Sergio Zurita - Aquí asaltan

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Canciones de rock & roll, una afición antigua por los cómics, una avalancha de juguete, Bruce Springsteen y una instructora de baile son algunos de los objetos y personajes que conforman las viñetas, los relatos, las estampas a través de los cuales
Sergio Zurita se narra a sí mismo, a sus afectos y sus recuerdos. Esta compilación de textos breves, que atraviesa la frontera de la ficción y se interna en la realidad va de la autobiografía al testimonio, construye un retrato íntimo donde se reúnen los anhelos infantiles, la curiosidad adolescente y la cruda madurez de la vida.

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Nunca supo cómo se dieron cuenta. Ellos, sus hermanos, jamás habrían ido a un lugar así. No porque no fueran putañeros, sino porque ése era el table más exclusivo de México, donde no hubieran entrado más que en calidad de meseros. Y ni eso, porque eran demasiado holgazanes.

Su padre postrado y ella era la única que trabajaba. Y los otros nomás abrían el refrigerador y se tragaban todo lo que había adentro, como si el jamón y los yogurts y los gansitos del congelador llegaran ahí por arte de magia.

Eran un par de vagos, mantenidos, pero cuando supieron dónde trabajaba su hermana –quién se los habrá dicho, carajo– el honor fue más importante que el jamón, y el mayor se encargó de ponerla de patitas en la calle, ante el silencio de don Víctor Hugo, quien se dedicó a contemplar el mosaico de la sala mientras a Mildred, su Mildred, que le había limpiado la mierda del culo cientos de veces, le estaban poniendo la madriza que se merecía y la corrían de la casa. Y nunca vuelvas.

Sobre aviso no hay engaño. Y es que no era la primera vez que Mildred manchaba el buen nombre de la familia. Un día, don Víctor Hugo, que era muy animalero, vio dentro de la jaula de los canarios a su hija. Estaba en un recorte de periódico, en una foto a color, con traje de baño negro y una banda que cruzaba su pecho, todavía plano, con la leyenda: «Distrito Federal».

En el fondo, don Víctor Hugo tenía que admitir que le daba orgullo. A fin de cuentas, él había sido Mister México. Pero no podía permitir que su hija fuera Miss México; en primer lugar, porque ella no podía ser igual que él, y en segundo, y más importante, porque ganar un certamen de belleza era el camino a la perdición. Y ultimadamente, una hija suya no iba a andar por ahí enseñando las nalgas. Capaz que conocía a algún cabrón que le bajaba la luna y las estrellas y se iba de su lado. Por eso, cuando era niña le cortaba el pelo de casquete corto, igual que a sus hermanos. Para que no la vieran bonita y se la llevaran. Como a su madre. Porque la madre de Mildred, que se llamaba Gina, se fue con otro cuando Mildred tenía tres años.

Esto puso sobre don Víctor Hugo el estigma de Señor Dejado, que es peor que viudo o divorciado. A lo mejor por eso era un hombre tan violento. O a lo mejor lo era desde antes. A lo mejor su mamá lo había hecho así. Doña Rosalía, se llamaba.

Cuando vino lo del accidente, doña Rosalía llegó de Michoacán con las hermanas de Víctor Hugo, y lo primero que hicieron fue adueñarse de la casa y mandar a Mildred y sus hermanos a vivir al «terreno», que era exactamente eso, un terreno donde el recién accidentado tenía animales, que le gustaban tanto.

El terreno era un buen lugar para los animales, pero no para sus hijos. Pero él no tenía ni voz ni voto. Estaba en coma. Y cuando salió del coma y preguntó por sus hijos, doña Rosalía le dijo que no habían ido a visitarlo. Víctor Hugo lloró. Luego supo que no era cierto. Que los tres habían estado todos los días en la recepción del hospital, pero no los habían dejado subir a verlo. Víctor Hugo pensó que, de haber podido moverse, habría golpeado a su propia madre. Pero en el fondo sabía que no era cierto. De algún modo, había estado inválido desde siempre, al menos frente a ella. Quizá por eso se buscó a una igual de cabrona. O quizás él la volvió cabrona con sus gritos y sus celos. El caso es que Gina lo dejó botado con dos niños y una niña, y ahora la niña ya se había hecho mujer, y bonita. La más bonita del Distrito. Había que ponerla como chancla. Pegarle ya no. ¿Pues cómo? Pero una buena gritoniza sí se iba a llevar.

Tiempo después, cuando se enteró de lo del table , don Víctor Hugo supo que la gritoniza no había servido para nada. Le entró por un oído y le salió por el otro a la puta de Mildred, puta como su madre. Pero Mildred grande no iba a pasársela en el table el resto de su vida. Sólo iba a reunir suficiente dinero para poner su clínica de fisioterapia y adiós. Y si de pasada podía encontrar un buen partido para casarse y tener hijos, pues tanto mejor.

El buen partido resultó llamarse Héctor. Nunca supo lo del table , porque cuando conoció a Mildred, ella ya había dejado esa vida y rentaba un local donde tenía su clínica de fisioterapia. Su socio capitalista era un tal Pablo Romo, que se dio cuenta de que la jovencita, además de guapa, era buena para la lana. Y sabía tratar a la gente, en especial a los caballeros.

Era un don. Un regalo de Dios que le hizo ganar muchísimo dinero en el table dance más exclusivo de México. Los clientes eran todos de primerísimo nivel, excepto uno que otro patán que los patrones toleraban por conveniencia económica.

A todos les encantaba Mildred: a los de primerísimo nivel, a los patanes y a los patrones. Les encantaba porque era dócil, linda y ardiente. Luego de años de cambiarle los pañales a un viejo paralítico, bajar braguetas y aflojar corbatas de empresarios estresados era casi el paraíso. Ella estaba agradecida, y se notaba. Y los clientes, fascinados de que una vieja tan buena hasta las gracias les diera. Algunos, los que podían pagar sus servicios en la cama, se gastaban muchos miles de pesos al mes, gozándola en hoteles de cinco estrellas, lo mínimo que se merecía una reina como ella. Una reina que, sin embargo, no los intimidaba. Intimidantes, las gélidas rubias que los esperaban en casa, no aquella morena que era como la sirvienta que sólo existe en las películas: tierna, generosa, buenísima. Pero irreal. Porque luego de un par de horas en el hotel, o de un fin de semana en Acapulco, había que regresar con la señora de la casa, a pagar deudas y solucionar problemas.

Héctor nunca supo nada de esto. Para él, Mildred era como un ángel caído del cielo, la respuesta a todas sus plegarias. Una mujer hermosísima, que habría podido tener a todos los que hubiera querido, y que sin embargo lo había elegido a él para formar una familia. En agradecimiento, él se encargaría de hacerla feliz para siempre, de quitarle esa tristeza del rostro, que le venía cada vez que se acordaba de su padre, a quien Héctor nunca tuvo el honor de conocer.

Muy pronto, la clínica se desplazó a una colonia mucho mejor. De hecho, para una clínica de fisioterapia, tenía la mejor ubicación de México. Y además, el local ya no era rentado. Se casaron pronto. No por la iglesia, porque era el segundo matrimonio de él, que le llevaba trece años a la novia. Pero bueno, ni modo, las cosas no pueden ser perfectas, se repetía Mildred el día de su boda por lo civil. Ella nunca lo supo, pero se casó embarazada de Hectorín, que nació a los nueve meses, cuando los problemas entre la feliz pareja apenas habían asomado la cabeza, como pordioseros.

Tres años después, esos mismos problemas ya se habían adueñado de la casa. A él siempre se le hacía tarde para llevar a Hectorín al kínder. De hecho, a él siempre se le hacía tarde para todo. No ayudaba a Mildred con nada. Y era lógico: después de su primer matrimonio, lo único que Héctor quería eran unas buenas nalgas, alguien que no lo estuviera chingando. Y Mildred, con sus maneras de geisha , le pareció la candidata perfecta. Pero ya sabes cómo son las mujeres: en cuanto firman el papelito se transforman.

Así les decía Héctor a sus amigos, quejándose de que la geisha había desaparecido, y su lugar lo había usurpado una mujer mandona, maniática del orden, que lo hacía sentir exactamente igual que su primera esposa. ¿Para qué diablos se había divorciado entonces? Se hubiera quedado con la misma. Por lo menos aquella no quería salir tanto.

Porque, eso sí, a Mildred le encantaba salir a bailar. Si abrían un nuevo antro, ella quería ir a conocerlo. Y él, la verdad, ya no tenía la paciencia de aguantar que el cadenero los hiciera esperar en la calle. Le chocaba que los nacos del valet parking le regresaran el coche apestando a pueblo y con el estéreo sintonizado en la Ké Buena. Ponía tales jetas cuando salían, que Mildred optó por salir con sus amigas, que eran exactamente iguales a las del table , pero con marido. O sea, eran exactamente iguales que ella. Eran amigas recientes; nada que le recordara el pasado, ni el del casquete corto ni el de bailar desnuda en el tubo.

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