Hacía mucho que no estaba desnudo ante nadie. No me gustaba mi cuerpo y tenía un problema de impotencia selectiva: sólo podía intimar sexualmente con una mujer si no sentía nada por ella. Lo cual, en mi caso, se traducía a que sólo podía acostarme con alguien si estaba pagando por ello. Pero ella parecía saber todo eso sin que yo se lo dijera. Y también supo cómo ponerle remedio; sabía de cuerpos, y el mío no podía ser muy distinto a cualquier otro, por más que yo me sintiera completamente deforme.
Cuando llegamos al final (al que apunta hacia el cielo) yo estaba seguro de que había sanado de todos mis males. Veo tan borroso que ya no manejo de noche, pero en ese momento era capaz de verlo todo con una nitidez sin precedentes. Vista de francotirador. Pero no sólo eran los ojos: todo mi cuerpo se sentía distinto. Habría podido dar clases de baile en ese momento. Me quedé dormido, envuelto en una frescura interna y una comodidad que jamás había sentido.
Desperté renovado. La sensación de estar vivo era clarísima y también el propósito para estarlo. Constanza no estaba. Quise hablarle, pero la voz no me salió. Me metí al baño para echarme agua en la cara y en el espejo no vi mi rostro, sino el de ella. Supongo que grité. Volteé hacia abajo para verme y mi cuerpo era el de una mujer. En medio del pánico me dio tiempo de pensar en el Orlando de Virginia Woolf y de regañarme por ser tan snob en un momento así.
Busqué a Constanza por todo el departamento y luego me puse su ropa para buscarla en la calle. Iba a preguntarle al señor del puesto de revistas si no había visto a la mujer que vivía en el sexto piso del edificio que estaba en contraesquina, pero luego me di cuenta de que no podía hacerlo, pues habría estado preguntando por mí misma. Además, no sabía qué voz iba a salir de mi garganta. Ya lo dije: cuando no estaba al aire, frente al micrófono, a veces olvidaba por un instante cómo hablar. Pero esa vez el olvido duró mucho más tiempo. Durante varios minutos tuve que ubicar mi nuevo diafragma, mis nuevas cuerdas vocales, mi nueva boca.
Cuando por fin supe cómo funcionaba todo, mi voz era la de Constanza, pero como si estuviera borracha. Regresé al departamento rogando que estuvieran mi cartera y mi teléfono. Sí estaban. Tomé un taxi rumbo a mi casa mientras marcaba el teléfono del anuncio donde solicitaban un instructor(a) de baile. No contestaba nadie. Al llegar a mi casa le dije al portero que yo era mi tía. Me dejó entrar sin más explicaciones. Quise reclamarle por dejar entrar tan fácilmente a una extraña, pero no era el momento. En mis espejos seguía reflejándose Constanza y yo no sabía qué hacer.
Volví a llamar al número del anuncio y pregunté, tratando de engrosar la voz, si allí daban clases de tango. La voz de un hombre joven me dijo que sí. Pedí la dirección del lugar. Luego me animé a preguntar por la maestra Constanza y me colgaron el teléfono. Me subí a mi coche y manejé a toda prisa rumbo al estudio de danza. Al entrar, escuché dentro de un salón la voz del hombre joven que me había contestado el teléfono. Estaba dando una clase de danzón (lo supe porque sonaba Nereidas a buen volumen). Abrí la puerta del salón y el hombre volteó a verme. El pánico se apoderó de su mirada, perdió la conciencia y cayó al suelo.
Mientras los alumnos trataban de hacerlo volver en sí, un hombre que se presentó como El Jardinero me dijo que no sabía que la maestra Constanza tuviera una hermana gemela. Que el parecido entre ambas era impresionante y que cómo me sentía yo después de tan dura pérdida. «Y tan de repente. Y tan joven, la señora», añadió. Constanza se había suicidado hacía una semana.
Me fui de ahí con la sensación de haber perdido la brújula en medio de un bosque tupido y hostil, donde todos los árboles son iguales y se camina en círculos, sin encontrar jamás la salida.
Me subí al coche y vi la hora. En ese momento se estaba transmitiendo mi programa de radio. Yo no estaba al aire y mis compañeros hablaban de mí en pasado, con mucha seriedad. Alguien estaba llorando.
Entré a Internet desde mi teléfono. La noticia de mi muerte estaba en varias páginas que yo mismo consideraba fuentes fidedignas y que siempre consultaba antes de dar una noticia delicada, como la muerte de alguien. En casi todas, mi nombre no aparecía en el encabezado de la nota. «Locutor se quita la vida» y «Conductor aparece muerto en su domicilio» son dos que recuerdo con precisión.
El comunicador fue hallado con el torso descubierto y un dibujo en el pecho, con tinta indeleble negra, que parece ser la imagen de una pareja bailando. Al parecer, este dibujo se lo realizó él mismo poco antes de ingerir una cantidad considerable de somníferos y otras sustancias que aún no han sido reveladas por las autoridades.
Manejé con un zumbido intenso en la cabeza. Entonces vi un letrero que tomé como una orden: Barranca del Muerto. No conduje hacia esa avenida, sino rumbo a las afueras de la ciudad, donde, entre la fealdad y la tristeza, había un desfiladero perfecto para irse hasta el final del amor. Convertí mi mano, la mano de Constanza, en un automóvil que se despeñaba hacia el vacío. Hice sonar «Dance Me to The End Of Love» y aceleré todo lo que pude para llegar lo más rápido posible a mi segunda muerte. Entonces, Leonard Cohen cantó Dance me to the children who are asking to be born . Frené el automóvil. Pensé que se iba a volcar, que iba a chocar contra algo o alguien, pero no había pasado nada.
Una hora después estaba en el baño de un motel, esperando el resultado de una prueba de embarazo. Una rayita se pintó de azul.
Al día siguiente estaba de nuevo en el estudio de danza. Le expliqué a Tomás (así se llama el hombre joven que se desmayó al verme) que yo era la hermana gemela de Constanza, que me llamaba Soledad, y que necesitaba el trabajo de instructora de baile con urgencia, pues en unos meses iba a ser mamá. Me preguntó por el padre de la criatura. Le dije que era un locutor de radio, «pero yo soy el padre y la madre», afirmé.
Me volvió a preguntar, incrédulo, si en verdad era tan buena como Constanza. Le volví a decir que sí. «Pues… si vas a ser mi nueva instructora de baile, tengo que hacerte una audición». Se puso de pie y extendió hacia mí su brazo.
Un segundo después estábamos bailando.
Nunca se sintió mexicana. Había nacido en México de padres mexicanos, abuelos mexicanos, bisabuelos mexicanos y así hasta tiempos de la Conquista. Sin embargo, no había una sensación de pertenencia. Lo que sentía no era odio, sino desapego. Y era absoluto. Un día, siendo muy niña, estaba en clase de Ciencias Sociales aprendiendo historia de México y se preguntó qué sentiría si en ese momento el país era invadido por fuerzas extranjeras. No pudo evitar sentir cierta simpatía por los invasores.
Poco después empezaron a pasar en televisión una serie que se llamaba precisamente así: Los invasores . Venían de otro planeta para apoderarse del nuestro, haciéndose pasar por humanos. La identificación con esas criaturas fue inmediata. Durante mucho tiempo vivió convencida de que ella también era una extraterrestre.
Hasta que llegó la adolescencia, acompañada de la muerte de aquella fantasía, en la que una nave espacial llegaba por ella para llevarla, por fin, a casa. La nave nunca llegó y la casa estaba en el mismo México que a todos los turistas les parecía tan misterioso, tan pintoresco, tan fascinante. «Los extranjeros se preocupan más por nuestra cultura que nosotros mismos», le dijo una maestra cuando iba a terminar la secundaria. No tuvo más remedio que aceptar que era mexicana; la indiferencia por su cultura lo demostraba.
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