Sergio Gómez - El canario polaco

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Anne vive una tranquila infancia en París. Sin embargo, esto cambiará con la guerra, que marca la vida de muchas personas y que hace pasar a Anne por experiencias para las cuales ningún niño está preparado.

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A José Pedro y Julieta

1

ESTOY VIEJO, muy viejo, por eso tal vez me rodean los jóvenes y me piden que les narre historias en la casa de Briget Muller, donde habitamos desde hace dos décadas, en el campo, frente al lago Llanquihue, en una granjita de extensos pastos y árboles. En la otra orilla del lago, a veces, cuando el día está muy claro, se pueden ver a lo lejos Puerto Octay y más allá Frutillar. Nuestra colonia de ratones ha seguido el círculo que rodea el lago, trasladándose las veces que ha sido necesario. Esas propiedades son habitadas por antiguos emigrantes alemanes o suizos, que vinieron hace más de un siglo al país. Yo también llegué de Europa hace muchos años, pero en circunstancias diferentes, en una época terrible, de guerra. Por eso a los más jóvenes les gusta escuchar mis historias. Algunas noches frías y aburridas, nos vamos casi toda la colonia hasta al granero de los Muller, que está abandonado porque Briget y Peter están viejos y prefieren trabajar preparando kuchenes de arándanos y murtillas para vender o se conforman con las ganancias que deja una propiedad en arriendo en Puerto Cloker, a pocos kilómetros de nuestra casa. Por las noches, entonces, sobre todo las noches más frías del invierno, cuando nadie quiere dormir en la colonia, nos reunimos en aquel granero que se ha transformado en el lugar de encuentro. Por supuesto, más de alguno mueve la cabeza con disgusto y murmura:

“Allá va el abuelo a contar sus historias, todas falsas, todas mentiras”.

Pero se equivocan. Viví una época en que era un ratón joven y ansioso por conocer el mundo y fui testigo de sucesos increíbles.

En el granero, que huele a pasto seco y a humedad, solo quedan trastos, una camioneta GMC abandonada de Peter Muller, que hace tiempo no ocupa porque enfermó de la vista y teme conducirla. Desde arriba del capot de la camioneta, donde lentamente me logran subir, me pueden escuchar. Algunos prefieren historias que relatan nuestros constantes traslados como colonia por la zona. En los últimos 30 años hemos habitado, al menos, cinco parcelas que rodean el lago buscando mejores lugares para vivir, donde no nos falte el alimento o donde no seamos molestados por gatos hambrientos, peucos, aguiluchos, zorros, cernícalos, perros o por los mismos dueños de casa, quienes, casi en todas las ocasiones, finalmente aceptan vivir con nosotros. A veces elegimos diferentes lugares solo para preparar allí el nacimiento de nuevas crías que renuevan la colonia. También he visto a muchos de los nuestros morir y a otros organizar sus propios grupos para seguir a un líder distinto hacia los campos interiores o, incluso, a las ciudades cercanas, como Puerto Montt o Puerto Varas. Los ratones no nos hacemos problemas, ningún tipo de problemas; si alguien quiere partir, lo puede hacer.

Nuestra colonia se protege; por ejemplo, procura que ninguno de nosotros sienta hambre. Para eso trabajamos en equipo y nos cuidamos mutuamente. Mi caso es excepcional, pues estoy viejo y débil; por lo tanto, siempre recibo ayuda de los demás para alimentarme. A cambio, mi misión es una sola: contar historias.

Entonces fuimos convocados al granero de los Muller. La noche estaba muy oscura, sin estrellas, pero eso, al contrario, nos llenaba de entusiasmo como ratones que somos. El frío que traían los vientos desde el lago apenas nos molestaba, pues en el interior del granero nuestros cuerpos producían calor suficiente para hacernos sentir bien a todos. Los jóvenes, como siempre, eran los más entusiastas, rodeaban la vieja camioneta de Peter Muller y se preparaban para lo que debía ser la única entretención de la colonia. Mientras, dos ratas me ayudaban a subir hacia el techo del automóvil desde donde podía hablar y ser escuchado. Esa operación demoraba, pero nadie se sentía ansioso o exasperado; al contrario, esperaban con paciencia. Cuando por fin me instalaba arriba del capot, contemplaba por unos minutos a mi comunidad y veía esos ojitos negros que anhelantes esperaban mis palabras, que extendían la visión estrecha de ratones siempre escondidos detrás de las paredes, viviendo ocultos la mayor parte del tiempo, asustados, casi como prisioneros. Si se piensa un momento, ese es mi rol en este lugar: demostrar que el mundo existe más allá de la casa de los Muller y más allá de la inmensidad del lago Llanquihue, pero no como una prisión llena de amenazas, sino como un universo de ilimitadas posibilidades.

Cuando el silencio en el granero era completo llegaba el momento de hablar. Los más jóvenes me pedían la misma historia, la que he contado tantas veces que no puedo dejar de preguntarme al final si es real o es una ficción que el tiempo y sus repeticiones han ido modificando y han hecho escapar de mi control. Escuchaba el murmullo que insistía, que me pedía otra vez la historia del canario polaco; solo esa historia es la que querían escuchar esa noche y casi todas las noches. Y entonces no tenía remedio.

2

AL CANARIO POLACO lo conocí no en Polonia, sino muy cerca de allí, en un país llamado Francia, en una ciudad que lleva por nombre París. La ciudad era hermosa, llena de edificios modernos de más de cinco pisos, mezclados con construcciones de piedra, de puentes y de calles como laberintos empedrados. El año que conocí al canario polaco parece tan lejano como si no hubiera existido: primavera de 1942.

Nací en una calle que nunca he olvidado: rue de l’Avenir, en una gran casa de cinco pisos. En uno de ellos, el quinto, vivía el escritor Joseph Suran, su mujer, Marie, y su hija Anne. Suran escribía libros infantiles y su mujer los ilustraba. En realidad, Suran tenía solo un libro editado. Desde esa publicación habían pasado cinco largos años, y como necesitaba alimentar a su familia, se debió emplear en la imprenta del señor Dumay, que imprimía revistas de moda, calendarios y postales de París, todo ello algo alejado de los intereses de Joseph. Suran deseaba ser considerado un gran escritor o al menos obtener dinero con sus libros y con ello pagar sus gastos y mantener a su familia. El matrimonio era feliz, pobre pero feliz; amaban por sobre todo a su pequeña hija Anne, de 11 años de edad. Por supuesto, en lo que a mí concierne, seré sincero, no tenía ningún trato con ellos, pues es regla de los ratones, una regla que podemos llamar de oro, no relacionarnos con seres humanos; más aun, apartarnos lo más que se pueda de ellos, aunque esto también sea muy difícil, pues vivimos desde hace siglos unidos indisolublemente los ratones y los hombres. Ahora, si me preguntan por qué ocurre algo así, solo puedo decir que no tengo idea.

Joseph Suran salía todas las mañanas a trabajar al centro de la ciudad; lo hacía hasta las tres de la tarde. Su trabajo no le gustaba, pero no tenía otra alternativa. La señora Marie cuidaba de Anne, pero también cocinaba para un viejo con un feo nombre que vivía en el segundo piso del edificio: monsieur Goliat. El viejo Goliat era un general retirado del ejército que había participado en la Primera Guerra Mundial hacía más de veinte años. Un obús lo había dejado con una pierna menos, oía muy mal de un oído y uno de sus ojos siempre lagrimeaba, como si llorara. No obstante, el general era un hombre optimista y feliz, y estaba conforme por haber vivido una existencia llena de aventuras. Apenas se mantenía con un pequeño sueldo que le pagaba el Estado por sus servicios en la guerra. Por eso la señora Marie lo ayudaba: limpiaba su departamento y cocinaba para él. Luego del almuerzo, ella volvía a trabajar en sus dibujos mientras esperaba a su marido.

En esa época las comunidades de ratones eran pequeñas, pero no existía ninguna casa que no tuviera una, y tampoco a nadie se le ocurría molestarnos demasiado. A pesar del hambre y de la pobreza, siempre había algo que comer en ese edificio.

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