El regreso a Oslo dolió. Pero Eberg sabía que la cama que compartía con ella era una Siberia, así que el divorcio no fue tan doloroso. Nora insistió en quedarse con su padre. Acordaron que ella iría de visita cada dos meses.
Achille la estaba esperando en la estación de trenes. Los tres años de espera durante el liceo fueron recompensados con un año de felicidad. Achille ya tenía su propio departamento, pero con ella reía como si fuera un niño. A veces, ella se asustaba de pensar que, cuando la novela se publicara, él se convertiría en una celebridad literaria y tal vez el idilio se terminara. Pero eso estaba muy lejos de ocurrir. Achille sentía que lo que había escrito estaba muy lejos de la perfección. «Sólo tú sabes que la he escrito», le decía. «Sólo tú, mi amor, la has leído. Tal vez nunca me atreva a enviarla a una editorial. Porque aún no está lista, sí, pero también porque no quiero que mi obra de arte se convierta en un producto. No es una hamburguesa ni una Coca-Cola ni un tampón…»
Con los años, Achille se había vuelto un tanto amargo. Ahora, cuando hablaba de las injusticias contra el proletariado, había en su voz un dejo de resignación amarga. Pero mientras la conversación no gravitara hacia esos temas, el entendimiento entre ellos era perfecto. Eran el uno para el otro, como ella siempre lo había sabido.
La dicha se interrumpió de tajo cuando Maricarmen llamó para decirle que Rafael, su padre mexicano, estaba muy enfermo. Ella voló a México y lo encontró muy cambiado. No quería aceptarlo, pero la verdad es que lo que antes le parecía soso, ahora le fascinaba. Tal vez porque al fin había dejado de ser mexicana. Su padre estaba grave, en terapia intensiva, pero estable. Su madre, aunque angustiada, estaba feliz de verla y ella también estaba feliz de haber vuelto. Hasta que le avisaron que Achille estaba en coma.
Durante el vuelo de regreso a Francia, ella maldijo a México en todos los idiomas que dominaba, usando todos los insultos que conocía. Esa tierra maldita la había hecho volver sólo para arrebatarle al amor de su vida. Cuando llegó al hospital, le pareció idéntico al de México, como si hubiera estado nueve horas en un avión que no se había movido. Achille viajaba en bicicleta cuando un automóvil lo golpeó de frente. Tuvieron que inducirle el coma para salvarle la vida. Al verlo ahí, inconsciente, lo amó más que nunca, y junto a la tristeza vino un pensamiento clarísimo: pasara lo que pasara, ella había encontrado al hombre de su vida y él la había amado. De lo demás, que el destino se hiciera cargo.
A partir de ese día, ella llegaba al hospital a las nueve de la mañana y se iba a las seis de la tarde. Siempre. Luego, al llegar al departamento de Achille, llamaba a México para preguntar por su padre. La respuesta era siempre la misma. Estable, pero mal. Luego colgaba el teléfono, preparaba la tina y se quedaba durante mucho tiempo fumando Gauloises del cartón que Achille había comprado una vez que volaron a los Alpes a esquiar.
«Estable, pero mal», le dijo otra vez su madre. Ella colgó. Se encaminó hacia la tina, como todas las noches, y el teléfono volvió a sonar. Era Chloé, llamándole para decirle que su hijo escribía. «Sí, lo sé, dijo ella». «¿Él te dijo de los diarios?», preguntó Chloé. «¿Cuáles diarios, Chloé?» Su suegra le explicó que cada año Achille compraba un cuaderno que usaba como diario. Que era algo que había hecho desde que era adolescente. Le explicó que los diarios estaban en una caja azul en el departamento y que, en caso de que su hijo muriera, ella quería conservarlos. Te los llevo mañana al hospital, dijo ella, y corrió a buscar la caja azul. Ahí estaban los diarios. Eran cuadernos hermosos. Abrió uno y reconoció la letra. Lo cerró de inmediato, pensando que no era lo correcto. Pero luego decidió que sabía demasiado poco de su amado y que, luego de tantos pesares, merecía tener más información antes de que los diarios pasaran a manos de Chloé.
Abrió el del año en curso. Sabía que leer acerca de la felicidad tan reciente le iba a doler, pero no le importó. Abrió el cuaderno al azar y su mirada cayó en lo siguiente: «Hoy volvió ella. Como siempre simplona. Estúpida. El día entero fue un fiasco». Abrió otra página: «Su optimismo me repugna. A veces me dan ganas de abofetearla. Por fortuna, hoy se larga a ver a la niña insufrible que tuvo con el vikingo». Siguió leyendo. Todas las entradas en el mismo tono, además de un par de caricaturas que los representaban a ellos en el acto carnal, en posiciones denigrantes.
Cerró el diario, se agachó ante la caja y lo metió en ella. Permaneció en cuclillas durante varias horas, en la misma posición. Habría parecido un maniquí de no ser porque temblaba muy fuerte. Pensó en los lirios de Monet convirtiéndose en el fiordo de Oslo y pudo sentir sus facciones tornándose en El Grito de Munch. Pero era un grito mudo. Nadie en Estrasburgo se enteró de que había gritado.
Cuando dejó de temblar, supo que si se veía al espejo vería a un alien. De esos sin nariz y con ojos saltones y negros. Se dirigió a la computadora de Achille, la encendió, encontró el archivo de la novela y lo borró para siempre. Luego empacó sus cosas, se fue al aeropuerto y compró un boleto rumbo a Oslo. Por fin estaba lista para ser la madre de Nora.
La pequeña Mildred lo supo a los cuatro meses de nacida. Ni su madre ni Rogelio sabían qué hacer.
«Nunca había llorado así», dijo Mildred grande con una angustia que Rogelio nunca le había visto.
La nena gritaba con toda la fuerza que le permitían sus pequeños pulmones. Su mamá la paseaba en brazos por la sala de Rogelio, le daba mamila, le enseñaba sus juguetes. Nada. Mildred seguía aullando con un dolor cuyo origen era desconocido para todos, excepto para ella.
21 años después, Mildred estaba estudiando ciencias de la comunicación en la universidad más cara de México. Tenía un novio, Ernesto, que había sido internado tres veces en Oceánica por deshacer tres automóviles nuevecitos. A ella no la trataba mal. De hecho, era bastante tierno y caballeroso. Pero era una causa perdida y Mildred lo sabía. Sin embargo, se negaba a aceptarlo ante su madre, Mildred grande, quien para entonces estaba a punto de cumplir 50 años.
Todavía era guapa, y lo hubiera sido más excepto porque la última rinoplastia no fue del todo exitosa. Y no porque mamá Mildred hubiera ido con un mal doctor. Al contrario: el mejor de México. Lo que pasa, y él mismo se lo dijo, es que una tercera operación de nariz tiene pocas posibilidades de éxito. Pero ella insistió. Y la nariz le quedó delgadísima y puntiaguda, como de resbaladilla.
Había empezado con eso de las cirugías plásticas muchos años antes. Justo a los 21, cuando por primera vez en su vida tuvo dinero, estaba entre comprarse un coche o ponerse bubis. Se decidió por lo segundo, y un par de semanas después era talla C, con dos cicatrices marrón, una debajo de cada seno, que sólo eran visibles para algunos de sus amantes: los que le hacían sexo oral.
Mildred se dio cuenta de que su madre se había puesto implantes cuando éstos cumplieron 15 años. Ella tenía nueve y acompañó a Mildred grande al consultorio del mejor cirujano plástico de México, a que se los cambiaran. Aprovechando el viaje, salió del quirófano con una talla más. «Estoy loca, estoy loca, ya lo sé. Yo misma se lo prohibiría a mis pacientes. Tú nunca vayas a hacer algo así, ¿eh? Además, ni lo necesitas. Tan bonita mi nena». Y luego un beso muy ensalivado en la mejilla de nueve años de la niña.
Mildred grande no era doctora, pero tenía pacientes porque había estudiado fisioterapia, una carrera técnica que no hubiera sido su primera opción si su padre no se hubiera quedado cuadrapléjico cuando ella tenía 16 años. Típico accidente de carretera. Una imprudencia y hasta ahí llegó la carrera de don Víctor Hugo, que en sus mejores tiempos había sido Mister México. Su excelente condición física lo ayudó a vivir seis años después del accidente. Seis años de los cuales Mildred, que todavía no era Mildred grande, pasó cuatro cambiándole el pañal, dándole de comer, bañándolo y cortándole el pelo. Cuatro años así. Y hubieran sido los seis, de no ser porque sus hermanos –dos, hombres ambos– se dieron cuenta de que Mildred trabajaba en un table dance .
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