En alguno de los pocos momentos de lucidez que le iban quedando, habló con el comandante para que aceptara a sus dos hijos varones en la milicia insurgente y le ayudaran a llevar la bandera de la revolución a la capital de la provincia, ya que uno tenía trece años y el otro, aunque solo contaba con doce, estaba ya en disposición de matar terratenientes y quemar haciendas.
Tomó entonces a Elvira y bajó con ella de la sierra a los llanos. Allí buscó, y no se conformó hasta que no encontró lo que le estaba rondando: un campesino con algo de tierra y que al menos tuviera una vaca de la que obtener leche para sus nietos, un corral con gallinas para proveer de huevos a su hija y, sobre todo, una mula que impidiera que el campesino usara a su preciada hija para tirar del arado. Finalmente encontró todos estos requisitos en un viudo sin hijos que cultivaba maíz y mandioca en un pequeño terreno, y llamó a un cura que allí mismo los casó. Pagó una dote al campesino de lo ahorrado en todos esos años, que daba para comprar un par de cabras; dejó a su hija con el campesino y, tras darles su bendición, salió de la casa para caer fulminada a unos pocos pasos, justo el día en que se firmaba el armisticio y su hija cumplía catorce años.
Tía Elvira quedó entonces sola con su nueva vaca, sus nuevas gallinas, su nueva mula, su nuevo marido y con la incertidumbre de no saber qué hacer con ninguno de ellos.
La naturaleza dotó a Elvira de la fecundidad que robó al yermo terruño en el que se asentaba su cabaña. Y así fue pariendo año tras año, como si de una nueva cosecha se tratara, a cada miembro de su ingente prole.
Si a los primeros casi los depositó en la tierra sin darse cuenta mientras labraba u ordeñaba, los diversos partos fueron mermando su hasta la fecha inquebrantable salud. Y a los veinticuatro años y con diez hijos, su cuerpo fue sufriendo un paulatino empobrecimiento, que impuso la falta de barbecho de su vientre.
El pelo le fue menguando, los dientes se fueron cayendo, las arrugas fueron haciendo presencia temprana en su rostro aniñado, y las distintas venas reventadas de sus piernas le fueron confiriendo ese andar pausado que le acompañaría hasta el fin.
Sin embargo, ni su productividad procreadora ni su deterioro físico parecieron importar al campesino, que seguía inseminando a su mujer con aparente mejor suerte que lo que lograba en el campo. Fue a partir del decimocuarto parto cuando Elvira no se levantó más del catre; y tuvo a sus últimos seis hijos postrada.
Las cosechas no acompañaban, y el maíz y la mandioca no daban para tanta boca; así que recién cumplían los ocho años, los hijos de Elvira comenzaban su marcha hacia la ciudad, a buscarse el sustento que el campo les escatimaba. Al quebranto de las entrañas de Elvira se unió el resquebrajamiento de su desconsolada alma, viéndolos partir con sus piernitas de alambre y sus abdómenes abultados, llorando, con las narices resbalándoles mocos y su hatillo a la espalda con las cuatro cosas que se llevaban; mientras ella recordaba que su madre, aunque puta, la pudo mantener hasta los catorce años.
El camino a la ciudad era largo y difícil, aunque más aún lo era la supervivencia en aquella época; por suerte no todos los hijos le salieron buenos y así algunos pudieron sobrevivir.
De aquella época de hijos que nacían e hijos que desaparecían como tragados para siempre por la inmensidad de la urbe capitalina, le quedó a Elvira una pena que de profunda se hacía materia, y que su cuerpo metabolizaba desprendiéndola en forma de un sudor con aroma a cebollas confitadas, tal que cualquiera que lo olía agarraba una pena que le hacía llorar sin remedio por semanas.
Así, Tía Elvira pasó los años tumbada, enferma en su cama, pariendo, y rodeada de la tristeza que su propio olor provocaba. Y hasta su marido, el campesino, mientras yacía con ella entregándose al abandono del amor, no paraba de llorar mientras le fabricaba nuevos hijos que se irían yendo, dejándolos sin remedio en su retroalimentada amargura.
Por mucho que el médico se empeñara en culpar al trabajo y al calor del mediodía, decía mi tía que fue esta pena la que de hecho le partió finalmente el corazón a su marido. Fuera como fuese, lo cierto es que al pobre hombre lo encontraron sentado y agarrado a su hoz con la mueca de los caballos desbocados y la pechera empapada en un charco de lágrimas, cuyo olor recordaba intensamente al del caramelo que producen las cebollas en la sartén.
Fue el día que a Tía Elvira le vinieron sus hijos llorando para contarle que su padre acababa de fallecer cuando, por primera vez desde hacía seis años, se levantó y, tragándose todos sus dolores y achaques, salió al campo como loca para recolectar lo que ya sabía que sería la última cosecha de aquel minifundio.
Poseída, fue llenando saco tras saco con todo lo que fue capaz de recolectar. Pronto el opaco rojo de la sangre que manaba de sus manos se fue mezclando con el amarillo tenue del grano, adquiriendo todo un tono monocorde, melancólico, como de hoja caída en tarde de otoño. Y así sus manos se le fueron rajando, como también lo hicieron sus pies desnudos, dejando sobre la estéril tierra un reguero igual al que dejan las cabrillas en su paso lento sobre las briznas de hierba seca.
Recogió hasta el último grano de choclo que pudo encontrar, robándoselo a aquella dura tierra, mil veces forzada y violentada por aquel marido suyo que dejó en ella, además de su vida, la suavidad de unas manos que siempre le llegaron ásperas a su pecho.
Manos que en aquel momento ansiaba firmes sobre sí, violentas como nunca lo fueron, implorando por sentirlas de nuevo, aunque fuera por una última vez, posadas sobre su espalda o abarcando su pecho infinito.
Y mientras lloraba saladas lágrimas que yermaban el terruño donde se desparramaban, pensaba en cómo podría sobrevivir en un mundo que ya para nada estaba diseñado ni planificado por su madre ausente.
Vendió la cosecha, vendió los animales, vendió la tierra, vendió la casa, pagó las deudas; y con lo poco que le quedó y los ocho hijos que aún no había despachado, comenzó aquel camino que ya sus otros vástagos previamente habían trazado.
«Singular caravana», nos recordaba Elvira en su relato. Ella, inmensa, abriendo el paso, torpe y llena de dudas, con un niño atado a la espalda y otro al que encajaba sobre su cadera la mayor parte del tiempo; y detrás, aquellos cuerpos enjutos, livianos como los almuerzos de los pobres, formando, todos, una escalera decreciente de jerarquía difusa.
Tardaron cuarenta días en llegar a la ciudad. «Número bíblico», nos repetía Tía Elvira cuando nos contaba su historia. «Una premonición», pensó en aquel momento, animándose mientras trataba de no mirar sus pies descalzos, resquebrajados y llagados por los días de marcha; llagas que se repetían en los niños, que la seguían con la confianza inconsciente que tienen los niños en sus progenitores. Confianza que Elvira leía en sus inocentes ojos y la hacía temblar de la pena que produce la certeza de la decepción. Cuarenta días que parecieron cuarenta años; cuarenta días en los que paulatinamente se fueron borrando de los semblantes menudos que acompañaban a nuestra tía las sonrisas ingenuas que mantienen los niños campesinos pese a las penurias.
Desde las colinas que precedían a la gran ciudad, nuestra tía sintió más que nunca el vértigo de su decisión cuando por primera vez oteó la inmensidad del monstruo que irremediablemente los engulliría, como ya hizo antes con tantos campesinos que, como ellos habían ido llegando con el paso incierto que genera el desconocimiento, huyendo del hambre y de la guerra.
Tía Elvira decía que cuando miró a sus hijos, que la observaban callados y expectantes, respiró tan profundamente, para ahogar las lágrimas que le venían a la boca y que juró que nunca más malgastaría, que del esfuerzo se vino a tirar un pedo; que, aunque con reminiscencias liliáceas, hizo reír a todos como no lo habían hecho desde que falleciera su padre. Incluso a ella se le soltó la mueca, y esbozó lo más parecido a una sonrisa que había gesticulado desde que saliera por la puerta su primer retoño. Y pensó entonces que hasta en las mayores dificultades y en los peores momentos, un buen pedo puede levantar el ánimo a cualquiera; y nos animaba a que siguiéramos su ejemplo. Y recuerdo que nos reíamos con madre y con Tía Elvira mientras las chapas de nuestro hogar almacenaban ingentes cantidades de metano y sonrisas. Pero claro, eso fue ya hace mucho.
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