Sergio Antón - La niña que quiso saltar desde un acantilado

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La niña que quiso saltar desde un acantilado: краткое содержание, описание и аннотация

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Después de una vida repleta de penurias y miseria, una madre decide llevarse de la mano a sus dos hijos pequeños y arrojarse por un acantilado. Este es el punto de partida de esta enternecedora novela que avanza a caballo entre el costumbrismo más crudamente descriptivo y el realismo mágico de influencia latinoamericana. Narrada desde la voz de la niña, conoceremos las vidas de su madre, huérfana que tuvo que huir de su casa de acogida tras ser violada por su padre adoptivo, y de Tía Elvira, la bondadosa anciana que la recogió y cuidó. La niña, a medida que comprende la clase de vida que le ha tocado vivir, crea en su imaginación a Surimá, una princesa heroína de su edad que disfruta de todos los privilegios que ella no posee.

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Pensé entonces qué me impedía irme de este mundo, y no encontré razón alguna en ese momento para no hacerlo; aunque he de decir que tampoco encontré razón para irme a ningún otro, ya que no conocía otra cosa y no podría decidirme entre dos mundos sin conocer el otro. Además, tampoco sabía lo que significaba morirse, y lo único que me asustaba un poco era lo de saltar desde lo alto del acantilado, porque, aunque siempre me divirtió saltar desde lo alto de los chamizos y las chatarras, aquella altura no era comparable.

Tía Elvira, que por aquel entonces tenía ciento veinte años y era una institución en aquel barrio mísero, sobre todo desde que vinieron aquellos americanos a comprobar su edad para incluirla en no sé qué libro de gente rara y que le hubiera dado, por lo que decían, fama universal, movió la cabeza a ambos lados y se santiguó cuando conoció la noticia. Pero después de parir veinte hijos a los que vio morir, su corazón estaba totalmente encallecido, y sabía mejor que nadie que, cuando alguien toma una decisión así, es porque ni se siente el placer del agua al aplacar la sed.

Nos dio un beso a cada uno y nos despidió con una caricia de sus manos de estropajo seco, que a mí me resultaron tiernas como la miga del pan que siempre imaginé. Me quedé observándola mientras torpemente salía de la estancia, y toda ella me recordó una tortuga. Su andar lento y acompasado, arrastrando sus dos piernas gordas y deformadas de varices, su cabecita pequeña cubierta por un pañuelo negro riguroso, su cara llena de gruesos surcos que se iban transformando en riachuelitos en un cuello que era puro pellejo, su mano apoyada en un palo retorcido que hacía las veces de bastón. Y la pena, siempre la pena, que comparten algunos viejos con las tortugas.

Mi hermano y yo nos quedamos sentados muy callados y sin saber qué decir mientras madre, en silencio también, con un brazo sobre el pecho y otro sobre su nuca, veía alejarse la sombra de nuestra tía. Miré a mi hermano y no pude sino darme cuenta en aquel momento de su cara de culpa, con la boca curvada hacia abajo, el labio inferior desafiante, su mandíbula encajada y los ojos muy abiertos. «No es por ti», pensé; pero no le dije nada. Tan solo puse mi mano sobre la suya, y noté entonces el temblor de la duda y el sudor del miedo entre sus pequeños dedos.

T, mi hermano, había sido para madre y para mí, desde el momento que nació, el centro de nuestras vidas. T era hermoso como pocas cosas puedan serlo: sus ojos eran grandes y plenos, del color de la miel a contraluz: su piel bajo la mugre era suave como lo es la mantequilla derritiéndose junto al hogar: y su pelo era una increíble sucesión de olas de mar del color del trigo al atardecer, justo antes de ser cosechado. O eso decía madre, poniéndose un tanto cursi. Tía Elvira siempre le contaba el cuento de que era hijo del sol, y que como todos los hijos del sol, cuando llegan a la tierra transforman sus rayos en bucles dorados e infinitos para que así sus madres no se quemen al acariciarlos; y es por ello que, para distinguir a aquellos güeros de pelo encrespado que son hijos del sol de los que lo son de polacos o rusos, debe buscarse en el color del pelo una ligera tonalidad cenicienta, como tenía T, que es la que se produce cuando los rayos se apagan al entrar en la atmósfera.

T, que como yo nunca conoció a su padre, se quedaba fascinado con aquella historia que creía sin asomo de duda, y su inagotable curiosidad bombardeaba a nuestra tía con incesantes e imposibles preguntas, que Tía Elvira contestaba mostrando su infinita paciencia. Y lo que más me maravillaba: sin contradicción alguna, a pesar de lo que creció la historia con todos los detalles que se fueron añadiendo durante años de relatos y que nuestra tía, minuciosamente, almacenaba en su memoria para así no defraudar a T.

Tía Elvira era una excelente cuentista, como lo fue su madre; al punto que incluso yo, que ya tenía edad para saber que aquella paternidad astral era imposible, a veces y mientras relataba, me quedaba ensimismada mirando a mi hermano pequeño, y me lo imaginaba dando luz y calor a un diminuto planeta del tamaño de nuestra catedral (como todo el mundo sabe que hacen los hijos pequeños del sol).

Cuando las cosas se complicaban más de lo que ya lo estaban normalmente, T se quedaba horas tumbado en el suelo, mirando a su padre a través de un cristal oscuro que madre le regaló, compartiendo con él sus primeras y pequeñas frustraciones, ajeno a un mundo que empezaba a resultarle cada vez más extraño. Yo me lo imaginaba pidiéndole que nos arreglara los problemas, o que nos llevara en sus cálidos brazos lejos de tanta miseria. Madre, en aquellas ocasiones, se quedaba observando a T en silencio, recorriendo con su mirada sus piernitas desnudas, que formaban un triángulo con el suelo, deteniéndose en su mano extendida, que agarraba firme aquel cristalito que le permitía sentir el calor del padre, clavando sus ojos en su semblante tristón de infancia incierta, deleitándose incrédula en aquel pelo desparramándose por el suelo y sufriendo finalmente por toda aquella fragilidad concentrada en esos escasos seis años de vida. Y era en aquellas ocasiones cuando la cara de madre más se contraía del dolor que sus amargas lágrimas le producía en sus adentros. Y mientras madre, agarrándose el vientre, observaba medio escondida a mi hermano, yo entendía mejor que nadie sus silencios por aquel padre surgido de la imaginación de Tía Elvira y que era, sin duda, mejor que cualquiera de los posibles candidatos reales que hubieran podido ser. Y mientras yo lloraba lágrimas —que a mí sí me salían por los ojos— quemándome la cara, me acurrucaba en algún rincón para que no pudieran verme.

Un día oí a Elvira decirle a madre que yo nací con una piedra atada al alma y el corazón encharcado en agua de mar, y que era por eso por lo que siempre andaba como melancólica. Y debía tener razón mi tía. No digo que fuera infeliz todo el rato, ni que mi tristeza fuera honda, como lo era la de madre en los últimos tiempos; pero casi siempre mantenía un punto de tristeza que raramente me abandonaba, tristeza que se hacía sentir como el peso de una roca en el pecho y que llegaba a la boca siempre con el regusto salado del agua de la mar.

Era por ello que en los pocos momentos que tuve de verdadera felicidad en mi corta vida, el miedo a que esta terminara era tan grande que no más duraba un instante, hasta que me podía la congoja de que aquella sensación terminara rápido y volviera a mi estado natural de melancolía.

A mí, por tanto, la felicidad me tenía que agarrar de sorpresa, sin esperarla ni planificarla; porque si no, la propia ansiedad por disfrutar aquella sensación que ensanchaba mi pecho relajaba mis músculos y me hacía sentir aquel inmenso amor por todo terminaba muriendo antes de nacer, ahogada sin remedio, en la tristeza de su pérdida.

Por escasos, recordaba claramente los pocos momentos que tuve de lo que entendía era la felicidad: alguna ocurrencia de T que nos hizo reír a todos, aquel día que sorprendí una sonrisa inesperada en madre mientras lavando la ropa se abandonaba a algún sueño o recuerdo añejo, los cuentos de Tía Elvira, aquella vez que en la plaza del cabildo una mujer tocaba en su violín una melodía tan triste pero tan hermosa que al oírla sentí que los pies se me elevaban del suelo.

Recuerdo también con claridad aquel día que don Estanislao, al cruzarse con mi mirada y sin venir a cuento, me preguntó:

—¿Y a ti qué es lo que te gusta, niña?

—Las flores —dije sin dudarlo.

Y me quedé pensando que, sin duda, las flores me gustaban. Las pequeñas flores azules de las praderas que se veían más allá de las casas de la villa, las flores rojas de los tiestos que algunas vecinas colgaban de las paredes de sus casas, las flores rosas, moradas y amarillas que se veían tras las tapias de las casas de las colonias, las flores de diferentes colores y tamaños que había en los parques y en las calles, y sobre todo las florecillas humildes que recogía cada mañana don Estanislao en el vertedero.

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