Sergio Antón - La niña que quiso saltar desde un acantilado

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La niña que quiso saltar desde un acantilado: краткое содержание, описание и аннотация

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Después de una vida repleta de penurias y miseria, una madre decide llevarse de la mano a sus dos hijos pequeños y arrojarse por un acantilado. Este es el punto de partida de esta enternecedora novela que avanza a caballo entre el costumbrismo más crudamente descriptivo y el realismo mágico de influencia latinoamericana. Narrada desde la voz de la niña, conoceremos las vidas de su madre, huérfana que tuvo que huir de su casa de acogida tras ser violada por su padre adoptivo, y de Tía Elvira, la bondadosa anciana que la recogió y cuidó. La niña, a medida que comprende la clase de vida que le ha tocado vivir, crea en su imaginación a Surimá, una princesa heroína de su edad que disfruta de todos los privilegios que ella no posee.

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Don Estanislao era un oficinista viudo que había perdido a su mujer y a su hija en un incendio, lo que le había provocado una pena tan honda que se había ido deteriorando tanto que acabó sus días en nuestra villa, abandonando trabajo y costumbres. Iba de un lugar para otro siempre con la misma ropa de funcionario, o «de enterrador», como se burlaban los niños: traje arrugado y cada vez más raído, una camisa con más lavados de los que debiera y una corbata gris y maltrecha como su propia vida. Por las mañanas solía coincidir con nosotros en el vertedero. Sin embargo, a diferencia de los demás, que lo que hacíamos era buscar hierros y plásticos que poder vender, él se pasaba el tiempo recogiendo flores, que por lo que parece se daban bien en aquel lugar, y hacía ramos, más bien modestos, de florecillas de muchos colores, y en los que incluía también alguna ramita verde. Una vez concluía los ramos se iba al cementerio para venderlos y poner siempre las mejores flores en la tumba de su esposa y de su hija. Debió quedarse satisfecho el hombre por mi respuesta, porque, por primera vez, le vi sonreír.

Había pasado tanto tiempo sobreviviendo que no me había parado siquiera a pensar en que me gustaban las flores. Supongo que no hay que pensar que te gusta algo para que te guste; simplemente te gusta. Y entiendo que las flores me habían gustado de siempre, pero sentí un enorme placer al pensar que me gustaban las flores: el simple hecho de detenerme un momento a pensar en que me gustaban me producía una sensación maravillosa. Era como dejar de digerir una comida para pasar a degustarla, dejar de saciar la sed para apreciar el sabor que te la quita. Y en ese momento creo que también fui al menos un poco feliz, y desde entonces trataba de pararme a pensar en las cosas que me gustaban; y descubrí muchas otras cosas… y aquello me permitió algunos otros momentos de algo parecido a la felicidad.

Pero, sobre todo, recuerdo aquellas Navidades en que madre se inventó unos Reyes Magos cuando ya estábamos convencidos de que no se acordarían nunca de nosotros, y nos trajeron en aquella mañana de enero un huevo a cada uno, con los que hicimos una tortilla tan grande que T no quería ni comerla para poder seguir observando la maravillosa desproporción de aquel manjar.

Todo aquel día reímos, y disfrutamos como nunca por la sorpresa de aquel regalo. Mi huevo era grande y oscuro, mientras que el de T era tan blanco que brillaba; pasamos la mañana observando aquella maravilla. Tía Elvira nos hablaba del milagro de aquel alimento, que era como el vientre de las madres, del que podrían salir polluelos de haber sido fecundados: el alimento que mantenían era tal que, si lo trasladábamos a escala humana, era el equivalente a estar encerrados en una cueva con comida por varios años. También explicaba que la clara te aportaba la energía y la yema la reserva.

—Cuentos de vieja —dijo entonces madre ante aquella historia, y todos reímos reforzando nuestra alegría al mirar la cara de falso enfado que puso nuestra tía, y que acusaba así mucho más sus arrugas, haciéndola parecer infinitamente más vieja (si es que aquello era posible).

Después fuimos comiendo lentamente nuestra tortilla, saboreando cada bocado, comentando las distintas tonalidades de amarillo que mantenía, tratando de distinguir sin éxito las diferencias cromáticas de las partes, dependiendo del color distinto que tenían las cascaras de los huevos de los que surgió. Comentamos, sobre el veteado blancuzco, que se debía a no haber batido del todo el huevo. Y así yo fui feliz hasta que tomé el último bocado, y no me volvió la amargura hasta que observé mi plato vacío, tan desolado como se estaba quedando de nuevo mi alma, en ese día de enero que en aquel momento se volvió de nuevo gris y frío.

II

Tía Elvira en realidad no era nuestra tía en el sentido formal del término, y la familiaridad se había creado por la pura necesidad de afecto que da estar solos en el mundo. Por tanto, los lazos se crearon de forma más natural que la propia sangre: ella necesitaba una familia y nosotros necesitábamos a una tía Elvira.

Tía Elvira nació el día que comenzaba la novena guerra. Fue parirla su madre y cargarla sobre la espalda con un atado de tela para seguir a la soldadesca, y ya esa noche satisfizo, aún con los dolores del parto, a seis milicianos. Porque, aunque la palabra no es bonita, lo cierto es que la madre de tía Elvira era puta; y nuestra tía siempre presumía de aquello, porque no era capaz de entender una mayor prueba de amor que la del sacrificio de su madre la noche de su nacimiento.

La guerra aquella, de la que ni la memoria queda, vino a durarle a la madre de nuestra tía catorce años y tres hijos, a los que siempre trató bien y a los que nunca faltó un caldo, una fruta o algo de tripa de cerdo que llevarse a la boca, pagando por aquel bienestar de los suyos con su salud, contrayendo horribles enfermedades que le entraron al cuerpo por los bajos y se le corrieron hasta los mismos sesos.

Fue entonces cuando empezó a retorcer realidades y a crearse personajes que se adueñaban de su ser. Personajes distintos que hacían reír a los escépticos y temer a los creyentes, pues allí donde unos intuían locura, otros no dejaban de encontrar al mismísimo diablo en las realidades paralelas en las que vivía la pobre meretriz.

Así, un día era Cabú, la Reina de Serilam, y desconsolada lloraba recordando el reino perdido por culpa de una partida de dados de su padre con la emperatriz de Surabia, y era capaz de describir para sus hijos su tierra perdida, adornándola de tal cantidad de detalles que estos hasta dudaban de la existencia de este reino. E incluso ahora pienso que tía Elvira y sus hermanos disfrutarían de estas historias que les abstraían de la realidad que vivían, y los llevaban a fantasías pretéritas que, aunque no vividas y sabiendo inventadas, podían saborear como casi propias, en tanto que concernían en cierta forma a su madre. ¿Acaso no es más propio lo imaginado que lo heredado? ¿No es más real y cercano lo que imagina una madre que lo que le sucedió a un bisabuelo?

Serilam era así un reino que bien podría haber sido el paraíso terrenal, poblado de frondosos bosques de árboles frutales que derramaban generosos sus frutos, de tal manera que la tierra, de puro gozo, se cuarteaba, abriéndose en cráteres que manaban miel hirviendo de tanto fruto que se encontraba bajo su superficie. Y eran los prados tan verdes y sus pastos tan ricos que el ganado apenas se movía, engordando de tal manera que su carne era suculenta y blanda hasta el extremo de poder cortarse con los dedos.

Cómo me gustaba que nuestra tía me contara esa historia; sobre todo cuando hablaba de alimentos cuya sola mención me hacían la boca agua, aunque no los conociera y probablemente no los conocería jamás. Su sola mención y el que alguien inventara nombres tan hermosos para ellos les hacía en mi imaginación asemejarse a maravillas mayores que el cabildo o incluso que la catedral. ¿A quién le podrían interesar cuatro piedras, cuando en algún lugar existían cosas con nombres tan extraordinarios como milhojas, solomillo, aguacate, ajonjolí, tocino de cielo o matahambre?

Otro día amanecía con los ojos rojos y la piel verde, y decía ser la diosa serpiente Rahlatam, a la que, como todo el mundo sabe, adoran en secreto en la lejana América los indios Turapú. Y pedía a quien se encontraba que le sirviesen sus heces en bandejas, a fin de poder leerles el futuro, ya que esta diosa tiene la capacidad de entender a las personas por el recorrido que el alimento hizo en sus cuerpos; que no es otra cosa que el tránsito que harán ellos en la vida. Era en estas ocasiones cuando los escépticos más la hostigaban, restregándole los excrementos por la cara a la menor ocasión. Pero a muchos de ellos se les notaba el nerviosismo que les generaba la transmutación que se producía en la prostituta; y aunque en público se reían de ella, más de uno, luego, en secreto, durante la noche, aprovechaba la oscuridad del campamento para acercarse a su tienda a consultar qué sería de él y a pedir disculpas por su comportamiento, dejando siempre alguna propina o alimento que ella guardaba para sus hijos, de los que nunca se olvidaba.

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