Con esas amigas se iba de antro una vez al mes. Y bailaba como loca toda la noche, con quien la sacara. Y Héctor en la casa, haciéndose cargo del niño, dándole leche de una mamila, cuando la criatura tendría que alimentarse del pecho de su madre. Pero no, porque la muy puta se había operado las tetas, y ahí andaba, enseñándolas en algún antro de mala muerte en vez de estar en su casa, cuidando a su hijo. Porque para eso había comprado él la casa, ¿no?, para que ella estuviera ahí. No para que se la pasara meneando las nalgas en quién sabe dónde, con medio mundo viéndola.
¿Pero cómo reprocharle esas escapadas mensuales, si el resto del tiempo era la perfecta ama de casa? En el refri siempre había jamón y yogurts y hasta gansitos en el conge. Y el niño estaba impecable, hermoso. Igual que la casa. ¿Cómo se le reclama algo a la mejor esposa de México? Pues no, no había manera. A callar. Y con el silencio vino la violencia. Violencia callada, de omisión y no de acto. Porque Héctor jamás le levantó la mano a Mildred... hasta que supo lo de Rogelio.
Pero para eso tuvieron que pasar tres cosas: una primera separación, una reconciliación que resultó en el segundo embarazo de Mildred, y finalmente una segunda separación, cuando Mildred chica tenía apenas dos meses de nacida.
La primera separación vino después de un viaje que Héctor hizo a Alemania. Cuando se fue, Mildred se dio cuenta de que estaba mejor sola. Nadie la molestaba, nadie le quitaba el tiempo, y Hectorín ni siquiera preguntó por su padre. Ni una sola vez. Así que, cuando Héctor regresó, ella propició una pelea terrible que terminó con él yéndose a vivir a casa de sus papás por un tiempo. Su mamá había muerto cuando él era un adolescente, pero su padre aún estaba ahí, sano como un roble, y lo recibió con los brazos abiertos.
Se reconciliaron poco después. La verdad es que Mildred ya no lo quería. Pero no podía divorciarse así como así. ¿Y su clínica? ¿Y su coche blanco, nuevecito, con su letrero amarillo de «Bebé a bordo» pegado en el cristal de atrás?
Así que Mildred decidió que ese letrero de «Bebé a bordo» seguiría teniendo vigencia: se quitó el dispositivo intrauterino sin avisarle a Héctor, y siete meses después nació la pequeña Mildred.
En cuanto la niña salió de la incubadora, Héctor se fue a vivir otra vez con su papá. Poco después, Mildred, que se acababa de convertir en Mildred grande, decidió que por primera vez en la vida se iba a dar un gusto: iba a conquistar a Rogelio, el locutor de su programa de radio favorito.
A sus amigas también les hacían gracia las ocurrencias de Rogelio, pero la obsesión de Mildred les parecía ridícula. Llevaba años oyéndolo. Cada vez que se peleaba con Héctor, se imaginaba a Rogelio llegando a defenderla y llevándosela de ahí, muy lejos. Así que una tarde levantó el teléfono, llamó a la estación y preguntó con su voz de geisha si podía ir de visita a la cabina. Le dijeron que sí y una semana después se apareció en el programa de Rogelio.
No era la primera vez que habían ido al radio a decirle que lo amaban, pero sí era la primera vez que llegaba a decírselo la mujer más guapa de México. Cuando se despidieron ese día, después de intercambiar teléfonos, Rogelio sospechó que Mildred era una actriz contratada por alguien para hacerle la broma más macabra de su vida. Podía ser, ¿no? De hecho, Mildred tenía tipo como de villana de telenovela. Era demasiado morena para ser la heroína, pero fácilmente hubiera podido ser la mala, que en las telenovelas siempre estaba más buena que la buena.
En su departamento, Rogelio tenía un póster de Liv Ullman y decía que ella era la mujer ideal. Pero la verdad es que siempre había soñado con una mala de telenovela, aunque jamás se hubiera atrevido a decirlo, por miedo a que sus amigos lo acusaran de gatero.
Tres días después de conocer a Mildred, la opinión de sus amigos le importó poco: la mujer ideal no era la sueca de mirada intensa, sino aquella morena de senos operados, que le bajaba la bragueta y se metía su miembro en la boca, sin que él tuviera que pedírselo.
Cierto, estaba casada. Pero se iba a divorciar muy pronto. Cierto, tenía hijos. Pero la niña, recién nacida, era un encanto. El niño, en cambio, lloraba por todo y le daban unos ataques de celos como de moro veneciano. Pero Rogelio lo aguantaba porque él también había sufrido con los novios de su madre. Además, Hectorín no era simpático, pero era mucho mejor que un suegro. Cuando Mildred le contó que era huérfana, Rogelio pensó que esa orfandad era la más grande de sus virtudes, porque lo habían educado para ser salvador de damiselas indefensas, y porque siempre había odiado a sus suegros.
Rogelio se enamoró como nunca antes en su vida. No lo podía creer. Y Mildred tampoco lo podía creer. Había sido su fan por tanto tiempo, y ahora él estaba ahí, diciéndole que también la amaba. Era un sueño. Para ambos. Y se sumergieron en el sueño hasta que un grito aterrador los regresó a la realidad.
«Nunca había llorado así», dijo Mildred grande. Ni ella ni Rogelio sabían qué hacer. La bebé no parecía enferma, no tenía sueño ni hambre. Pero gritaba, gritaba con todas sus fuerzas hasta casi reventar los tímpanos de su madre, que la traía en brazos y la paseaba por la sala de Rogelio, cuya espalda sentía escalofríos cada vez que la niña recuperaba el aliento y volvía a gritar como si la estuviera poseyendo el demonio.
Ni Mildred grande ni Rogelio supieron jamás que el grito de Mildred se debió a que, esa noche, la pequeña se dio cuenta de que había fallado en su misión de mantener unidos a sus padres. Para eso la habían traído al mundo y no lo había logrado, ni siquiera con un nacimiento prematuro. Tenía cuatro meses de vida y ya era un fracaso. Así que gritó. Gritó hasta que no pudo más. Gritó hasta que la geografía de su alma se fracturó en miles de islas, separadas por los mares de su llanto.
Exactamente 21 años después, Mildred aceptó frente a su madre, Mildred grande, que su relación con Ernesto era una causa perdida. Ella había fallado en su misión de reformarlo, y eso le dolía muchísimo. Le dolía con el tipo de dolor que se mezcla con la culpa. Pero ella no había arrojado a su novio a las garras de las drogas, así que no entendía por qué le daba tanto remordimiento.
Pensó en preguntarle a Mildred grande qué hacer para mantener viva su relación con Ernesto, pero la verdad es que a su pobre madre los novios no le duraban nada. Nunca le había conocido una relación importante. Su papá no contaba, porque se habían divorciado cuando ella era muy chiquita. Así que desistió de preguntar, subió a su cuarto, hundió la cara en la almohada y se puso a llorar sin que nadie la oyera.
Por qué no he escrito. Una explicación
Sé que este blog ha estado abandonado en las últimas semanas, y creo que ustedes merecen saber por qué, así que se los voy a contar.
El último lunes de junio, la Universidad de Cambridge, Inglaterra, publicó a través de su sitio de Internet una lista de todos los escritores del mundo, desde la invención de la palabra escrita hasta nuestros días.
Fue una tarea exhaustiva que tomó exactamente dos décadas. Dicha labor titánica estuvo a cargo de un grupo colegiado de 5 702 escritores, entre poetas, novelistas, dramaturgos, críticos literarios, cantautores, académicos y demás fauna letrada, con el fin de determinar quién ha sido el mejor escritor en la historia de la humanidad y quién ha sido el peor, y cuántos escritores han existido.
El criterio de selección fue el siguiente: cualquier persona, viva o muerta, que alguna vez haya publicado cualquier texto que se pueda considerar literario, está incluida en la lista. No importa si el texto se publicó en una revista de literatura prestigiosa, en forma de libro, de fonograma, en un blog de Internet o en la sección de anuncios clasificados de algún periódico; si el cuerpo colegiado de Cambridge lo consideró un texto literario, su autor está en la lista.
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