Leyendas de aquí
y de allá
Olga Drennen
Ilustraciones:
Martín Morón
Índice de contenido
Leyendas de aquí y allá
Portada Leyendas de aquí y de allá Olga Drennen Ilustraciones: Martín Morón
Los dos ríos. (Chaco argentino.)
Flor en la arena. (Chile.)
Donde crece el maní. (Bolivia.)
El pájaro de la suerte. (Sur de Brasil.)
La mujer que lloraba. (Perú.)
La puerta del viento. (Ecuador.)
Solo el silencio. (Colombia.)
La piedra del pato. (Panamá.)
Nandayure. (Costa Rica.)
¡Enredadera, enredadera! (Nicaragua.)
El señor del monte. (El Salvador.)
Sueños de carbón. (Guatemala.)
Un hombre y un hombre. (Honduras.)
El caballo del lago. (Península de Yucatán.)
Bigu, la tortuga. (México.)
Coyote y el río Gila. (Estados Unidos.)
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Los dos ríos
Basada en una leyenda del Chaco argentino
Hace cientos y cientos de años, los abuelos guaraníes del Chaco argentino contaron a sus nietos una vieja historia que habla de Guarán, jefe que gobernó su pueblo con generosidad y sabiduría. Los ancianos aseguraron que el viejo cacique cuidó los ríos, la tierra y los montes de la región. Y se ocupó de su gente día y noche, sin ahorrar esfuerzos. Durante su gobierno, todo fue paz y prosperidad en la zona.
Los ancianos dicen que en aquella época, no había nadie que se quejara en la tribu de Guarán.
Las mujeres molían maíz para cocinarlo y hacían canastas para la época de recolección de frutos. Los hombres salían a cazar y a pescar. Los mayores trabajaban felices mientras sus niños correteaban y reían entre los árboles. Con ellos, jugaban los hijos del cacique.
Cuentan los ancianos que se llamaban Michiveva y Tuvichave y, si bien ambos se parecían en su aspecto, su forma de ser era muy diferente.
Aseguran que Tuvichave, el mayor de los dos, tenía un carácter vivo y resuelto que se diferenciaba del temperamento pacífico y prudente de Michiveva. De todas formas, el cariño que sentían el uno por el otro era una de las grandes satisfacciones de sus padres.
—Tuvichave –decía la madre–, te guardé una bolsita de ñangapiryque tanto te gusta...
El muchachito agradecía, pero antes de comer, separaba la mitad para su hermano.
—Michiveva –llamaba el padre–, traje miel del monte.
—¿Y para mi hermano? –preguntaba el chico.
Así pasó el tiempo y llegó el día en que Guarán decidió que había llegado la hora de retirarse. Entonces, llamó a los dos jóvenes.
—Hijos, estoy cansado; cuidar la tierra se me hace muy pesado. Ya no puedo ocuparme como antes de guiar a los hombres en la pesca y la caza. Ahora tengo que apoyarme en ustedes. Llegó la hora de que trabajen para nuestra gente. Los nombro jefes de la tribu.
Contentos, orgullosos de la confianza que su padre había puesto en ellos, Tuvichave y Michiveva empezaron la tarea con entusiasmo.
Claro que eso fue antes del enfrentamiento, de esa terrible pelea que tiempo después, tuvo a los dos hermanos frente a frente con un arco en la mano y las flechas listas para disparar.
La discusión surgió por Quilla, la hermosa hija de Teuco, el cacique de una tribu enemiga. Fue porque Tuvichave se enamoró de ella.
—¿Casarte con la joven? Imposible, ni se te ocurra. Esa unión está prohibida. Sería la guerra –dijo Michiveva.
Nada pudieron sus recomendaciones. La hermosa Quilla y Tuvichave se querían y no pensaban renunciar a su cariño. Todos los vieron caminar tomados de la mano, o corriendo detrás de una corzuela parda, o sentados a la sombra de un quebracho colorado.
Hasta que una noche, el más joven levantó la voz por primera vez.
—¡Tienen que separarse! Por ser hijos de Guarán, debemos ser los primeros en respetar las tradiciones de nuestra gente.
—¿Quién va a decirme cuáles son mis obligaciones? ¿Mi hermano menor? ¡Ja, ja, ja! No me hagas reír –contestó Tuvichave y se fue sin mirar atrás.
Los dos se dieron cuenta de que ninguno iba a retroceder. Hasta que el fin se desató como una tormenta furiosa. Los hermanos estuvieron a punto de irse a las manos.
Al ver el estado al que habían llegado las cosas, Guarán se vio obligado a intervenir.
—Ya que no logran ponerse de acuerdo en cómo actuar, tendrán que competir entre ustedes. El que venza, tendrá la última palabra.
Y, por primera vez en sus vidas, los dos se miraron con odio.
Así fue como esa mañana, vestidos con plumas en la cabeza y en los tobillos, se enfrentaron. Cientos de miradas se clavaron en ellos. De esa lucha, dependía la paz.
Guarán dio la orden de comenzar el combate.
Tuvichave y Michiveva se miraron desafiantes, pero no pudieron ni siquiera tensar el arco.
Los sollozos les impidieron hacerlo. Empezaron a llorar y arrojaron sus armas al suelo para correr el uno hacia el otro y fundirse en un abrazo grande.
Cuentan los ancianos que, conmovida por ese afecto, la tierra se abrió para formar dos ríos. Uno, el Bermejo, con aguas rojas y apasionadas como el temperamento del mayor de los hermanos y el otro, el Pilcomayo, de aguas calmas, transparentes como el espíritu de Michiveva.
Dicen, también, que Guarán y el padre de Quilla, pactaron la paz de ambos pueblos para permitir la unión de sus hijos y que durante muchos, muchos años, en esa región, todo fue alegría y prosperidad.
Ñangapiry: Grosella o cereza de Cayena.
Flor en la arena
Basada en una leyenda de Chile
En el siglo XVI, un reducido, pero astuto y valiente piquete de españoles entró en la actual región de Tarapacá. Estaban cansados. Al llegar, salió a recibirlos un grupo de indígenas aymarascon muy poca buena voluntad.
—Será mejor que nos instalemos en la zona que hay cruzando este desierto, antes de que nos saquen a pedradas –dijo el jefe de los conquistadores.
—¿Vamos a Matilla? –preguntó su ayudante, un joven alto, de ojos oscuros llamado Dámaso Morales.
—Eso es. Si en unos días los indígenas no cambian de actitud, iremos a Matilla.
—A la orden, señor –contestó su ayudante de mala gana.
Dámaso Morales contestó de mala gana porque, según cuenta la leyenda, él y Chima, la hermosa hija del curacadel lugar, se habían enamorado a primera vista.
Como a menos de un mes la relación de los conquistadores con los nativos no había mejorado, los españoles se dirigieron a Matilla seguidos por la mirada de desconfianza del curaca Amaru y las lágrimas mal disimuladas de su hija.
Ninguno de los dos enamorados podía resignarse a la idea de que ese cambio significaría la separación para siempre
Tal vez, por eso, ni piedras ni arenas pudieron hacer que bajaran los brazos. No dejaron de verse ni renunciaron a su amor. Cada día, el desierto, triste de nubes y de agua, fue testigo de sus sueños y de sus encuentros.
Hasta que una tarde, mientras caminaban tomados de la mano por entre cactus y salitre, una figura imponente se alzó ante ellos. Se trataba de Amaru. Los había seguido.
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