Sergio Gómez - Quique Hache - El caballo fantasma

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Quique Hache tiene una nueva misión en esta segunda novela. El punto de partida es un hecho real: el récord mundial de Alberto Larraguibel en salto alto junto con su caballo Huaso, cuyos restos han desaparecido.

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A José Pedro y Julieta.

Primera parte

1

Todos escuchamos el teléfono mientras almorzábamos. Mi hermana fue a contestarlo. De vuelta llegó riéndose y dijo:

—Llaman por teléfono al detective privado Quique Hache.

Gertrudis Astudillo y yo nos quedamos mirando con cara de avestruces. Como momias secas, paralizados, así nos quedamos. Luego, me hundí en la sopa de arvejas. Mi papá movió la cabeza sin decir nada y mi mamá fijó directamente sus ojos sobre mí, como un rayo, como si leyera todos mis pensamientos. Me levanté de la mesa y fui a contestar el teléfono en la mesita del pasillo.

—¿Podríamos conversar en algún lugar público, señor Hache? —dijo la voz al otro lado. Estuve de acuerdo. Nos encontraríamos en una hora más en el parque Juan XXIII que está cerca de mi casa. Colgué y volví a la mesa.

Mi mamá, entonces, preguntó con voz de ultratumba:

—Explícanos, Quique, ¿qué es eso de detective privado?

La Gertru, que servía en esos momentos el postre, intentó una huida hacia la cocina, pero mi mamá la detuvo con su séptimo sentido, ese que le permite a todas las mamás del mundo descubrir siempre la verdad.

—No se me vaya, Gertrudis, apuesto que usted tiene algo que ver en esto.

Hacía tres meses que la Gertru asistía a un taller de actuación en la Corporación Cultural de Ñuñoa. Las clases las daba una actriz vieja de teleseries que no tenía trabajo, porque ahora la televisión es solo para gente joven. La Gertru respiró profundo, como le enseñaron en el taller, y le respondió a mi mamá:

—Son juegos de Quique con sus amigos, señora. Uno llama por teléfono y pregunta por diferentes profesiones, pero es solo para jugar.

Se notaban los escasos tres meses del taller teatral de la Gertru porque la mentira era difícil de creer. En ese momento, volvió a sonar el teléfono y el campanilleo nos salvó momentáneamente. Llamaban del Hogar de Cristo, donde mi mamá era voluntaria un día a la semana.

Era el domingo 27 de junio. Mitad del año. Teníamos el invierno encima, aplastándonos con lluvia y frío. Sabía que esa llamada telefónica de hacía unos minutos era importante; la esperaba para desempolvar el diploma de detective privado que obtuve por correspondencia el verano pasado y que hasta ese momento era un secreto en la casa, un secreto que solo conocíamos Gertrudis Astudillo —mi nana— y yo.

Después de almorzar, mi papá se fue a leer El Mercurio al living; mi mamá, a desenterrar las plantas del patio para volverlas a plantar. A mi hermana la pasó a buscar Lulo, su nuevo pololo, que según ella tenía mucha plata, y que se reía como idiota cuando entraba a la casa tratando de hacerse el simpático con nosotros.

La Gertru llegó silenciosamente a mi dormitorio mientras terminaba de vestirme con ropa más gruesa. Me detuvo hablando bajito y preocupada.

—No más detective privado, Quique, o le cuento a tus papás.

—Tengo que estar en el parque a las cuatro de la tarde.

La Gertru se inquietó con la noticia, pero la curiosidad le cubrió la cara como una sombra.

—¿Un nuevo caso? ¿Quién te llamó por teléfono, Quique?

—Dijo que era de parte de un tal Chucho.

—Chucho Malverde, ¿el comerciante? —se respondió ella misma—. Es el dueño de la cadena de supermercados Orión que está en todas partes. ¿Para qué te quiere a ti?

—No lo sé, por eso iré a averiguarlo.

—¿Te acompaño?

—Acuérdate de lo que aprendimos: el detective privado no puede presentarse ante un cliente con su nana.

La Gertru se quedó pensando en lo que acababa de escuchar, sin entender si yo hablaba o no en serio. Al final dijo:

—Ten cuidado. Y, lo más importante, a la vuelta me lo cuentas todo, si no quieres que tu mamá se entere de que eres un detective.

2

Juan XXIII era un papa que tenía un sobrenombre, le decían El Bueno. En el barrio, a una cuadra de mi casa, Juan XXIII era el nombre de un parque alargado que corta varias cuadras, entre las calles Dublé Almeyda y Castillo Velasco. En el parque existe un anfiteatro que casi nunca se ocupa. Fui solo una vez con mi papá a ver una obra de teatro a ese lugar. Era una obra griega y yo tenía la esperanza de que fuera igual que las películas de romanos, pero me equivoqué y me aburrí, aunque no le dije nada a mi papá para no decepcionarlo.

Cuando entré al parque, un automóvil elegante se detuvo en la calle. Bajó un hombre alto y muy serio que se acercó hasta mí. Me preguntó no muy convencido:

—¿Usted es el detective?

Para tranquilizarlo, le respondí enseguida, sin titubear:

—Señor Malverde, yo sé que le parezco un poco joven para la profesión, pero estoy bien calificado y tengo buenos antecedentes...

El hombre, sin mover un músculo de la cara, me detuvo y dijo:

—No soy el señor Malverde, soy su chofer; él lo espera en el auto. Prefiere conversar allí, es más privado —indicó el auto estacionado un poco más allá.

Volvimos por el camino de piedras hasta la entrada del parque. Subí por la puerta trasera y me encontré cara a cara con Chucho Malverde. Se parecía a mi papá; tenía más o menos la misma edad, pero en versión desordenada, con la ropa colorinche sin planchar y despeinado, como Albert Einstein.

—Harto joven para ser un detective —fue lo primero que dijo Chucho recostado en el asiento, tomando una copa de un bar que salía del respaldo del asiento delantero. Debía estar cerca de los cincuenta años, pero pretendía verse mucho más joven con bluyines y unas enormes botas rojas de vaquero. Cuando me quedé pegado mirando las botas, él dijo:

—Son de cuero de serpiente del desierto de Sonora.

No tenía idea de qué estaba hablando pero puse cara de entenderlo todo - фото 1

No tenía idea de qué estaba hablando, pero puse cara de entenderlo todo. Prosiguió:

—Tenía guardado un recorte de diario donde un tal Quique Hache ofrece servicios de detective, supongo que eres tú.

—Él mismo —respondí con algo más de confianza para disimular mejor.

—Entonces, tengo un trabajo para ti. La única forma de explicarte el asunto es que me acompañes al Club Ecuestre de La Reina. No es muy lejos.

—¿Ahora? —pregunté.

—Te llevamos y te traemos de vuelta hasta aquí.

El automóvil era gigante y poderoso. Aceleró por las tranquilas calles de Ñuñoa ese domingo por la tarde. El aspecto relajado y desordenado de Chucho me daba confianza. No parecía un millonario. Mientras subíamos hacia La Reina me resumió su vida.

Su papá, don Aladino Malverde, trabajó toda su vida. Comenzó con un pequeño negocio en la Estación Central que luego se convirtió en el primero de los supermercados Orión, que ahora estaban por todas partes. De la pobreza pasó a la riqueza, con mucho esfuerzo y trabajo. Chucho era su hijo mayor y lo educó en los mejores colegios. Cuando terminó la Enseñanza Media, lo enviaron a estudiar a Inglaterra, a un college muy caro y exclusivo donde tenía como compañero de curso al príncipe Carlos de Inglaterra, el mismo al que se le murió la señora en un accidente automovilístico. Chucho nunca fue un buen estudiante, pero se llevaba bien con todo el mundo; tenía muchos amigos y disfrutaba la vida. El príncipe y él compartían la misma pasión: los caballos.

Nunca terminó los estudios, pero se quedó en Inglaterra mucho tiempo, hasta que don Aladino, su padre, lo mandó a llamar de vuelta a Chile por dos motivos: uno, para que se hiciera cargo de la cadena de supermercados junto a su hermano Esteban; y dos, porque según los doctores que lo atendían, a don Aladino le quedaban pocos meses de vida. Chucho no tuvo otra opción y debió regresar a Santiago. Antes de volver a Chile, el príncipe Carlos le regaló una montura impecable y muy cara.

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