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Sinopsis Sinopsis La niña que quiso saltar desde un acantilado - Después de una vida repleta de penurias y miseria, una madre decide llevarse de la mano a sus dos hijos pequeños y arrojarse por un acantilado. Este es el punto de partida de esta enternecedora novela que avanza a caballo entre el costumbrismo más crudamente descriptivo y el realismo mágico de influencia latinoamericana. Narrada desde la voz de la niña, conoceremos las vidas de su madre, huérfana que tuvo que huir de su casa de acogida tras ser violada por su padre adoptivo, y de Tía Elvira, la bondadosa anciana que la recogió y cuidó. La niña, a medida que comprende la clase de vida que le ha tocado vivir, crea en su imaginación a Surimá, una princesa heroína de su edad que disfruta de todos los privilegios que ella no posee.
La niña que quiso saltar desde un acantilado
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
Datos de autor
La niña que quiso saltar desde un acantilado -Después de una vida repleta de penurias y miseria, una madre decide llevarse de la mano a sus dos hijos pequeños y arrojarse por un acantilado. Este es el punto de partida de esta enternecedora novela que avanza a caballo entre el costumbrismo más crudamente descriptivo y el realismo mágico de influencia latinoamericana. Narrada desde la voz de la niña, conoceremos las vidas de su madre, huérfana que tuvo que huir de su casa de acogida tras ser violada por su padre adoptivo, y de Tía Elvira, la bondadosa anciana que la recogió y cuidó. La niña, a medida que comprende la clase de vida que le ha tocado vivir, crea en su imaginación a Surimá, una princesa heroína de su edad que disfruta de todos los privilegios que ella no posee.
La niña que quiso saltar desde un acantilado
© 2021, Sergio Antón
© 2021 , La Equilibrista
info@laequilibrista.es
www.laequilibrista.es
Primera edición: 2021
Maquetación: La Equilibrista
Imprime: Ulzama Digital
ISBN: 9788418212680
ISBN Ebook: 9788418212697
Depósito legal: T 281-2021
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de: NOCTIVORA, S.L.
Fue en aquella mañana que madre decidió que no quería seguir viviendo.
Madre ya no lloraba desde hacía tiempo. Tía Elvira nos decía que no era así, lo que pasaba es que ya no lloraba para fuera y ahora las lágrimas le brotaban hacia las entrañas, y era por eso que de vez en cuando se retorcía de dolor, se hincaba de rodillas y se hacía un ovillo, porque, según nuestra tía, las lágrimas eran tan amargas que le agujereaban el estómago.
Así que cuando nos comunicó su decisión, su rostro se mostró firme, su voz serena, y tan solo el fondo de sus ojos mostraba la amargura de los derrotados.
Como nuestra vida sin ella era inviable por motivos obvios, ya que sin sus esfuerzos nos era imposible hasta la mísera supervivencia que hasta entonces llevábamos, nadie dudó en aquel momento de que tanto mi hermano como yo misma deberíamos acompañar a mi madre a lo alto del acantilado para saltar junto a ella.
Incluso Chucho pareció aceptar su destino, bajando las orejas, escondiendo el rabo bajo las patas y acercándose lastimosamente a lamer los pies desnudos de madre.
A Chucho lo encontramos hacía poco más de un año con una pata quebrada. Madre accedió a tenerlo con la promesa de que nunca le diéramos nada de comer; promesa fácil de cumplir por otra parte, porque incluso a pesar del cariño que sentíamos por el animal, alguna vez hasta se me pasó por la cabeza meterlo en la olla. Creo que todos lo pensamos en alguno de los peores momentos.
Así que Chucho , al igual de nosotros, sobrevivía buscando qué comer entre las sobras y las basuras; y muchos eran los días que ni lo veíamos, ya que supongo que pensaba que en aquello de alimentarse poco le aportábamos nosotros. Pero, al final del día, el animal siempre regresaba.
Ya a aquella hora la estancia ardía, y la chapa recalentada que hacía las veces de techo despedía fuego. No sudábamos de flacos que estábamos, y hasta donde recuerdo no hedía el lugar, ya que otra cosa no seríamos, pero limpios sí que tratábamos de serlo.
No recuerdo bien por qué no habíamos salido ya hacía rato a guarecernos en algún sombrajo o a meternos en algún charco para combatir aquella sensación de abatimiento que la estructura del chabolo nos producía; aunque supongo que, como era un día trascendental para nosotros, el destino lo hizo distinto al resto. O quizá madre alargó la mañana porque no sabía cómo mostrarnos su decisión, y en la demora en la que trataba de tomar las fuerzas —que ya no tenía— todo se retrasó. También pudo ser que el retraso en salir de aquel horno y la calentura que se amoldó en la cabeza de madre fuera la que por fin le hizo tomar aquella decisión.
Nosotros no éramos mucho de pensar en cosas grandes como la vida, la muerte o la existencia de Dios; supongo que para poder dedicar la mente a esos menesteres debes no sentir continuamente los calambres que produce tener las tripas sin nada que triturar, ni estar todo el día vigilando para no quedarte solo y que nadie se te lleve a malearte por ahí, o para abrirte y quitarte todos los órganos, como decían que les ocurría a todos los niños pobres como nosotros que desaparecían desde hacía tanto tiempo. Pero he de decir que cuando madre dijo aquello, sentí un agujero tan profundo, justo debajo de las costillas, que capaz hubiera sido de tragarse la villa entera. Yo pienso que fue la pena lo que me provocó esa maldita sensación, que era infinitamente peor que cuando estuve a punto de irme hacía un año; y aquella vez sola, por comer, creo yo, aquellas cáscaras de bananas que encontramos en las basuras del ayuntamiento. Tía Elvira dijo entonces y entre mis alucinaciones que no eran las cáscaras, sino el veneno que ponían los políticos para librarse de tanto pobre; y debía tener razón la vieja, porque la piel de banano nunca me sentó mal, ni tampoco lo hizo nunca comerme las sobras de las basuras. Yo, por si acaso, desde aquel día evitaba aquellos lugares donde hubiera empleados públicos.
Ya digo que no sé si fue pena o rabia, o las dos cosas juntas —porque muchas veces van parejas—; lo que sí sé es que no fue por mí, ni siquiera por mi hermano, que ahí estaba con su cara de bobo y mirando con esos ojos enormes de vaca en costillar a madre y sin entender, pienso yo, lo que todo aquello significaba. Y es que, claro, con seis años no se comprende lo que ya entendía yo con doce. Fue por madre que me puse así y me entró ese sentimiento allí abajito.
No sabría decir por qué madre me daba tanta pena en aquel momento, ya que ella, aunque seria, parecía muy decidida. Y desde que nos habló, comenzó a organizarlo todo, como si fuera un día normal. Limpió el suelo, que al ser de tierra era como moverlo de un lado a otro; pero a ella se le quedó esa costumbre de cuando sirvió en casa de los Cervera de Narváez. También aclaró en una palangana los pocos platos y vasos que teníamos, y hasta arregló las sábanas; no estirándolas como hacían las vecinas, sino remetiéndolas bien bajo el jergón en que su pequeña familia dormía. Como debe ser.
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