Naiara Hernández - ¡Contigo no!

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Mirian Rivas y Matthew Bennett tienen muy poco en común. Ella es una humilde diseñadora que sueña con las pasarelas de Nueva York, París o Milán. Matthew es un actor de Hollywood que consigue todo lo que se propone, pero esta vez se cruzará con la joven Miriam que no cederá a sus encantos. Una historia de dos titanes, cada uno luchando por su propia batalla. ¿Quieres descubrir quién será el vencedor? Averígualo en
¡Contigo no!.

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El metro ochenta y ocho de Matthew Bennett entró en mi casa sin ser invitado, cerrando la puerta tras de él.

—¿Cómo sabes dónde vivo?

—Eso no importa. Lo que importa, señorita Rivas, es lo que ha hecho.

Aún a pesar de que me sacaba más de dos cabezas y de que estaba tremendo con los primeros botones de su camisa desabrochados, no me amilané. Aunque eso no quita que me sentía como una hormiga indefensa ante él.

—¿Y qué he hecho? —pregunté angelicalmente.

Se acercó a mí, sin un resquicio de diversión en su perfecto rostro. Nuestros cuerpos se rozaron y todas las alarmas en mi interior se dispararon. Aun así, teniendo su perfume embriagándome, sintiendo el calor de su piel, y estando a escaso milímetros de su boca me negué ceder. La guerrera que había en mí era más fuerte que mi cuerpo, o eso quería creer.

—Veamos… —se relamió los labios y sus ojos azules brillaron como solo los de un demonio brillarían. Mis bragas de pronto, se vieron húmedas—. Me ha puesto cachondo, para luego, sin previo aviso, atarme a una tubería y marcharse. Y, por si fuera poco, mandó a Marcos a desatarme, y tengo que decir que el camarero se aprovechó bastante de mi situación.

—En mi defensa diré que si le hubiera avisado no me habría dejado. Mandé a Marcos porque ya tiene experiencia con los nudos. ¿Prefería quedarse atado? —Sonreí de forma altiva, sin entender aquellas enormes ansias de sacarlo de quicio.

Bueno, en realidad si lo entendía. Porque era un gilipollas.

Se agachó hasta quedar a la altura de mi oído y susurrar con aquel acento británico que tanto me gustaba:

—Preferiría que la que estuviera atada fuera usted. Follármela maniatada y amordazada, para que su lengua envenenada no pudiera soltar ninguna perlita. Y justamente, cuando se fuera a correr, dejaría su boca libre para oírla gritar. —Se enderezó, mirándome con severidad—. Y en lugar de eso he tenido que aguantar que su amigo, el camarero, me rozara la polla “sin querer”.

En aquel momento tenía un serio problema. Y es que mi cuerpo se estaba imponiendo a la guerrera, y los gritos de mi parte sensata que repetían que aquel tío era un cretino quedaban cada vez más lejos.

—Mírelo por el lado positivo. —Cogí la copa de vino y pasé por su lado sin rozarlo, aprovechando que mi sentido común aún estaba activo—. Al menos alguien lo ha tocado.

Dejé la copa en el fregadero. Me giré chocando contra su pecho, levanté la vista a sus ojos, donde solo había una cosa: determinación.

Agarró mis muslos, levantándome del suelo sin esfuerzo. Su boca se lanzó a por la mía con auténtica hambre. Mi grito de sorpresa quedó silenciado.

En mi interior no paraba de repetirme que tenía que detener aquello, que no podía continuar. Pero… era demasiado débil.

Su boca con sabor a whisky era como una perdición. Me dejó sobre la pequeña encimera, tirando botes y todo aquello que encontrara por medio. Sin dejar de besarme desabrochó mi falda y la tiró por encima de sus hombros. Intenté hacer lo mismo yo, desnudarlo, me moría por tocar la piel de su pecho, pero se apartó.

—Aquí, la única que se va a desnudar, eres tú.

—Pero… —Sus dedos presionaron mis labios para callarme.

—Señorita Rivas, cállese y disfrute.

A pesar de que una parte de mi quería decir que fuera a mandar a callar a su abuela, ganó la parte que quería sus labios. Sus manos se colaron entre mi camisa y el sujetador, masajeó mis pechos con maestría y luego pellizcó las cimas, lo suficientemente fuerte para crear un cosquilleó que bajó hasta explotar en mi sexo.

Acarició mi estómago, bajando hasta rozar mi pelvis. Uno de sus dedos se paseó fugazmente por encima de la tela de mis bragas, que en ese momento se encontraban empapadas.

—Vaya, vaya… —Me miró con una sonrisa seductora y engreída —. ¿Le pongo cachonda?

No me dio tiempo a contestar. Retiró la tela y dos de sus dedos me penetraron sin contemplaciones. Los movía sin misericordia. No me daba tregua. Moví mis caderas, siguiendo su ritmo, a la vez que lamía mi cuello, subiendo hasta mi boca. No me besó, se separó para dedicarme una mirada altanera. Si no hubiera sido porque me estaba proporcionando un gran placer, le habría abofeteado.

Hacía círculos sobre mi clítoris a la vez que entraba y salía, todo con absoluta pericia. No podía negarlo; Matthew Bennett sabía lo que se hacía. El tituló de dios del sexo le venía bastante bien.

—Estás a punto de correrte —susurró contra mi clavícula para luego morderla.

—Sí…

Curvé la espalda, estaba a punto de explotar y entonces…

Entonces me quedé vacía. Abrí los ojos de golpe, siendo recibida por una sonrisa de pedante.

—Señorita Rivas, Ojo por ojo, y diente por diente... —Se lamió los dedos, los mismos que había tenido en mi interior y añadió—: Así aprenderá que conmigo no se juega. Buenas noches.

Y tras decir aquello, dejándome pasmada, frustrada y desnuda de cintura para abajo, se marchó.

Me dieron ganas de salir tras él para lanzarle cualquier cosa a la cabeza y rompérsela. ¡Menudo cabrón!

Respiré como pude, me bajé de la encimera y me metí en la ducha para terminar lo que aquel… aquel… aquel indeseable había empezado. Obviamente era consciente que el resultado no sería el mismo, me faltaba su compañía, su boca, su olor…

Más relajada con mi orgasmo me fui a la cama. Había perdido una batalla, pero la guerra la ganaría, no sabía cómo, pero ya pensaría en ello en otro momento. No iba a dejar que Don “me creo el ombligo del mundo” pudiera más que mi sentido común.

Zamara y Carlos escuchaban atentos el relato de mi noche anterior. Ambos permanecían pasmados mientras les explicaba lo que Matthew me había hecho. Los llamé en cuanto me desperté, necesitaba desahogarme.

—¡Será cabrón! —exclamó mi amiga—. Deberías haberle pateado las pelotas.

—Ella lo dejó atado a una tubería. ¿Qué esperabas?

Zami miró a Carlos con una ceja alzada.

—A mí me parece muy bien lo que hizo. Es más, yo lo hubiera atado completamente desnudo.

En ningún momento lo dudé. Zamara era una mujer de armas tomar. Había hecho cosas peores que dejar a alguien atado a una tubería. Aquella chica era un peligro.

—¿Y ahora qué piensas hacer? —preguntó Carlos sorbiendo de su café.

—Lo que tiene que hacer es devolvérsela. Que no juegue contigo Mimi. Dale su merecido. —sentenció Zami retirándose los mechones castaños de la cara.

—¿Y qué me aconsejas que haga?

—¿Le vas a hacer caso a esta? ¿Pero tú has perdido la cabeza?

Ignoré a Carlos, que reprobaba las ideas de Zami. Y no es que no tuviera razones, dado que nuestra amiga algunas veces llegaba a resultar un tanto masoquista, pero me encontraba en una situación de emergencia. Cualquier consejo sería bienvenido si con ello me ayudaba a ganarle la batalla a Bennett.

—Engatúsalo. Has lo mismo que quiere hacer él contigo. Utilízalo para un polvo y luego… si te he visto no me acuerdo.

—¿Ese es tú sabio consejo? ¿En serio? —inquirí arrugando el cejo—. Zami, esto se trata de no acotarme con Bennett.

Mi amiga se encogió de hombros y disfrazando su rostro de compasión dijo:

—Mimi, necesitas un polvo con urgencia. ¿Y qué mejor que follarte a un dios griego?

—En eso estoy con Zami —señaló Carlos—. Necesitas un polvo o terminarás sola, en una casa llena de gatos, a los cuales serás alérgica, y nos llamarás borracha cada noche llorando, para decirnos que estás sola. Y un día te encontraremos muerta en una vieja mecedora, y los gatos…

—¡Basta! —le callé—. Gracias. De verdad. Sois unos buenísimos amigos, sabéis como animarme —añadí con ironía.

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