras yo me fumaba un cigarro. Le juré que nunca más la iba a contactar después. Simplemente quería tener una plática normal con una persona normal, para luego soportar de mejor manera mi vida de ermitaño.

Dance me to your beauty with a burning violin , cantó Leonard Cohen cuando yo estaba apagando el cigarro. Ella no la conocía. Le dije que se llamaba «Dance Me to The End Of Love» y le traduje el título como «Llévame bailando hasta el final del amor». «¿Hasta el final…», preguntó Constanza señalando hacia el cielo, «… o hasta el final ?», volvió a preguntar, mientras convertía su mano en un automóvil que se despeñaba hacia el vacío.

Le dije que ciertas estrofas podían significar el primer final y otras el segundo. La canción siguió sonando. «Es un vals», me dijo. Asentí. «¿También puedes dar clases de vals?», me preguntó, rematando el chiste con una sonrisa del tamaño del Danubio. (Nunca he visto el Danubio, pero tiene que ser como esa sonrisa.) Luego me preguntó si de veras tenía psiquiatra y le aseguré que sí. «Entonces necesitas otro tipo de terapia. ¿Por qué no tomas clases en el estudio donde yo trabajo?».

Algo en mí pensó que se trataba de una magnífica idea; algo más poderoso me dijo que saliera corriendo de ahí en ese momento. Pero Constanza era demasiado bella como para decirle que no, y además acababa de poner su mano sobre la mía.

«Nadie sabe bailar. Yo me levanto todos los días como si mi conciencia despertara por primera vez en este cuerpo. Ayer ya no importa. Este cuerpo es tan nuevo como el día que comienza». Y entonces pensé en su cuerpo nuevo. En su cuerpo de nieve. Y luego pensé en mí como un muñeco de nieve; con una zanahoria en vez de nariz, bufanda y sombrero. La nieve de mi cuerpo viejo era gris; la de ella, blanca como el velo de una novia.

Quise decirle que yo no me merecía su presencia ni su belleza. Que no iba a poder soportar tanto. Que la fealdad y la tristeza eran mis terrenos. Que no se me acercara más y que quitara su mano de la mía. Como si me leyera el pensamiento, me apretó la mano con fuerza evitando que me escapara y me dijo: «Déjame que te lleve bailando hasta el final del amor». Lloré. Era demasiado como para no hacerlo. Constanza me abrazó contra su pecho y después me llevó a su casa.

Era una casa perfecta para una bailarina. Con suficiente espacio para alguien que ondea su propio cuerpo como una bandera. Recuerdo tonos dorados y terciopelo. Pensé en cuadros de Klimt y en escenarios invernales que hasta ese momento sólo habían existido en mi mente. Era un día soleado, pero yo podía jurar que afuera estaba Viena cubierta de nieve, y que el único calor real era el del cuerpo de la mujer que estaba conmigo en ese momento. Una mujer dueña de un tapete persa en el que estábamos sentados. Tuve miedo de que apareciera de repente un gato, pero no. Ni gatos ni perros ni pericos ni nada. Sólo Constanza.

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